martes, 28 de julio de 2020

Eugenio (2018)




Directores: Òscar Moreno, Xavier Baig y Jordi Rovira
España, 2018, 94 minutos

Eugenio (2018) de Moreno, Baig y Rovira

Un hombre muy serio que tenía mucha gracia. O un humorista cuyas ocurrencias ocultaban una dolorosa tragedia personal... La figura estilizada de Eugenio, impertérritamente vestido de negro, adquirió popularidad a principios de los ochenta gracias a la venta masiva de casetes y, sobre todo, a la gran cantidad de galas ofrecidas por el catalán en pubs, discotecas y platós de televisión.

No obstante, la carrera de Eugeni Jofra (1941-2001) había comenzado mucho antes, cuando, a finales de los años sesenta, formó junto a Conchita, la que fuera su primera esposa y mujer de su vida, el dúo musical de aires folk "Els dos". Y con anterioridad había trabajado, incluso, como diseñador de joyas, algunas de las cuales solía lucir en sus espectáculos.



Y es que, tal y como se desprende del documental Eugenio (2018), codirigido por Òscar Moreno, Xavier Baig y Jordi Rovira, había una dimensión profundamente mística en todo lo que hacía este singular ser humano. Así lo atestiguan sus hijos y segunda mujer, quienes, por otra parte, desvelan facetas menos conocidas de la personalidad de un padre de familia que, desbordado por la fama, acabaría sucumbiendo a los cantos de sirena de la noche y al consumo de determinadas sustancias, generalmente poco o nada saludables.

A veces insólito y siempre interesante, el retrato que aquí se nos ofrece va mucho más allá de la imagen amable del artista que supo como nadie hacer reír al público, con un estilo sobrio, inteligente, personalísimo, y profundiza en el alma recóndita de aquel señor tímido que un buen día, con un whisky y un cigarro como únicas armas, decidió sentarse en el taburete para contarnos un chiste.


Sexo, maracas y chihuahuas (2016)




Director: Diego Mas Trelles
España, 2016, 87 minutos

Sexo, maracas y chihuahuas (2016)
de Diego Mas Trelles


No era un tipo apuesto que respondiese al perfil del típico Latin Lover. Y, sin embargo, Xavier Cugat (1900-1990) supo jugar sus cartas con una habilidad extraordinaria. Fue tal la popularidad por él alcanzada que contó con la amistad de varios presidentes norteamericanos y hasta trabajó para Al Capone, amén de haber participado en más de veinte producciones hollywoodenses y presumir de ser el descubridor de talentos tan rutilantes (y tan dispares) como Frank Sinatra, Rita Hayworth o Woody Allen.

O eso, al menos, es lo que se desprende de las múltiples declaraciones del violinista y director de orquesta contenidas en Sexo, maracas y chihuahuas, documental dirigido por Diego Mas Trelles a mayor gloria de un hombre, nacido en Gerona y emigrado a Cuba, que pasó en cinco ocasiones por el altar y al que no le hacía falta abuela a juzgar por la cantidad de veces que, en múltiples entrevistas y declaraciones de archivo, afirma haber sido el primero en esto, aquello y lo de más allá. Y es que, si al otro lado del Atlántico, por aquellas mismas fechas, Franco inauguraba pantanos que aplacasen la "pertinaz sequía", el avispado 'Cugui' (como le apodaban sus íntimos) inauguraba los casinos por docenas en la incipiente industria del ocio de Las Vegas.



Ya entrado en años, el otrora coleccionista de estrellas en el Paseo de la Fama y excelente dibujante decidió volver a su patria, estableciéndose en el Hotel Ritz de Barcelona, adonde solía dirigirse montado en un imponente Rolls-Royce dorado. Poco importa que luciese un aparatoso peluquín o que las inclemencias del tiempo hubiesen hecho mella sobre su figura hasta aproximarla a la de un viejo verde: octogenario e incansablemente vitalista, todavía seguía apadrinando a jóvenes promesas (entre ellas la hoy célebre Nina de OT) con la intención de catapultarlas a la fama.

Sin embargo, y a pesar de que la inmensa mayoría de personalidades que aportan su testimonio (Isabel Coixet, Javier Gurruchaga, Chucho Valdés…) alaban el legado del artista, no faltan voces discordantes como la del historiador Romà Gubern, quien tilda a Cugat de oportunista y personaje de reputación como mínimo dudosa. Sea como fuere, lo cierto es que hasta el final de sus días este catalán universal demostró un olfato inigualable para los negocios, ya fuese vendiendo pipas, chihuahuas o lo que se terciase.


lunes, 27 de julio de 2020

Amor (2012)




Título original: Amour
Director: Michael Haneke
Francia/Alemania/Austria, 2012, 127 minutos

Amor (2012) de Michael Haneke

El estilo Haneke, con sus silencios y tomas largas, se reconoce muy fácilmente. Apenas Cassavetes (y algún otro cineasta en la misma línea de autor independiente) se han atrevido a aguantar tanto el plano. Una caligrafía meticulosa, descarnada, sin concesiones ni sentimentalismos de ningún tipo, que alcanzaba su punto culminante gracias a una cinta de título tan sencillo como profundo. Que no es, sin embargo, el amor que inventaron los trovadores y exacerbaron, después, los románticos, sino un sentimiento mucho más apegado a la realidad. Habrá quien acuse al director austriaco de cruel por su particular acercamiento a los achaques que entraña la senectud, pero ése es un debate (incluso una polémica) que siempre ha motivado su filmografía cualesquiera que fueran los temas por él abordados.

