martes, 31 de marzo de 2020

El fantasma de la ópera (1943)




Título original: Phantom of the Opera
Director: Arthur Lubin
EE.UU., 1943, 92 minutos

El fantasma de la ópera (1943) de Arthur Lubin

El fantasma de la Ópera existió. No fue, como se creyó durante mucho tiempo, un arrebato de artistas, una superstición de directores, la extravagante creación de las mentes exaltadas de unas cuantas señoritas del cuerpo de baile, de sus madres, de las acomodadoras, de los responsables del vestuario y de la portera. 
Sí, existió en carne y hueso, a pesar de que adquiriese toda la imagen de un auténtico fantasma, es decir, de una sombra.

Gaston Leroux
El fantasma de la Ópera
Traducción de Mauro Armiño

Fue tanta la notoriedad alcanzada por la versión muda de El fantasma de la Ópera (1925), con un memorable (y horripilante) Lon Chaney en el papel protagonista, que los estudios Universal no pararon de recurrir, en años sucesivos, al personaje creado por Gaston Leroux con el objetivo de volver a cosechar un nuevo éxito de taquilla. Y así, primero les dio por sonorizar el filme que había dirigido en su día el tosco Rupert Julian, para terminar presentando, al cabo de mil y un avatares, un remake que tenía más de "ópera con fantasma" que no de lo contrario.

Y es que la cinta que nos ocupa contiene una portentosa banda sonora, a cargo de Edward Ward, cuyas piezas de bel canto, ante la imposibilidad de obtener los derechos de autor de las grandes partituras del repertorio, fueron compuestas ex profeso a partir de melodías de Chopin o Chaikovski. Lo cual, sumado a las impresionantes dotes vocales de la actriz Susanna Foster, quien interpreta el personaje de Christine, propició que el componente terrorífico pasase a un segundo plano.



Se trata, por tanto, de una propuesta muy estilizada. No sólo porque Claude Rains, temeroso de que lo encasillaran en papeles de monstruo, exigió por contrato que no le desfigurasen excesivamente el rostro, sino, sobre todo, debido a que ni siquiera queda claro qué motivos son los que mueven al violinista artrítico Erik Claudin a convertir a la joven soprano en su protegida. Parece ser que, en principio, serían padre e hija, si bien la posibilidad de que ello pudiera dar pie a interpretaciones de tipo incestuoso hizo que tal vínculo desapareciese del guion definitivo.

Dirigió la película Arthur Lubin, uno de esos asalariados sin pretensiones, capaz de levantar filmes de lo más rentable a partir de presupuestos irrisorios y que, años después, sería el descubridor de un joven talento llamado Clint Eastwood... En definitiva, Phantom of the Opera representó, con su oscarizada fotografía en tecnicolor, lo mismo que la dirección artística, la enésima incursión en un subgénero que no por sumamente trillado resulta menos exitoso: el de la bella y la bestia, en su vertiente, al igual que el jorobado de Notre-Dame, de ser deforme que habita las profundidades de un edificio público parisino.


lunes, 30 de marzo de 2020

Los crímenes del museo (1933)




Título original: Mystery of the Wax Museum
Director: Michael Curtiz
EE.UU., 1933, 77 minutos

Los crímenes del museo (1933) de Michael Curtiz

Pues sí: el célebre filme en 3D que protagonizara Vincent Price no era sino un remake de una película que los mismos estudios Warner habían producido justo veinte años antes. Y que, cosa curiosa, también había sido dirigida por otro húngaro afincado en Hollywood (en este caso, el maestro Michael Curtiz).

Tratándose de un título anterior al Código Hays, Mystery of the Wax Museum contiene alusiones que en la versión del 53 habrían sido del todo impensables, como la condición de heroinómano de uno de los antagonistas o las continuas réplicas, a cual más picante, de la intrépida reportera Florence (Glenda Farrell). Este personaje, de hecho (junto con la trama de investigación periodística que implica) desapareció por completo en la ya mencionada revisita a cargo de André De Toth.



De la misma forma que la secuela se valdría de las tres dimensiones como reclamo para captar espectadores, en Los crímenes del museo (1933) ejerció las funciones de anzuelo un primitivo tecnicolor que hoy se nos antoja tan desvaído como el traje del payaso que no usaba Micolor, pero que a principios de la década de los treinta debió de suponer, por fuerza, toda una novedad.

Con el rostro desfigurado por el terrible incendio que destruyó su magnífica sala londinense, Ivan Igor (Lionel Atwill) posee algo de fantasma de la ópera, pero también de aquel científico loco de Metrópolis (1927) que quería que su robot tuviese el rostro de María. De ahí que robe cadáveres o incluso cometa los crímenes más atroces con tal de que sus criaturas sean el vivo retrato de Juana de Arco, Voltaire o María Antonieta.


domingo, 29 de marzo de 2020

Los crímenes del museo de cera (1953)




Título original: House of Wax
Director: André De Toth
EE.UU., 1953, 88 minutos

Los crímenes del museo de cera (1953)
de André De Toth

La primera película en tres dimensiones que produjo la Warner, con sonido estereofónico y en rutilante tecnicolor, resulta que, ¡ironías del destino!, fue dirigida por el húngaro André De Toth (1913–2002), el cual era tuerto (de hecho, en las fotografías aparece siempre ataviado con un aparatoso parche) y, por consiguiente, incapaz de percibir dicho efecto.

