Directora: Laura Mañá
España, 2003, 87 minutos
Palabras encadenadas (2003) de Laura Mañá |
El éxito de público cosechado por el dramaturgo barcelonés Jordi Galcerán (1964) favoreció que, a comienzos de este siglo, se llevasen a cabo sendas adaptaciones cinematográficas a partir de sus dos obras teatrales más conocidas: El método (2005), basada en El mètode Grönholm, y, dos años antes, estas Palabras encadenadas que dirigió la actriz y realizadora Laura Mañá con Darío Grandinetti y Goya Toledo en los papeles protagonistas.
En el momento de su presentación —llevada a cabo en el Teatro Romea y que el DVD incluye entre sus extras— la directora la comparó con filmes igualmente claustrofóbicos como, por ejemplo, La huella (1972) de Mankiewicz o La muerte y la doncella (1994) de Polanski. Sin embargo, salta enseguida a la vista que, tanto a nivel visual como temático, el referente más obvio de Palabras encadenadas sería otro filme español: Tesis (1996) de Alejandro Amenábar, donde el asesino en serie interpretado por Eduardo Noriega, al igual que Ramón (Grandinetti), era aficionado a grabar en vídeo la tortura de sus víctimas.
Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de títulos arriba mencionados, la cinta que nos ocupa posee la particularidad de estar planteada como un divertimento macabro: "Monserga - Gallito - Todopoderoso - Sobrado - Donaire - Recuerdo - Dorado - Doméstico - Cojonudo - Domar - Marmota - Tarado - Doler - Lerdo - Dominada - Dama - Marea..." Y así hasta que uno de los dos falle: si se equivoca él, Laura (Goya Toledo) ganará su libertad; si es ella, Ramón le sacará un ojo con una cucharilla. Enfoque "lúdico" que, pese a la crueldad de los hechos expuestos, termina generando un juego de apariencias en el que el espectador, al igual que el comisario Espinosa (Fernando Guillén), deberá desentrañar la verdadera naturaleza de la relación entre víctima y victimario.
Paredes de hormigón garabateadas, espacios subterráneos iluminados con fluorescentes, profesores de estética que citan a Thomas de Quincey (autor de la muy estimable Murder Considered as One of the Fine Arts, 1827), asesinos en serie que juegan a burlarse de la policía (y, de paso, de nosotros)... Elementos, todos ellos, que remiten a clásicos del género como El silencio de los corderos (1991) o Seven (1995), pero con el sello personal de una directora que, mediante el uso recurrente del plano cenital o valiéndose del estándar jazzístico "You don't love me" en la escena final, completó una de sus obras más redondas.
Paredes de hormigón garabateadas, espacios subterráneos iluminados con fluorescentes, profesores de estética que citan a Thomas de Quincey (autor de la muy estimable Murder Considered as One of the Fine Arts, 1827), asesinos en serie que juegan a burlarse de la policía (y, de paso, de nosotros)... Elementos, todos ellos, que remiten a clásicos del género como El silencio de los corderos (1991) o Seven (1995), pero con el sello personal de una directora que, mediante el uso recurrente del plano cenital o valiéndose del estándar jazzístico "You don't love me" en la escena final, completó una de sus obras más redondas.
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