Fiel a sus principios, Haneke practica el arte de incomodar con esa ausencia de respuestas que le es tan propia. Y lo hace comenzando el relato por el final, cuando los bomberos irrumpen en el apartamento de la pareja protagonista, en cuyo interior se haya el cuerpo sin vida de Anne (Emmanuelle Riva), dispuesto de tal manera que podría llevarnos a pensar en algún ritual un tanto macabro. Ahí residirá precisamente el reto: en hacer comprender al espectador, durante las próximas dos horas, que es un acto de amor, y no otra cosa, lo que ha conducido a semejante desenlace.



Amour nos sitúa, por tanto, frente a un dilema de muy difícil solución (si es que la tiene): ¿cómo gestionar el dolor de un ser querido? Georges (Jean-Louis Trintignant) ha compartido con Anne toda una vida, por lo que le resultará especialmente doloroso asistir al proceso degenerativo de la enfermedad de su mujer. Sin embargo, la conducta del esposo, a pesar de los temores que lo asedian (magistral la escena de la pesadilla) está exenta de todo patetismo. En cambio, a Eva (Isabelle Huppert), la hija en común de ambos, le cuesta un poco más asumir la situación. O, por lo menos, tiene otra forma de exteriorizar la angustia que le genera el ver a la madre postrada y en un estado de creciente dependencia.

Pese a situarse en un plano aparentemente secundario, la música (Impromptus de Schubert, Bagatelas de Beethoven) posee un rol esencial en esta película. De entrada, porque los octogenarios Anne y Georges fueron profesores de piano. Y Eva y su marido también están vinculados profesionalmente con ocupaciones musicales. Hasta el papel de antiguo alumno de Anne es interpretado por Alexandre Tharaud, un afamado pianista en la vida real. No obstante, el valor de dicha melomanía, en un filme que originariamente estaba previsto que se titulase La musique s'arrête, es más bien simbólico: la armonía vital y el cese repentino de ésta; el afán desesperado del ser humano por dotar de poesía el sinsentido de su existencia.


domingo, 26 de julio de 2020

Hiroshima, mon amour (1959)




Director: Alain Resnais
Francia/Japón, 1959, 90 minutos

Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais

Dos desconocidos en una ciudad espectral cuyo nombre permanecerá para siempre asociado al horror de una explosión nuclear. Él (Eiji Okada) sobrevivió a la bomba y ahora trabaja como arquitecto. Ella (Emmanuelle Riva) es una actriz francesa que se halla de paso en Japón para rodar una película antibelicista. Tanto el uno como la otra quedaron marcados por vivencias traumáticas. Ambos están casados. El suyo es, pues, un amor imposible. Lo cual no impide que mantengan una relación fugaz.

Título fundacional de la Nouvelle vague, Hiroshima mon amour (1959) conserva intacta, seis décadas después de su presentación en el Festival de Cannes, la elegancia de un estilo minimalista construido, en sobrio blanco y negro, a base de flashbacks. Una forma radicalmente innovadora de hacer cine que, en lo sucesivo, iba a revolucionar el lenguaje fílmico hasta remover por completo los cimientos de la propia gramática audiovisual.



Sin embargo, lo verdaderamente significativo, más que su forma, es el mensaje de una cinta protagonizada por dos seres que pretenden aliviar con un poco de amor (aunque sea pasajero y furtivo) el nihilismo que atenaza sus respectivas existencias. ¿Cómo sobrevivir, si no, en la vacuidad del mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial? En ese sentido, las terribles imágenes con las que se abre la película, procedentes del filme Hiroshima (1953) de Hideo Sekigawa, no invitan precisamente al optimismo. Como tampoco parece que Ella se haya recuperado del todo del calvario que le hicieron pasar en la pequeña localidad de Nevers...

Y es que Resnais plantea, a partir del guion de Marguerite Duras, un curioso paralelismo según el cual las heridas causadas por la intolerancia tardan tanto o más en cicatrizar que las ocasionadas por la metralla. De modo que la muchacha, a quien los vecinos le raparon la cabeza y sus propios padres la encerraron en un frío sótano por haberse enamorado de un soldado alemán, padece ahora las secuelas de tantas penalidades como sufrió.


sábado, 25 de julio de 2020

La habitación verde (1978)




Título original: La chambre verte
Director: François Truffaut
Francia, 1978, 94 minutos

La habitación verde (1978) de François Truffaut


La chambre verte es otra película clave, que expone la verdad íntima de la nostalgia excesiva por el pasado de Truffaut. Una fidelidad casi militante a los muertos, al pasado, a todo lo que ya no es, un rechazo polémico de la celebración amnésica del presente que caracteriza a las sociedades modernas.

Cyril Neyrat
Traducción de Rafael Yáñez Durán

El tenebrismo de la dirección de fotografía que Néstor Almendros concibió para La chambre verte es, en sí mismo, el fiel reflejo de una historia abiertamente necrófila cuyo fracaso comercial acabaría motivando que Truffaut, tras haber encabezado previamente el reparto de L'enfant sauvage (1970) y La nuit américaine (1973), ya no volviese a protagonizar ninguna más de sus restantes películas.

Su personaje en la cinta que nos ocupa es un gris periodista llamado Julien Davenne, redactor de un diario de segunda fila para el que escribe notas necrológicas. Todo en él recuerda a la muerte, desde su apariencia cetrina y cenicienta hasta la habitación que da título al filme y que es un verdadero santuario repleto de las reliquias que un día pertenecieron a su esposa, fallecida una década atrás. A este respecto, parece como si Davenne, defraudado por la vida, renegase de ella con la intención de corregir la injusticia que supone el progresivo olvido de quienes ya no están en este mundo.