Pero ya se sabe que, cuando se trata de atraer al público a las salas, las novedades prevalecen por encima de cualquier otra consideración, de modo que el cineasta usó (y abusó) de los consabidos recursos en este tipo de cintas: vistosos títulos de crédito que se salen de la pantalla, bailarinas de cancán que lanzan sus piernas al frente o un tipo con una raqueta de pádelbol que no cesa de golpear la bola contra el objetivo de la cámara mientras suelta comentarios dirigidos al respetable (a uno y otro lado de la cuarta pared).



Y es que del terror al humor a veces sólo hay un paso. En ese sentido, House of Wax contiene, por ejemplo en la escena de la morgue, algún que otro comentario sarcástico, en boca de dos empleados, a propósito de lo potencialmente mortíferos que algún día llegarán a ser los automóviles. O, por más que se trate de una broma fácil, en el propio museo de cera se juega al equívoco de hacer que los visitantes confundan a personas de carne y hueso con algunas de las figuras allí expuestas.

Por lo demás, puede afirmarse, con toda certeza, que estamos frente a uno de esos títulos deliciosos del cine de género, poseedor de una excelente ambientación decimonónica que remite al imaginario de Edgar Allan Poe y en el que su protagonista indiscutible, una especie de Pigmalión moderno interpretado por Vincent Price, brilla con luz propia en su afán por lograr la perfección de sus criaturas al precio que sea.


sábado, 28 de marzo de 2020

El coleccionista de cadáveres (1970)




Título internacional: Cauldron of Blood
Directores: Santos Alcocer y Edward Mann
España/EE.UU., 1967-1970, 95 minutos

El coleccionista de cadáveres (1970)


Bikini-horror no parece, a priori, la etiqueta más afortunada para catalogar una cinta de terror, si bien es cierto que El coleccionista de cadáveres se rodó en la malagueña Costa del Sol, a principios de 1967, con la despampanante Dyanik Zurakowska luciendo palmito ya desde las escenas iniciales. Sin embargo, el verdadero reclamo de la película era y es un octogenario Boris Karloff que falleció un año antes de que el filme viera la luz.

Badulescu es un cotizado escultor que, junto a su esposa y representante Tania (Viveca Lindfors), vive retirado en una fortaleza a orillas del mar desde que se quedó ciego a consecuencia de un gravísimo accidente. Paradojas de la vida, al anciano no le queda más remedio que trabajar a destajo para concluir un grupo escultórico que le han encargado, pese a que el artista, igual que Beethoven, no podrá admirar su propia creación.



Lo singular de su modo de darle forma al conjunto es que Badulescu moldea las estatuas a partir del esqueleto de animales e incluso seres humanos, razón por la que Tania, que es el verdadero agente maligno de la trama, pondrá en marcha sus maléficas artes para suministrarle la materia prima que necesita...

Que un medio reportero/medio detective francés (Jean-Pierre Aumont) se interponga en su camino jugándose el pellejo (o, más bien, la osamenta) en compañía de la pintora Valérie (Rosenda Monteros); que los gitanos del lugar desfilen en procesión o que vaticinen el porvenir; en fin: que los turistas alternen en un bar de moda llamado Shanghái, donde se organizan fiestas de disfraces en homenaje a Goya, son sólo algunos de los dispares ingredientes que se dan cita en una de las muestras más desconcertantes del intento (fallido) de aclimatar el giallo por estas latitudes.


viernes, 27 de marzo de 2020

La residencia (1969)




Título internacional: The House That Screamed
Director: Narciso Ibáñez Serrador
España, 1969, 99 minutos

La residencia (1969) de N. Ibáñez Serrador

Residencia... Otra de esas palabras que han terminado adquiriendo unas connotaciones de lo más tétrico en los últimos tiempos. Sin embargo, la residencia en la que transcurren los hechos de la ópera prima de Ibáñez Serrador (1935-2019) no era ningún geriátrico, sino un estricto reformatorio para señoritas descarriadas. Además de una excelente cinta de terror gótico, con actores internacionales y exteriores rodados en Comillas (Cantabria), que, curiosamente, sería también, muchos años después, la región elegida por Amenábar para filmar Los otros (2001), película, al igual que la que nos ocupa, de innegable regusto victoriano.

De entre los muchos atractivos de La residencia, amén de la fotografía de Manuel Berenguer o la banda sonora de Waldo de los Ríos, conviene destacar un erotismo latente que anuncia, si bien con delicadeza, lo que en la década siguiente hará Jess Franco, pero con un tratamiento hitchcockiano de la puesta en escena que llega a su punto álgido en la célebre secuencia en la que asistimos al sutil montaje paralelo de un encuentro sexual en el pajar y la simultánea clase de costura de las internas.



Sadismo e insinuaciones de amor sáfico que tienen en la escena de la ducha otro de los momentos más recordados, quien sabe si fuente de inspiración para cineastas posteriores como, por ejemplo, el Brian De Palma de Carrie (1976). Lo cual contrasta vivamente con el hecho de que Ibáñez Serrador, quizá absorbido por el éxito televisivo de los programas por él creados, no volviese a dirigir hasta la muy notable ¿Quién puede matar a un niño? (1976), segunda y última entrega de su exigua carrera como director cinematográfico.

Con todo y con eso, el personaje interpretado por Lili Palmer (la rígida madame Fourneau) quedará para la posteridad como paradigma de madre castradora e institutriz moralmente ambigua, seguido muy de cerca por ese niño de expresión "angelical" (John Moulder-Brown) que preludia, con su sonrisa malévola, el mismo rol perturbadoramente inquietante de Damien en La profecía (The Omen, 1976) de Richard Donner.


jueves, 26 de marzo de 2020

La leyenda del alcalde de Zalamea (1973)




Director: Mario Camus
España/Italia, 1973, 116 minutos

La leyenda del alcalde de Zalamea (1973)
de Mario Camus

Toda la justicia vuestra
es sólo un cuerpo no más;
si éste tiene muchas manos,
decid, ¿qué más se me da
matar con aquésta un hombre
que estotra había de matar?
Y ¿qué importa errar en lo menos
quien acertó lo demás?

Pedro Calderón de la Barca
El alcalde de Zalamea
Jornada III
vv. 917-924

Aunque la versión más célebre y representada sea la de Calderón de la Barca, también Lope de Vega dedicó un drama a ensalzar la figura del labrador pobre pero honrado, dispuesto a enfrentarse al mismísimo rey, si hiciere falta, con tal de defender su honor. Palabra que hoy ha quedado en nada y que, sin embargo, hizo correr mucha sangre hasta épocas no demasiado lejanas de nuestra historia.

Con un guion que bebía de ambas fuentes, a cargo del también cineasta Antonio Drove, el no menos relevante Mario Camus se ponía tras las cámaras, en el verano de 1972, para filmar una de aquellas producciones históricas, tan en boga por aquel entonces, en las que las localizaciones y el reparto constituían el principal atractivo de la película.



No era, ni mucho menos, la primera vez que la osadía del íntegro Pedro Crespo se llevaba a la pantalla (ya tuvimos ocasión de comentar aquí, hace algunos años, la adaptación de El alcalde de Zalamea dirigida por José Gutiérrez Maesso en 1954) y, quizá por ello, para así diferenciar una de otra, se le añadió al título el innecesario epíteto La leyenda de... En cualquier caso, tanto Paco Rabal como Fernando Fernán Gómez bordan sus respectivos papeles de villano (stricto sensu) y general de la armada de Felipe II. Comparten con ellos protagonismo magníficos secundarios: Julio Núnez (don Álvaro de Ataide), Antonio Iranzo o Charo López, así como Teresa Rabal, hija de su padre en la ficción y en la vida real...

Quienes debieron de disfrutar de lo lindo durante el rodaje fueron los vecinos de Garrovillas de Alconétar, en la provincia de Cáceres, enclave privilegiado por su patrimonio arquitectónico y donde, casi medio siglo después, aún recuerdan con cariño aquel acontecimiento (para más información, véase el siguiente enlace, con abundante material fotográfico). Banda sonora del siempre efectivo Antón García Abril. Gregorio Paniagua, en su doble faceta de actor y compositor, interpreta al ciego que va contando la historia, en forma de romance, mientras se acompaña de su zanfoña.


miércoles, 25 de marzo de 2020

Las salvajes en Puente San Gil (1966)




Director: Antoni Ribas
España, 1966, 96 minutos

Las salvajes en Puente San Gil (1966)
de Antoni Ribas


Una cierta impronta felliniana se deja entrever en esta adaptación de la obra teatral homónima de José Martín Recuerda (1922–2007). Por supuesto, del Fellini de I vitelloni (1953)Luci del varietà (1950), aquél que, en sus primeros tanteos como director, gustaba de retratar lo mismo la juventud ociosa provinciana que las modestas compañías de revista en su periplo por los escenarios de segunda y aun de tercera.

No obstante, el contexto sociocultural que aquí se describe viene condicionado, irremisiblemente, por las miserias de la España profunda y la cortedad de miras de las fuerzas vivas del nacionalcatolicismo. En dicho sentido, el imaginario Puente San Gil (recreado en la madrileña villa de Navalcarnero) se asemeja un tanto a aquellas localidades de las novelas tendenciosas de Clarín y Galdós (la Orbajosa de Doña Perfecta, por ejemplo, o la propia Vetusta) en las que la llegada de elementos procedentes del exterior, con sus nuevos usos y costumbres, era vista por los lugareños como una peligrosa injerencia que podría desestabilizar la supuesta armonía del lugar.



Pero se da el caso, por otra parte, de que la compañía de varietés de doña Palmira Imperio (Trini Alonso) tiene muchas pretensiones y muy escasas probabilidades de salir con éxito de su tournée por la comarca. Salvando las distancias, las estrecheces a las que deben hacer frente las vicetiples que la integran recuerdan a las que ya expusiera Juan Antonio Bardem, una década antes, en Cómicos (1954). Penurias y vejaciones por parte de pueblerinos rijosos que, al abalanzarse sobre las muchachas, evidencian una represión sexual atávica de la que no son sino las víctimas.