Es la suya, por lo tanto, una locura muy particular, tan lúcida como la de un quijote, si bien la incomprensión de los demás provocará que el susodicho vaya poco a poco recluyéndose en el universo macabro que ha construido en torno a la memoria de la difunta Julie y que, después de un incendio fortuito, hará extensible al resto de sus ídolos (incluido el propio Henry James, autor de los relatos en los que se basa el guion del filme) en una capilla siempre repleta de cirios crepitantes que ha mandado reconstruir ex profeso.

Sólo la joven Cécilia (Nathalie Baye) parece dispuesta a seguir a Davenne en su paranoia, más por amor que por convicción. De la misma manera que el pequeño Georges (Patrick Maléon), un niño sordomudo que vive en la misma casa que el protagonista, hace aflorar en el hombre instintos paternos similares a los que presidían la relación entre el doctor Itard y Victor en la ya mencionada L'enfant sauvage (título, como éste, coescrito por Jean Gruault y en el que también actuaba Jean Dasté, que aquí interpreta al director del periódico).


viernes, 24 de julio de 2020

La piel dura (1976)




Título original: L'argent de poche
Director: François Truffaut
Francia, 1976, 104 minutos

La piel dura (1976) de François Truffaut


« Les enfants se cognent contre tout, ils se cognent contre la vie mais ils ont la grâce et ils ont aussi la peau dure... » Palabras de la mujer del maestro de escuela que, aparte de haber sugerido el título de la versión española, ilustran con claridad meridiana el asunto de un viejo proyecto que Truffaut venía acariciando desde los inicios de su carrera. De hecho, L'argent de poche ("calderilla" o "la paga" de los críos sería la traducción) empezó a gestarse mientras el cineasta rodaba su ópera prima: aquellos quatre cents coups que ya contenían un buen número de escenas filmadas en un aula.

Luego vino L'enfant sauvage (1970), que, con la finalidad de documentarse, obligó al director a pasar bastante tiempo en una institución para sordomudos. De modo que la idea de dedicar un filme por entero a la infancia se fue fraguando en el ánimo del francés hasta cuajar en una cinta coral, rodada en una pequeña localidad de provincias e interpretada, en buena medida, por actores no profesionales. Un carácter colectivo que Truffaut, tal y como él mismo reconocería en numerosas entrevistas, aprendió a manejar durante el rodaje de La nuit américaine (1973), filme en buena medida precursor del que nos ocupa por lo que tiene de estudio de un grupo humano.



Los habitantes de Thiers, municipio del centro de Francia, y, sobre todo, sus niños protagonizan una estampa cuyos momentos de máxima actividad social se limitan al cine de los domingos y poca cosa más. Aunque el relato se irá deteniendo en las vidas de algunos de los componentes que integran el mosaico. Como Patrick, encargado de cuidar de su padre minusválido y platónicamente enamorado de la madre de un compañero de clase. O el pobre Leclou, miembro de una familia desestructurada que lo maltrata y en el que se adivina un trasunto del propio Truffaut.

Relacionado con lo anterior, el emotivo discurso final del profesor Richet (Jean-François Stévenin) aporta algunas claves a propósito del particular punto de vista de François Truffaut en lo concerniente a temas de importancia capital para él como la educación o la infancia. Así pues, el niño que crece sin recibir el afecto necesario se acabará sintiendo culpable. De la misma manera que si los menores tuviesen derecho a voto seguro que serían objeto de mayor atención por parte de unas autoridades que no siempre hacen lo necesario para velar por sus derechos. Sin embargo, acabar el curso (y la película) con semejante arenga sería demasiado solemne, por lo que, con muy buen criterio, el director opta por cerrar el conjunto con el primer beso de Patrick, en lo que supone, simbólicamente, la entrada del muchacho en el mundo de los adultos.


jueves, 23 de julio de 2020

La noche americana (1973)




Título original: La nuit américaine
Director: François Truffaut
Francia/Italia, 1973, 116 minutos

La noche americana (1973) de François Truffaut


La magia del cine desde el interior de un rodaje, con su ritmo frenético repleto de imprevistos, mostrando las costuras de lo que, tras vencer mil y un obstáculos, producirá la ilusión de realidad al ser proyectado sobre una pantalla. El propio título, La nuit américaine, no es sino una referencia a lo aparente: los filtros, efectos y demás engranajes de los que se sirve el director, ese individuo al que los miembros del equipo no paran de atosigar con toda clase de preguntas (y para las que sólo alguna vez tiene respuesta), a la hora de darle forma a los sueños que, poco a poco, ha ido forjando en su mente.

Al margen del juego metafílmico que plantea Truffaut en esta obra maestra, son las reflexiones en voz alta de su alter ego Ferrand las que merece la pena analizar con detenimiento: "Hacer una película es como un viaje en diligencia a través del lejano Oeste. Cuando comienzas, esperas un viaje agradable. A mitad de camino, te conformas con sobrevivir..." O las palabras que dedica a Alphonse (Jean-Pierre Léaud), fiel reflejo de las que debió de decirle cientos de veces a su pupilo: "Las películas son más armoniosas que la vida: no hay atascos en las películas, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como trenes, como trenes en la noche. La gente como tú y como yo está hecha para ser feliz en el trabajo, en nuestro trabajo cinematográfico."



El Gran Coral compuesto por Georges Delerue sobre la base de una sonoridad inconfundiblemente barroca transmite la idea de work in progress, de hormiguero humano en el que unos y otros (actores, script girls, maquilladoras, especialistas de muy diversa índole) aportan su grano de arena para que se produzca el milagro. Una banda sonora que es uno de los rasgos distintivos (y más recordados) del conjunto y cuyas notas, que bien pudieran pasar por un virtuoso capricho de Bach o de Händel, traducen a la perfección el torbellino de alegrías y amarguras, amoríos y desencuentros que tienen lugar en torno a la filmación de una película.