"Seguimos siendo decimonónicos": he ahí el mensaje que transmiten tanto la obra teatral como su adaptación cinematográfica. Con una cierta carga subversiva, toda vez que los miembros de la troupe agreden al coadjutor (Adolfo Marsillach) y, ya en dependencias policiales, no dudarán tampoco en insubordinarse ante la autoridad que les toma declaración. De ahí que, mientras son conducidos al calabozo, entonen la misma canción reivindicativa que ya les escuchamos al inicio del filme cuando llegaban al pueblo en tren: "Tracatrá, tracatrá, esta vida es una bu. Tracatrá, tracatrá, esta vida es una la. Tracatrá, tracatrá, esta vida es una bu. Una bu y una la: bu y la. Tracatrá, tracabú, tracalá. ¡Con una erre: erre, erre, erre en la mitad!"


martes, 24 de marzo de 2020

Cuando el destino nos alcance (1973)




Título original: Soylent Green
Director: Richard Fleischer
EE.UU., 1973, 97 minutos

Cuando el destino nos alcance (1973)
de Richard Fleischer


Cuando el destino nos alcance... Pues bien: llegó la hora. Tenía que ocurrir, más tarde o más temprano, y las escenas que antaño se nos antojaban exageradas en el contexto de cualquier fábula distópica hoy son, por desgracia, una triste realidad. Producida por el mismo equipo que, un par de años antes, había llevado a cabo The Omega Man (1971), Soylent Green (1973) no habla ni de confinamiento ni de virus devastadores, pero sí que muestra una sociedad colapsada por la superpoblación y la escasez de alimentos.

El Nueva York del año 2022 es una megalópolis perpetuamente envuelta en la neblina verdosa del efecto invernadero y en la que cuarenta millones de habitantes se hacinan hasta el extremo de saturar sus calles y edificios. Suerte de esas galletitas que, en la versión original, dan título a la película y que, a falta de algo mejor que llevarse a los labios, han acabado convirtiéndose en la base de la dieta de millones de personas. Sin embargo, un terrible secreto se cierne sobre el mundo...



Tanto el filme como la novela en la que se basa de Harry Harrison (1925–2012) insisten en dibujar un panorama marcadamente maltusiano, escenario de continuos disturbios que las autoridades, tan drásticas como corruptas, reprimen sin ningún miramiento mediante los métodos más expeditivos. Es en ese contexto desalentador de "sálvese quien pueda" en el que el detective Thorn (Charlton Heston), probablemente bajo el influjo de su compañero de piso (Edward G. Robinson), un anciano de la vieja escuela, siempre rodeado de libros, que aún sabe apreciar los placeres culinarios o la música clásica, decide llevar a cabo indagaciones que podrían cambiar el curso de la historia, pero también costarle la vida.

Al igual que sucedía en El planeta de los simios (1968), otra de las cintas de ciencia ficción de aquel período en las que participó Heston, Soylent Green fundamenta su estructura narrativa en una sorpresa final que tiene por objetivo hacer reflexionar al espectador a propósito de las fatídicas consecuencias que podrían derivarse de una forma de vida insostenible. Premonitoria o no en su planteamiento, lo gracioso de ésta y otras películas por el estilo es que imaginan el futuro a partir de un presente que no siempre son capaces de trascender, por lo que tanto el vestuario como los dispositivos tecnológicos que en ella aparecen (teléfonos, televisores, computadoras...) son genuinamente setenteros por más que la acción transcurra en un siglo XXI pretendidamente ultramoderno.


lunes, 23 de marzo de 2020

El último hombre... vivo (1971)




Título original: The Omega Man
Director: Boris Sagal
EE.UU., 1971, 98 minutos

El último hombre... vivo (1971) de Boris Sagal


Parece ser que un ejemplar de I Am Legend cayó en manos de Charlton Heston durante un vuelo a Los Ángeles. Y quedó tan impresionado tras la lectura que contactó de inmediato con su agente para que comprara los derechos del libro... sin saber que dicha novela ya había sido adaptada en 1964 con Vincent Price en el papel principal. Aunque no acaba ahí la anécdota. Cuando, tiempo después, tuvo ocasión de ver aquella vieja cinta de serie B, se limitó a comentar que le parecía: "Increíblemente fallida, totalmente desconcertante, mal interpretada, descuidadamente escrita y fotografiada."

'Apártate que me tiznas', le dijo la sartén al cazo... Porque el remake no es mucho mejor, que digamos. Contó con más medios, por supuesto, si bien la mayor parte destinados a pagar los trescientos mil dólares que el amigo Heston se embolsó por meterse en la piel del doctor Neville. Eso sí: los maniquíes que se hacen pasar por cadáveres o el penoso maquillaje blancuzco de los miembros albinos de la Familia son igual de cutres que los de la versión anterior.

The Family: zombis inquisitoriales


Aun así, con su tono marcadamente afro y un punto psicodélico (el protagonista entra en un cine para disfrutar del documental sobre Woodstock, cuyos diálogos conoce de memoria), The Ωmega Man es hoy uno de esos títulos de culto que, merced al auge de la moda vintage, hacen las delicias de directores amantes de lo retro como Tim Burton o Tarantino.