Se dice que el éxito de La nuit américaine, coronado con un Óscar a la mejor cinta de habla no inglesa (más otras tres nominaciones), motivó el desprecio airado de Godard, quien acusó a su antiguo compañero de correrías críticas en los tiempos de Cahiers du Cinéma de haberse sometido a los dictados del convencionalismo mainstream. Real o no, pese a que es del todo cierto que ambos cineastas acabaron distanciándose, la anécdota remite a la asimilación de los postulados de la otrora revolucionaria Nouvelle vague por parte de una industria en crisis perpetua desde hacía más de una década y que, más tarde o más temprano, siempre termina por fagocitar a sus enfants terrible por muy díscolos que éstos sean. Quizá por ello Ferrand, que atesora en su despacho libros a propósito de los más grandes directores de la historia, se ve asaltado, noche tras noche, por una pesadilla recurrente en blanco y negro: la de un niño adulto que regresa a una sala en la que reponen Ciudadano Kane (1941).


miércoles, 22 de julio de 2020

Mata-Hari, agente H-21 (1964)




Título original: Mata Hari, agent H21
Director: Jean-Louis Richard
Francia/Italia, 1964, 98 minutos

Mata-Hari, agente H-21 (1964) de Jean-Louis Richard

Arranca la película con Jeanne Moreau sobre el escenario metamorfoseada en Mata-Hari. Bajo su aspecto de apsara exótica se esconde, en realidad, una de las espías más eficaces que hayan visto los siglos. Por lo menos la más mítica: aquella cuyo nombre se acabaría convirtiendo en sinónimo de seducción y glamur (aunque investigaciones recientes tiendan a restarle importancia a su trascendencia histórica, considerándola un mero chivo expiatorio del que se sirvió Francia para justificar algunos de sus reveses durante la Primera Guerra Mundial).

Sea como fuere, Jean-Louis Richard y François Truffaut (director y guionista, respectivamente, de la cinta) quisieron ver en esta femme fatale un tanto sui géneris, que ya fuera inmortalizada por Greta Garbo a principios de los años treinta, al prototipo de mujer moderna, independiente, liberada, experta en utilizar a los hombres para obtener valiosas informaciones que vender al enemigo, pero, al mismo tiempo, capaz de enamorarse perdidamente de una de sus víctimas: el apuesto capitán Lasalle (Jean-Louis Trintignant).



En ese orden de cosas, Truffaut concibe la sensualidad sofisticada del personaje como una oportunidad para poner en práctica algunos de los resortes habituales en el suspense entendido al modo hitchcockiano (véase, al respecto, la escena del cambiazo de un maletín por otro), amén de actualizar su figura legendaria en clave deliberadamente comercial.

Lejos de la experimentación formal de la Nouvelle vague (y pese a un fugaz e innecesario cameo de Jean-Pierre Léaud, actor fetiche de dicho movimiento), las andanzas de la agente H-21 responden a los parámetros del cine clásico (algo a lo que contribuye la fotografía en blanco y negro de Michel Kelber), con momentos de acción al más puro estilo bélico como el acorralamiento de Mata-Hari y su amante en una casa abandonada, desde donde repelen a un escuadrón alemán lanzándole granadas, o el patetismo de la escena final, cuando la protagonista, acusada de alta traición, es fusilada sin miramientos.


martes, 21 de julio de 2020

Jules y Jim (1962)




Título original: Jules et Jim
Director: François Truffaut
Francia, 1962, 105 minutos

Jules y Jim (1962) de François Truffaut


Tanto ha cambiado el mundo desde que Truffaut rodase Jules et Jim (y no digamos con respecto al tiempo en el que Henri-Pierre Roché publicó su novela) que hoy a muchos les costará trabajo percibir el carácter subversivo de una película tan audaz en su temática como en lo formal. Pero hablar explícitamente (y sin prejuicios) de triángulos amorosos y relaciones abiertas representaba, a principios de los sesenta, toda una osadía. Que, bastantes años después, el recientemente desaparecido Luis Eduardo Aute también contribuiría a banalizar cuando cantaba aquello de: "Una de dos, / o me llevo a esa mujer / o entre los tres nos organizamos, / si puede ser..."

Bromas al margen, lo cierto es que se comprende a la perfección el entusiasmo que la cinta despertó en un cineasta como Renoir, habida cuenta de las similitudes estilísticas y de espíritu que ésta comparte con Une partie de campagne (1946). De hecho, ya sea verídica o espuria, la anécdota de que Truffaut llevó varios años en el bolsillo de su americana la elogiosa carta que le dedicó el maestro explica bien a las claras la admiración mutua que ambos se profesaban.



Tercer largometraje de su director, Jules et Jim supuso la consagración definitiva de quienes participaron en él: Henri Serre (Jim), el austriaco Oskar Werner (Jules), que volvería a trabajar a las órdenes del realizador en Fahrenheit 451 (1966) y que, casualidades del destino, fallecería tan sólo dos días después que el propio Truffaut (el 23 de octubre del 84) víctima de un infarto.