Un filme que, por otra parte, contiene  numerosas referencias mesiánicas, motivo por el cual Charlton Heston aparece varias veces con los brazos en cruz, sobre todo en el plano final (y hasta aquí podemos leer...). No obstante, a día de hoy, lo más llamativo de la película es escuchar, en una de las secuencias iniciales, cómo un locutor de radio advierte reiteradamente a la ciudadanía aquello de "Stay in your homes! Stay in your homes!" ¿Les suena de algo...?


domingo, 22 de marzo de 2020

El último hombre sobre la Tierra (1964)




Título original: The Last Man on Earth
Directores: Ubaldo Ragona y Sidney Salkow
Italia/EE.UU., 1964, 87 minutos

El último hombre sobre la Tierra (1964)


Primera de las cuatro adaptaciones cinematográficas de I Am Legend (1954), novela del escritor estadounidense Richard Matheson, autor, entre otras, de la célebre El increíble hombre menguante, a cuya versión ya dedicamos, en su día, la entrada pertinente. El argumento, a medio camino entre la distopía y las historias de terror, gira en torno a una terrible pandemia que acaba con la mayor parte de la población mundial, mientras que al resto los convierte directamente en peligrosos zombis que sólo salen de noche. Únicamente un hombre, el doctor Robert Morgan (Vincent Price), permanecerá inmune al virus debido a que, años atrás, cuando trabajaba en Panamá, fue mordido en una pierna por un murciélago...

Otra de esas cintas premonitorias cuyo escenario de calles desoladoramente vacías es hoy, por desgracia, realidad en muchos puntos del planeta. Como el escepticismo, al parecer connatural a la condición humana, ahora y hace más de medio siglo, presente en algunas líneas de los diálogos: "I'm a scientist, not an alarmist!", replica Morgan cuando su buen amigo Ben (Giacomo Rossi Stuart) le advierte del peligro que está a punto de cernerse sobre sus destinos.



Sí, de acuerdo: ni se trata de una obra maestra en su género ni el paso del tiempo le ha sentado especialmente bien. Sin embargo, quien tenga ocasión de ver The Last Man on Earth comprobará con asombro el enorme parecido entre su turbamulta de criaturas vampíricas y los muertos vivientes que, poco después, catapultarían a la fama a George A. Romero. Influencia, por cierto, que, de tan evidente, el propio director tuvo que acabar admitiendo.

Por lo demás, esta coproducción italoamericana de bajo presupuesto hará las delicias de quienes disfruten con la detección de gazapos, incongruencias y habituales meteduras de pata del cine de serie B: una chimenea humeante en la panorámica de una ciudad que se supone deshabitada, vehículos circulando en lontananza a través de esa misma localidad "fantasma". Aunque tiene también, por qué negarlo, el encanto de unas localizaciones romanas (como el fascista Palazzo della Civiltà Italiana, cuya escalinata aparece sembrada de cadáveres) que, a priori, uno no relacionaría jamás con un filme de estas características. ¿O tal vez sí...?


sábado, 21 de marzo de 2020

La carretera (The Road) (2009)




Título original: The Road
Director: John Hillcoat
EE.UU., 2009, 111 minutos

La carretera (2009) de John Hillcoat

Acostumbrados a que la ciencia ficción se haya apropiado del género distópico, son películas como The Road —o como Le temps du loup (2003) de Haneke— las que nos devuelven la verdadera dimensión de lo que pudiera ser una hecatombe a escala planetaria. Fundamentalmente porque, de llegar a tal extremo, los supervivientes, desprovistos de todo acceso a la información, difícilmente sabrían con exactitud los motivos causantes de su infortunio.

Asimismo, otro elemento no menos importante que aporta una gran dosis de verismo al conjunto es la roña (con perdón). En efecto: ¿qué otra apariencia pudieran tener los damnificados de semejante debacle si no es la de un sin techo? A este respecto, las cintas que en el pasado abordaron dicha temática —caso, por ejemplo, de The Omega Man (1971) de Boris Sagal— mostraban al protagonista (Charlton Heston) como un atractivo individuo que se pasea en descapotable por las calles de una ciudad desierta.

Viggo Mortensen redujo considerablemente su peso para la ocasión

Pero aquí lo relevante es la supervivencia. Y sin médicos ni medios materiales resulta por completo inviable el gozar de buena salud o alargar la esperanza de vida más allá de un breve lapso de tiempo. ¿Cómo dar a luz cuando se carece no ya de anestesia epidural, sino de las más básicas medidas profilácticas? ¿Cómo curarse una herida? ¿Cómo procurarse el sustento diario si no es rapiñando, aquí y allá, los restos del naufragio?

Con todo y con eso, tanto la novela de Cormac McCarthy (galardonada con el Premio Pulitzer) como la adaptación cinematográfica del australiano John Hillcoat, además de tocar aspectos más o menos tremendistas, como el canibalismo, inciden también en temas de hondo calado metafísico. ¿Qué puede enseñarle el padre al hijo que no sea moralmente reprobable cuando es él mismo quien alecciona al niño para que desconfíe de los demás? De ahí la trascendencia que tienen las escenas en las que el chaval insiste en compartir alimentos con el anciano (Robert Duvall) o el ladrón que, previamente, les había desvalijado en la playa: por más que el muchacho haya nacido en plena era postapocalíptica y no haya conocido más que miseria y caos a su alrededor, los sentimientos que alberga son esencialmente buenos, por lo que aún cabe tener esperanza en la condición humana, en quienes mantienen vivo el fuego en su interior.

La dirección de fotografía corrió a cargo de Javier Aguirresarobe

viernes, 20 de marzo de 2020

Atrapados (1949)




Título original: Caught
Director: Max Ophüls
EE.UU., 1949, 88 minutos

Atrapados (1949) de Max Ophüls

Pese a ser menos recordada que Carta de una desconocida (1948), Atrapados se encuentra, sin embargo, entre los títulos más relevantes de los que Max Ophüls dirigió durante su etapa americana. Interés que radica, por paradójico que parezca, en cómo la película deja entrever la influencia excesiva de los modelos hollywoodenses que la inspiraron. Los cuales serían básicamente dos: por una parte, un cierto aire de suspense hitchcockiano, deudor de cintas como Rebecca (1940) o Sospecha (1941), al situar a la protagonista en el interior de una jaula dorada cuyo guardián es un marido tan inquietante como apuesto y, en segundo lugar, la no menos turbadora presencia de un multimillonario posesivo y atormentado a lo Citizen Kane (1941).