Fresca, desinhibida, Catherine (Jeanne Moreau) es, paradójicamente, la verdadera protagonista de un filme cuyo título alude a los dos hombres que comparten con ella su amor y su vida a lo largo de varios decenios. Un retrato muy Nouvelle vague en el que la persistente voz en off, unida a la fotografía en blanco y negro de Raoul Coutard y la estridente banda sonora de Georges Delerue (con permiso de Bassiak, seudónimo de Serge Rezvani, quien interviene puntualmente para interpretar, junto a Moreau, "Le Tourbillon") conforman la esencia de una obra maestra tan personal como irrepetible.


lunes, 20 de julio de 2020

Rostro al mar (1951)




Director: Carlos Serrano de Osma
España, 1951, 83 minutos

Rostro al mar (1951) de Carlos Serrano de Osma


ALBERTO: Estuvimos todos al borde de lo imposible, de lo irremediable. 
ISABEL: Pero ahora vuelve la vida. 
ALBERTO: Vuelve el amor, la paz...

Aunque el encargado de dirigir la película sería Carlos Serrano de Osma, Rostro al mar (1951) fue un proyecto muy vinculado al actor y productor catalán Antonio Bofarull (1895–1973). De ahí que la cinta posea un innegable toque local, presente en detalles como los exteriores filmados en Cadaqués, la participación en una escena del Esbart dançaire de Figueres, el utilizar la melodía de la canción tradicional "EL rossinyol" como leitmotiv de la banda sonora o el hecho de que la medalla que Isabel (Eulalia Montero) le entrega a su marido contenga la efigie de La Moreneta.

Sin embargo, lo más remarcable del filme radica en su argumento (coescrito, entre otros, por el futuro realizador Julio Coll, quien figura en los títulos de crédito iniciales bajo el seudónimo de J. Huiman). Y es que atreverse en aquellos años a contar la historia de un exiliado republicano representaba poco menos que una osadía, si bien Alberto Santisteban (interpretado por el italiano Carlo Tamberlani) tendrá tiempo de arrepentirse de sus "pecados" de juventud.

Alberto (Carlo Tamberlani)


Arranca la acción con imágenes de archivo de la contienda y un matrimonio que llega, en enero de 1939, a la frontera francesa. Isabel (Eulalia Montero) está a punto de dar a luz. En plena noche, avanzando a duras penas con el ruido de fondo de los bombardeos, el automóvil que conduce Alberto llega a una casa cuyas puertas están cerradas. Lo cual no es óbice para que el hombre las fuerce de un disparo y se cuele en el interior. Tan desesperante es la situación que, habiendo instalado a su esposa en una cama (y sin ni siquiera pararse a hablar con los moradores), el hombre sale corriendo en busca de un médico. Pero todo es en vano, porque lo único que hallará en el lugar son ruinas y explosiones. No obstante, al regresar se lleva una grata sorpresa: doña Marta (Camino Garrigó) lo ha dispuesto todo para que, mientras él estaba fuera, su mujer alumbre a una hermosa niña que, en agradecimiento, llevará el nombre de Martita.

Aun así, los nacionales están al caer y, ante el temor de represalias, Alberto decide marcharse él solo a Marsella, dejando a Isabel y a su hija a cargo de doña Marta. Los avatares que allí le esperan no son pocos: unos camaradas del Partido que más parecen mafiosos traicioneros que comunistas, varios años de internamiento en un campo de trabajos forzados dirigido por inflexibles estajanovistas (de los campos de exterminio nazi no se dice ni media palabra...) y, por último, en una pirueta del destino, un capitán de barco (Antonio Bofarull), casualmente hijo de doña Marta, dispuesto a ayudar al antiguo republicano y a ejercer, pese a algunas reticencias iniciales, de padrino de Isabel y la niña...

Isabel (Eulalia Montero) y Manuel (Antonio Bofarull)

domingo, 19 de julio de 2020

No te puedes fiar ni de la cigüeña (1973)




Título original: L'événement le plus important depuis que l'homme a marché sur la Lune
Director: Jacques Demy
Francia/Italia, 1973, 92 minutos

No te puedes fiar ni de la cigüeña (1973)
de Jacques Demy

A pesar de haberle obligado a cambiar el final por otro menos punzante, la idea básica de esta comedia tan atípica sigue siendo, casi cinco décadas después de su estreno, cuando menos transgresora. Porque eso de que un hombre se quede embarazado resulta, ciertamente, embarazoso. O, como rezaba el título original en francés de la película: "El acontecimiento más importante desde que el hombre pisó la luna".

Demy, cineasta dotado de una sensibilidad extrema, quiso poner en tela de juicio los roles tradicionalmente asignados a uno u otro sexo. Y lo hizo arremetiendo allí donde más dolía, asignándole a Marco Mazetti, un aguerrido profesor de autoescuela italiano al que da vida el otrora galán Marcello Mastroianni, la característica definitoria por excelencia de la feminidad.



Pareja de hecho, por aquel entonces, en la vida real, la Deneuve y Mastroianni encarnan a dos modestos ciudadanos de clase trabajadora que, de la noche a la mañana, se ven envueltos en una vorágine mediática sin precedentes que amenaza con cambiar el rumbo de la humanidad. De hecho, la maternidad (o paternidad, sería más acertado decir) es un arma de doble filo, ya que, por una parte, hace aflorar en el macho su lado más tierno, pero, al mismo tiempo, ¿qué pasaría si cundiera el ejemplo de los Mazetti? ¿Se duplicaría la población mundial en pocos años si los hombres, además de las mujeres, comenzasen a dar a luz?