Robert Ryan y Barbara Bel Geddes

A este respecto, todo parece indicar que el guion de Arthur Laurents, basado en la novela de Libbie Block, se inspiró vagamente en la figura del magnate Howard Hughes a la hora de crear el personaje de Smith Ohlrig (Robert Ryan). Menos materialista que Charles Foster Kane, la actitud que Ohlrig adopta ante su esposa oscila, no obstante, entre una indiferencia glacial la mayor parte del tiempo y puntuales brotes psicóticos que revelan una naturaleza enfermizamente posesiva. Hasta el extremo de que Leonora (Barbara Bel Geddes) se verá forzada a huir del "confort" de Long Island para trabajar como secretaria en la modesta consulta del doctor Quinada (James Mason).

Barbara Bel Geddes y James Mason

Empoderamiento avant la lettre, la valentía que demuestra Leonora abandonando las garras de su marido la sitúan entre las heroínas más audaces del Hollywood clásico: contribución genial al cine estadounidense por parte de un cineasta como Ophüls, cuya proverbial fama de gran conocedor de la psique femenina se hacía de nuevo manifiesta.

Tal vez el desenlace adolezca, en forma de happy ending, de las consabidas imposiciones por parte de una industria que estaba lejos de poder apreciar el verdadero talento de un artista de la altura de Max Ophüls. Y así, en lugar de seguir la vía psicoanalítica de Recuerda (Spellbound, 1945) o los retorcimientos del cine negro, Caught acaba siendo una historia convencional de redención: la de una cenicienta moderna que, tras dar sus primeros pasos como modelo en una ridícula academia para señoritas, comprueba en primera persona cómo su sueño infantil de encontrar al Príncipe Azul se puede convertir en una cárcel.


jueves, 19 de marzo de 2020

El diario de Ana Frank (1959)




Título original: The Diary of Anne Frank
Director: George Stevens
EE.UU., 1959, 172 minutos

El diario de Ana Frank (1959)
de George Stevens

Sábado, 20 de junio de 1942

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas.

Ana Frank
Diario

George Stevens, apodado "El Indio" debido a su supuesta ascendencia apache, tenía motivos de sobra para sentirse especialmente atraído por la historia de la niña judía que vivió durante dos años escondida, junto a su familia y otras personas, en un ático de Ámsterdam para acabar, una vez descubiertos, sucumbiendo a la barbarie nazi en el campo de Bergen-Belsen. ¿O acaso no fue testigo él mismo, como coronel del ejército norteamericano, de las atrocidades cometidas en las cámaras de gas? Se dice, de hecho, que su cine cambió por completo tras haber participado en la Segunda Guerra Mundial, dejando de lado las comedias un tanto frívolas de los inicios de su carrera en favor de un estilo mucho más sombrío.

Precisamente, uno de los tres premios Óscar que obtuvo The Diary of Anne Frank fue por su excelente fotografía en blanco y negro (los otros dos irían a parar, respectivamente, a Shelley Winters como mejor actriz de reparto por su papel de señora Van Daan y a la dirección artística y decorados).

George Stevens (derecha) con la maqueta de la "casa de atrás"

Otro cantar, sin duda, resultó la imposición del cinemascope por parte de la Twentieth Century Fox, procedimiento que, dada la amplitud que conlleva del campo visual, no parecía el más idóneo para la filmación de unos hechos que tienen lugar en la intimidad de una buhardilla. De ahí la presencia de columnas: subterfugio ideado por Stevens, bajo la apariencia de ornamento, con la finalidad de acotar los límites del plano.

¿Puede, en definitiva, considerarse El diario de Ana Frank una adaptación satisfactoria? Lo es, desde luego, en lo tocante a su puesta en escena —heredada, en buena medida, de la pieza teatral en que se basa—, así como por toda la ternura que el director volcó en el proyecto. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de la elección para el papel principal de la pizpireta Millie Perkins: un cruce entre Audrey Hepburn y Elizabeth Taylor que, desprovista del encanto de esas dos actrices, únicamente contribuyó a edulcorar la imagen de la protagonista.


miércoles, 18 de marzo de 2020

El anacoreta (1976)




Director: Juan Estelrich
España/Francia, 1976, 108 minutos

El anacoreta (1976) de Juan Estelrich


Si a alguien, como al Fernando Tobajas de El anacoreta, le diese hoy por atrincherarse en el lavabo de su casa durante once años, no necesitaría encajonar en su interior los cien tomos de la Enciclopedia Universal Espasa ni enviar mensajes en tubos de aspirina a través del inodoro. Le bastaría con su teléfono móvil para estar conectado con el resto del planeta o tal vez un ordenador portátil desde el que redactar las entradas de un blog...

Y es que estamos ante una película cuando menos singular. Lo es, ya de entrada, por su planteamiento, basado en una idea del siempre genial Rafael Azcona. Pero también por el estrafalario atuendo que luce Fernando Fernán Gómez, ataviado siempre con chándal y, en las primeras secuencias, con unas melenas larguísimas. Hasta el título resulta bastante irónico, ya que semejante personaje no tiene nada de ermitaño solitario, sino que lo vienen a visitar cada tarde sus amigos para jugar al dominó.



No menos sorprendente es el hecho de que se trate del único largometraje dirigido por Juan Estelrich (Barcelona, 1927-Madrid, 1993), excelente jefe de producción que, a pesar de la buena acogida en el Festival de Berlín de su ópera prima, o no pudo o no quiso repetir la experiencia tras las cámaras. Y ocurre un poco lo mismo con la bella Martine Audó (doblada por Amparo Soler Leal), que hacía aquí su presentación como actriz, pero cuya carrera apenas tendría después continuidad, más allá de un par de películas a las órdenes de Carlos Benpar.

Las Suites para violonchelo de Bach (interpretadas, una y otra vez, por un tal señor Polack al que nunca se llega a ver) le acaban dando el toque ligeramente sombrío a una cinta que, entre bromas y veras, nos habla con grandes dosis de cinismo de la soledad y la incomunicación que atenazan al individuo en el mundo moderno.


martes, 17 de marzo de 2020

El ángel exterminador (1962)




Director: Luis Buñuel
Méjico, 1962, 95 minutos

El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel


El ángel exterminador es una de las raras películas mías que he vuelto a ver. Y [...] lo que veo en ella es un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo. Eso ocurre a menudo en mis películas. En La edad de oro, una pareja quiere unirse, sin conseguirlo. En Ese oscuro objeto del deseo, se trata del deseo sexual de un hombre en trance de envejecimiento, que nunca se satisface. Los personajes del Discreto encanto quieren a toda costa cenar juntos y no lo consiguen. Quizá pudieran encontrarse otros ejemplos...

Luis Buñuel
Mi último suspiro
Traducción de Ana María de la Fuente

¿Con la que está cayendo, qué película podría haber más oportuna que El ángel exterminador? Oportuna y oportunista, lo admito, pero ¿cómo no sucumbir, hallándose la práctica totalidad del país en un apuro remotamente parecido al de sus protagonistas, a la tentación de revisar, por enésima vez, uno de los clásicos incontestables de la historia del cine? Y debo confesar que, dadas las circunstancias, hoy me ha parecido menos surrealista que nunca.

De hecho, Luis Buñuel negó siempre que hubiese ningún tipo de simbolismo oculto ni en el oso (que algunos identificaron con la Unión Soviética) ni en el rebaño de ovejas, que podría pasar perfectamente por una metáfora del cristianismo. Como baldío resulta todo intento por esclarecer qué fuerza suprema es la que impide a "los náufragos de la calle Providencia" abandonar la mansión en la que se hallan recluidos.



Se intuye, eso sí, una inquina considerable contra el orden establecido, fundamentalmente hacia los burgueses, a quienes el genio de Calanda, a fuerza de despojarlos de su refinamiento, degrada hasta la animalidad, y una jerarquía eclesiástica que tiene toda la pinta de ser la próxima víctima propiciatoria a juzgar por ese final, con los borregos entrando en el templo, tan turbador como abiertamente blasfemo (¿o es que lo que va a ocurrir allí adentro distará gran cosa de lo acontecido en la casa?).

Y, sin embargo, parece que el cineasta no quedó muy satisfecho con el resultado final, habida cuenta de la escasez material en la que se desarrolló el rodaje (es proverbial la anécdota, que recogen la mayor parte de fuentes, según la cual sólo dispusieron, para la escena del banquete, de una servilleta de encaje, que hubo de ser filmada en primer plano cada vez que el encuadre cambiaba de comensal). Buñuel consideraba que ésta era una historia para haberla filmado en Francia o en Inglaterra, en un lugar en el que la gente supiera cómo se lleva un frac. Y aunque el productor Gustavo Alatriste le dio libertad creativa total, años más tarde declararía que tal vez tendría que haber hecho que los invitados acabasen cometiendo canibalismo. Desde luego, el hombre no se andaba con chiquitas...


lunes, 16 de marzo de 2020

Borgman (2013)




Director: Alex van Warmerdam
Holanda/Bélgica/Dinamarca, 2013, 113 minutos

Borgman (2013) de Alex van Warmerdam


Quienes sientan debilidad por la reciente Parásitos están obligados a ver, sí o sí, esta cinta holandesa de hace algunos años que resultó vencedora en el festival de Sitges. Y es que el coreano Bong Joon-ho tuvo por fuerza que inspirarse en ella, a juzgar por las muchas similitudes que comparten. Tanto es así que hasta las respectivas casas familiares donde transcurre la acción parecen diseñadas por el mismo arquitecto. Aunque hay, de todos modos, una diferencia capital entre ambos filmes: que mientras Parásitos tiende a una cierta crítica social, Borgman tira más hacia lo fantástico e incluso el cine de terror.

¿Y, a su vez, en quién se inspiró el actor y director Alex van Warmerdam para escribir esta película? Pues es bastante probable que en títulos como El séptimo continente (1989) y, sobre todo, las dos versiones de Funny Games (1997-2007). De hecho, en su momento se la promocionó diciendo que era el cruce perfecto entre Canino (2009) y Michael Haneke.