Las visitas al ginecólogo, los equívocos que provoca la situación en el entorno de la pareja, los antojos del gestante, la incipiente barriguita de un señor con bigote... Situaciones, todas ellas, que Demy sabe resolver con su habitual maestría, mezcla de ingenio y ternura, aunque aderezadas con un sarcasmo hacia los convencionalismos sociales, los medios de comunicación de masas y los malos hábitos (sobre todo alimenticios) de la vida moderna que aún mantiene intacta su vigencia.


sábado, 18 de julio de 2020

Piel de asno (1970)




Título original: Peau d'âne
Director: Jacques Demy
Francia, 1970, 91 minutos

Piel de asno (1970) de Jacques Demy

Il était une fois un roi si grand, si aimé de ses peuples, si respecté de tous ses voisins et de ses alliés, qu'on pouvait dire qu'il était le plus heureux de tous les monarques. Son bonheur était encore confirmé par le choix qu'il avait fait d'une princesse aussi belle que vertueuse; et ces heureux époux vivaient dans une union parfaite. De leur chaste hymen était née une fille, douée de tant de grâces et de charmes, qu'ils ne regrettaient pas de n'avoir pas une plus ample lignée...

Charles Perrault
Peau d'âne

Tres son las fuentes principales de las que bebe este hermoso cuento de hadas, basado en el universo literario de Charles Perrault (1628–1703). Por una parte, Peau d'âne es un homenaje en toda regla al Cocteau de La belle et la bête (1946), obra maestra de cuyo riquísimo repertorio de elementos simbólicos y conceptuales toma prestada (amén de la presencia de Jean Marais) la ambientación, el carácter artesanal de la puesta en escena y hasta recursos tan simples, pero a la vez tan imaginativos, como el uso de la cámara lenta. 

Por otra parte, aunque en menor medida, sería posible también rastrear la influencia de The Wizard of Oz (1939) no sólo en los rasgos fantásticos de la cinta o en su pertenencia al género musical, sino, sobre todo, en el tratamiento del color (por ejemplo, en el caso de los caballos del Rey Rojo). Por último, pese a que no se trate estrictamente de una "fuente", sino más bien de lo que podríamos denominar unidad de estilo, el protagonismo de Catherine Deneuve, así como la banda sonora de Michel Legrand, marcan una continuidad con el exitoso díptico que forman Les parapluies de Cherbourg (1964) y Les demoiselles de Rochefort (1967), filmes con los que éste comparte un mismo candor, que a veces roza la parodia y hasta lo humorístico.



Una fábula que coquetea con el tema del incesto (el padre, tras enviudar, pretende casarse con su propia hija y ésta, aconsejada por su hada madrina, le da largas), pero que destaca por un diseño de vestuario, a cargo del italiano Gitt Magrini, y una dirección artística, supervisada por Jacques Dugied, primorosamente exquisitos. Y que, en el marco espectacular de los castillos de Plessis-Bourré o de Chambord, adonde se rodaron los exteriores, resplandecen todavía más, si cabe.

Brujas que escupen sapos, burros que excretan rubíes y diamantes, lacayos con la cara azul, princesas de aspecto ceniciento que lucen radiantes cuando se las viste con luz de luna o rayos de sol: visualmente, Peau d'âne sigue siendo hoy el mismo portento que hace medio siglo concitó a más de dos millones de espectadores hacia las salas francesas, en lo que constituyó el mayor éxito comercial de la carrera de Jacques Demy.


viernes, 17 de julio de 2020

Las señoritas de Rochefort (1967)




Título original: Les demoiselles de Rochefort
Director: Jacques Demy
Francia, 1967, 121 minutos

Las señoritas de Rochefort (1967) de Jacques Demy

Tras el éxito cosechado por Les parapluies de Cherbourg (1964), filme íntegramente cantado y encantado, Demy contraatacaba con la otra cara de la moneda: una explosión de júbilo y tonos pastel cuya banda sonora corría de nuevo a cargo del sublime Michel Legrand, quien optaría al Óscar de aquel año gracias a una partitura sencillamente extraordinaria. A este respecto, Les demoiselles de Rochefort fue y será siempre una cinta que trasmite alegría de vivir merced a una puesta en escena, entre cómica e incluso paródica, con un punto naíf, que va más allá de los parámetros de lo que es estrictamente el género musical.

Sus personajes son seres puros, despreocupados, que habitan un espacio en el que jamás han regido las aburridas normas del mundo convencional. Por eso la señora Garnier (Danielle Darrieux) tuvo sus gemelas y, muchos años después, al pequeño Boubou a raíz de sendos deslices. Y de ahí, precisamente, que el seráfico Maxence (Jacques Perrin), con su inmaculado vestidito de marinero y su inverosímil cabello teñido de rubio, pueda saltar cada noche el muro de la caserna para ir en busca de su ideal.



Consciente de su condición de autor, Demy invoca los referentes de su generación y aun de su propio universo, con alusiones a la ciudad de Nantes (lugar de nacimiento del director y del ya mencionado recluta-pintor Maxence), Lola (1961) o Les parapluies... Juego de citas en el que también tienen cabida mitos tan dispares como Jules et Jim (1962), de su compañero de filas François Truffaut, o los musicales de Stanley Donen (homenaje, este último, subrayado por la presencia estelar en el reparto del mismísimo Gene Kelly: reclamo tan atractivo, para los espectadores de finales de los sesenta, como el que supuso contar con George Chakiris, célebre tras su participación en West Side Story).