Uno de los elementos definitorios de Borgman pasa por hacer que lo sobrenatural irrumpa en lo cotidiano, un poco en la línea de clásicos del género, a nivel literario, como H. P. Lovecraft. De ahí que la trama se sitúe en un barrio residencial de alto standing cuyos moradores se muestran especialmente reacios a acoger a mendigos o a personas de minorías raciales. Quizá por ello una inquietante secta de homúnculos abandonará las profundidades del bosque para ir gradualmente infiltrándose en la vivienda y aun en las vidas de una de esas familias modélicas.

Marina (Hadewych Minis) confiesa a su marido que "hay algo que nos rodea", para, acto seguido, manifestar en voz alta el sentimiento de culpa que la corroe: "Somos afortunados y los afortunados deben ser castigados..." Maldición que, poco a poco, se va a ir concretando con el concurso de ingredientes tan infaliblemente turbadores como puedan ser los propios hijos de la pareja, una joven niñera danesa, jardineros insolentes, misteriosas cicatrices en la espalda o una sigilosa pareja de galgos que se pasea por la finca como Pedro por su casa.


domingo, 15 de marzo de 2020

Buried (2010)




Título en español: Enterrado
Director: Rodrigo Cortés
España, 2010, 95 minutos

Buried (2010) de Rodrigo Cortés


Vivimos días de confinamiento, atrincherados a la espera de que amaine la pandemia. Reclusión que a más de uno se le antojará insufrible, puede que hasta claustrofóbica. Aunque podría ser peor: podríamos estar bajo tierra como el protagonista de Buried, aquel guion imposible de filmar, incluido en la célebre Blacklist hollywoodense, que el gallego (y salmantino de adopción) Rodrigo Cortés se atrevió a rodar en apenas diecisiete días y con un solo intérprete.

Exigente ejercicio de estilo en la más pura tradición hitchcockiana cuya única premisa era mantener en vilo al espectador durante noventa minutos sin salir, en ningún momento, de los límites de un ataúd. Dinamismo que se logra, además de a través de la convulsa banda sonora compuesta por Víctor Reyes, jugando continuamente con una iluminación escasa pero cambiante a base de elementos tan sencillos como un encendedor, un teléfono móvil, una linterna o un led.



Ryan Reynolds se dejó literalmente la piel durante un rodaje que tuvo lugar en Barcelona, pese a que la acción transcurra teóricamente en Irak. Su personaje, conductor norteamericano para una empresa de servicios, es víctima de un ataque terrorista, por lo que será enterrado vivo a la espera de que paguen un cuantioso rescate por él.

Los verosimilistas alegarán, tal vez, que una persona difícilmente podría aguantar hora y media sepultada sin que se le acabase antes el oxígeno (sobre todo si mantiene encendido el mechero) o que la batería de su BlackBerry dura demasiado tiempo con tan sólo tres rayitas de carga. Ni siquiera a un Zippo le cabe tanta gasolina en su interior... Minucias, si se comparan con la maestría demostrada por Cortés a la hora de filmar el interior de un féretro mediante angulaciones de todo tipo y sin repetir ni un solo plano.


sábado, 14 de marzo de 2020

Abre los ojos (1997)




Director: Alejandro Amenábar
España/Francia/Italia, 1997, 117 minutos

Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar

Si no fuera porque, a priori, Alejandro Amenábar y Mateo Gil parecen dos tipos cuyos referentes están a años luz de nuestro Siglo de Oro, se diría que a la hora de escribir el guion de Abre los ojos tuvieron en mente La vida es sueño de Calderón de la Barca. Porque a su protagonista, César (Eduardo Noriega), le ocurre un poco lo mismo que al Segismundo calderoniano, quien, tras haber pasado un tiempo en la corte del rey de Polonia, vuelve a despertar en la torre que había sido su prisión desde que naciera.

¿Qué es verdad qué es mentira...? Lo único cierto es que, al plantear la existencia de realidades paralelas, la película que nos ocupa se avanzaba en dos años a Matrix (1999), si bien su estilo bebe menos de la ciencia ficción y muchísimo del thriller. Tiene, asimismo, algo de El hombre elefante (1980) de David Lynch o incluso de Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, probablemente más por azar que no por voluntad expresa de sus creadores.



Sin embargo, las continuas alusiones a los sueños o a la criogenización sitúan el relato en una tesitura que llega a poner en tela de juicio los límites de la realidad hasta hacernos dudar de nuestra propia existencia. A este respecto, el imperativo del título supone una invitación a cuestionarse desde una nueva óptica todo aquello que nos rodea, máxime cuando la ciencia hace ya tiempo que demostró cuán poco fiables son las percepciones sensoriales.

Queda, al margen de su potente carga filosófica, una historia de amor imposible: la de un joven que se enamora perdidamente de una chica que sólo existe en su vida onírica (Penélope Cruz); o que ve cómo una intrusa (Najwa Nimri), procedente de sus pesadillas más recurrentes, usurpa la personalidad de aquélla hasta desconcertar a César y al propio espectador a propósito de cuál es la auténtica. ¿Y si todos nosotros no fuésemos más que imágenes de un mundo imaginario? Al borde del abismo, desde lo alto de la Torre Picasso, o en plena Gran Vía madrileña, inusualmente desierta, César podría decir con Segismundo aquello de: "el vivir sólo es soñar; / y la experiencia me enseña / que el hombre que vive sueña / lo que es hasta despertar..."