Amores que vienen y van, con esa sencillez que únicamente es capaz de auspiciar el celuloide, durante un fin de semana en el que unos feriantes forasteros instalan su caravana en la soleada plaza del pueblo. Delphine (Catherine Deneuve) y Solange (Françoise Dorléac), hermanas a ambos lados de la pantalla, aprovecharán la ocasión para unirse al convoy rumbo a París: tierra prometida donde les aguarda el éxito en compañía de los hombres apuestos ante cuyos encantos, una y otra, acaban de sucumbir.


jueves, 16 de julio de 2020

Escuela de sirenas (1944)




Título original: Bathing Beauty
Director: George Sidney
EE.UU., 1944, 101 minutos

Escuela de sirenas (1944) de George Sidney


Bobalicona, superficial, cursi... Sí, ¿por qué negarlo? Escuela de sirenas (título español de Bathing Beauty) reúne todas esas "cualidades". Pero, con todo y con eso, sigue siendo un verdadero placer disfrutar de sus números acuáticos, émulos de las coreografías apoteósicas de Busby Berkeley, aunque pasadas por agua. Y lo mismo podría decirse de las actuaciones musicales de Xavier Cugat o el trompetista Harry James con sus respectivas orquestas, las baladas del tenor colombiano Carlos Ramírez y las humoradas de Red Skelton vestido de mujer.

El público, sin embargo, acudía en masa a las salas de proyección para verla a ella, la náyade Esther Williams (1921–2013). En ese sentido, su papel de recatada maestra en un colegio para señoritas de buena familia, adonde se refugia por el despecho de la supuesta infidelidad de su flamante marido, no era sino un pretexto para entretener al respetable en tanto llegaba el momento culminante.



Y la guinda son todas esas sílfides sonrientes zambulléndose en la piscina para completar un ballet submarino que es un primor de belleza y fantasía en Technicolor, amén de hito de la natación sincronizada mucho antes de que Gemma Mengual u Ona Carbonell la convirtiesen en disciplina deportiva de primer orden.

Pero, aparte de las cabriolas de este ejército de esbeltas ondinas, son muchos los momentos que, a buen seguro, el espectador retendrá en su memoria cinéfila: Cugat, catalán universal, completando una de sus célebres caricaturas justo antes de que Lina Romay se arranque, en castellano, con los compases de "Bim, Bam, Bum"; la destreza de la organista Ethel Smith ejecutando al teclado, en compañía de sus alumnas, diversas melodías de enorme complejidad técnica; las argucias del protagonista masculino para librarse de la incómoda presencia de un perro descomunal; etc.


miércoles, 15 de julio de 2020

La máscara de Scaramouche (1963)




Director: Antonio Isasi-Isasmendi
España/Francia/Italia, 1963, 98 minutos

La máscara de Scaramouche (1963)
de Antonio Isasi-Isasmendi


Hijo ilegítimo de un duque, Robert Lafleur, alias Scaramouche (Gérard Barray) tiene fascinado a todo París gracias a sus dotes histriónicas sobre las tablas y a una fama de seductor irresistible que le precede allá adonde fuere. Sin embargo, la llegada del viejo marqués de Souchil, tras quince años como gobernador de Luisina, dará pie al inicio de las pesquisas para averiguar el origen del cómico. Sobre todo porque éste posee una misteriosa cicatriz en el pecho que, además de aclarar quién fue su padre, podría comprometer la reputación de algún ilustre aristócrata...

Lejos de igualar a su modelo, La máscara de Scaramouche nos habla, sin embargo, de un tiempo en el que Europa intentaba competir con Hollywood a base de coproducciones entre diferentes países que aunaban esfuerzos con la finalidad (casi la esperanza) de ofrecer un producto remotamente parecido a las filigranas surgidas de la meca del cine. De ahí que Isasi y su equipo de guionistas mantuviesen, además del personaje que da título a la película, la estructura básica de enredos amorosos, intrigas cortesanas y duelos de esgrima que ya estaba presente en el filme de George Sidney.



Arrancaba la versión francesa con las notas de "Les comédiens", el clásico de Aznavour, interpretado por Jacqueline François. Aunque en la versión en lengua castellana es una voz masculina sin identificar la que canta aquello de "¡Pasen, señores, grandes y chicos! ¡Entren para admirar a los comediantes...!" Y es que, tal vez porque los medios eran escasos, el rigor histórico pasaba aquí a un segundo plano. Por eso el infame marqués de la Tour (Alberto de Mendoza) habla con un acento argentino que no logra disimular del todo o se hace pasar la catedral de Burgos por la parisina Notre-Dame.

El habitual batiburrillo de nacionalidades en este tipo de proyectos internacionales hace que convivan en el reparto nombres tan dispares como los de la italiana Gianna Maria Canale (la posadera Suzanne) o la francesa Michèle Girardon (Diana, ahijada de Souchil) junto a viejas glorias del cine español como Rafael Durán (Señor de Dubalon) o eternos secundarios como Xan das Bolas (Gino) o Jorge Rigaud (duque de Lacoste). El papel de Pierrot, en cambio, colorido cómplice del protagonista, corrió a cargo de Gonzalo Cañas, una joven promesa cuya carrera empezaba a despuntar por aquel entonces.


martes, 14 de julio de 2020

Scaramouche (1952)




Director: George Sidney
EE.UU., 1952, 115 minutos

Scaramouche (1952) de George Sidney

De nuevo George Sidney y de nuevo, como advertía el departamento publicitario de la Metro, "aventura, intriga y romance en Technicolor". Aunque esta vez sin la presencia de Gene Kelly, quien, a pesar del éxito cosechado cuatro años antes con Los tres mosqueteros (1948), fue requerido por los estudios en el último momento para protagonizar otro proyecto (un musical titulado Cantando bajo la lluvia, que cambiaría para siempre la carrera del actor y hasta la de la historia del cine).

Scaramouche representa, como pocos títulos surgidos de aquella factoría de sueños, la época dorada de Hollywood brillando en su máximo esplendor. Con una portentosa dirección artística de fastuosos decorados e insuperable vestuario de época, cuidado hasta el más mínimo detalle, que rezuma el profundo conocimiento y savoir faire del equipo humano que se encargó de levantar ésta y otras obras maestras con el sello inconfundible MGM.



Espadachines, cabalgatas y pelucas empolvadas: rasgos definitorios de una historia de regusto versallesco cuyo elemento característico reside, sin embargo, en adaptar los tipos de la Commedia dell'arte a los estándares de la industria del entretenimiento. Que, por aquel entonces, tenía su máximo referente en el musical, motivo que explicaría el innegable carácter coreográfico de una puesta en escena que culmina en el clímax de ese célebre duelo a espada en el interior del teatro (con sus casi ocho minutos, el más largo jamás filmado) entre el marqués de Maynes (Mel Ferrer) y André Moreau (Stewart Granger).

Una trama en la que resuenan los ecos de la incipiente Revolución Francesa a través de un libelo, titulado Liberté, égalité, fraternité, que inunda hasta el último rincón palaciego para exasperación de María Antonieta (Nina Foch) y el resto de aristócratas ociosos que protagonizan esta historia. No obstante, el guion (quizá porque ya era así en la obra de Rafael Sabatini que lo inspira) pone el acento en el carácter seductor de André, enamorado de Aline (Janet Leigh) pero visceralmente atraído hacia Lenore (Eleanor Parker), y, sobre todo, en su afán por averiguar quién fue su padre, lo cual, como es lógico, no sólo hace avanzar el relato, sino que acabará deparando más de una sorpresa.


lunes, 13 de julio de 2020

Los tres mosqueteros (1948)




Título original: The Three Musketeers
Director: George Sidney
EE.UU., 1948, 125 minutos

Los tres mosqueteros (1948) de George Sidney


Esta joya del cine de aventuras, magníficamente fotografiada en Technicolor por Robert H. Planck (quien aquel año optó al Óscar en dicha categoría), se apropia de los personajes de la novela histórica de Dumas con la finalidad de sublimarlos en una superproducción de la Metro-Goldwyn-Mayer al más puro estilo Hollywood.

A este respecto, conviene señalar, antes que nada, el acierto en la elección del reparto, con un siempre sonriente Gene Kelly, todo agilidad y arrojo, en el papel de D'Artagnan; Vincent Price maquinando en la sombra como lo haría Richelieu en la vida real (y entiéndase este adjetivo en su doble acepción homófona, derivada de realidad y de realeza) o Lana Turner retrotrayendo al siglo XVII los arquetipos del cine negro para encarnar en la pérfida Lady de Winter una femme fatale avant la lettre.



Se trata, por tanto, con esas reyertas de espadachines que tienen más de acrobacia circense que de verdadera trifulca, de una fórmula heredera de la ya explotada una década antes por la Warner en cintas como Robin de los bosques (1938). Semejanzas de género y de fondo que el parecido físico de Kelly con Errol Flynn, en absoluto casual, no hace sino acentuar, si bien The Three Musketeers contiene elementos de comedia (por ejemplo la escena de inicio, con D'Artagnan abandonando su Gascuña natal a lomos de un caballo percherón que, al llegar a la corte, será el hazmerreír de todo París) menos evidentes en el filme de Curtiz.

Unos materiales de base literaria a los que la meca del cine ya había recurrido con asiduidad en el pasado (y a los que volvería, una y otra vez, en el futuro), pero que, sin embargo, esta versión abarcaba por vez primera en su totalidad, respetando, con alguna que otra licencia (por ejemplo, en el caso del insidioso Richelieu, a quien se le retira la condición de cardenal, o en el de Constance, que en el libro está casada con el posadero...) la trama original tal y como fuera concebida por Alejandro Dumas.


domingo, 12 de julio de 2020

Diego Corrientes (1959)




Director: Antonio Isasi-Isasmendi
España, 1959, 98 minutos

Diego Corrientes (1959) de Isasi-Isasmendi


Sierra Nevada, 1778... La acción arranca con un gran plano general de las montañas, entre cuya inmensidad la cámara detecta la presencia de un jinete. Al acercarse, se distingue la efigie del famoso bandolero que da título a la película: Diego Corrientes (1757-1781), apodado 'El Generoso' por su afición a robar a los ricos para repartirlo entre los más necesitados, como si de un Robin Hood dieciochesco se tratase.

Antes de que el eficiente Antonio Isasi-Isasmendi acometiese, con su habitual pericia, este proyecto, el personaje ya había inspirado un drama romántico a cargo de José María Gutiérrez de Alba, estrenado en 1848, una novela de Manuel Fernández y González (1866), así como dos películas mudas (de 1914 y 1924, respectivamente), más uno de los primeros filmes, allá por 1937, del prolífico Iquino.



"No os sorprendáis, nobles señores, que deje intactas vuestras bolsas y no me lleve vuestras alhajas. Repito que no soy un ladrón." Como se desprende de sus palabras, es el propio Diego, interpretado por el actor José Suárez, quien tiene clara su condición de justiciero. Que tendrá que vérselas con un conde engreído y petulante para evitar que el noble desahucie a los vecinos que no le pagan los tributos.

Cinta de pelucas, motines y localizaciones andaluzas, incluye, asimismo, varios números musicales de estilo folclórico, que era, junto con las aventuras a caballo de un cierto regusto wéstern, lo que más solía atraer al público de aquel entonces. Amén de la encrucijada entre dos amores, el de una aristócrata (Marisa de Leza) y el de la ardiente Carmela (Eulalia del Pino), en la que se debatirá el protagonista.