domingo, 29 de noviembre de 2020

A contratiempo (1982)




Director: Óscar Ladoire
España, 1982, 107 minutos

A contratiempo (1982) de Óscar Ladoire


Carabelas de Colón,
todavía estáis a tiempo
antes que el día os coja
virad en redondo presto, presto.
Tirad de escotas y velas
pegadle al timón un vuelco
y de cara a la mañana desandad el derrotero
atrás, a contratiempo.

Agustín García Calvo

Al comentar una película como A contratiempo (1982) resulta casi ineludible traer a colación términos como road movie o Lolita, teniendo en cuenta que su protagonista, un director de cine treintañero e inadaptado, pone rumbo a Finisterre con una adolescente de apenas dieciséis años que recoge por el camino. No es que llegue a pasar nada entre ellos, más allá de algún beso fugaz, pero lo cierto es que la relación que entablan pone de manifiesto una química especial al margen de convencionalismos sociales o generacionales.

Coescrito junto a Fernando Trueba, el guion planteaba algunas similitudes temáticas con Ópera prima, así como la presencia en el papel principal de un Óscar Ladoire que afrontaba, además, su debut en la dirección de largometrajes. De hecho, son muchos los miembros del clan que aparecen en papeles secundarios o incluso cameos, desde Resines haciendo de guardia civil de tráfico hasta el crítico Boyero, Juan Cueto, Gonzalo Suárez o la futura novelista Almudena Grandes.



También el título del filme, que se tomó prestado de la canción homónima de Chicho Sánchez Ferlosio que Félix Ortiz (Ladoire) escucha mientras conduce, enlaza con uno de los proyectos en los que Trueba andaba enfrascado por aquellos años: el documental Mientras el cuerpo aguante (1982), aproximación a la figura del controvertido cantautor.

Y para acabar de cerrar el círculo faltaría señalar que la encargada de meterse en la piel de la desinhibida menor de edad, esa nínfula pizpireta que responde al nombre de Clara, no fue otra sino una jovencísima Mercedes Resino: hija de los también actores Eva León y Andrés Resino, pionera del skate en nuestro país (en varias escenas aparece a lomos de un monopatín), presentadora televisiva, algo más tarde, del mítico magacín musical Tocata y hoy día hasta cantante de sus propios temas.



sábado, 28 de noviembre de 2020

Ópera prima (1980)




Director: Fernando Trueba
España/Francia, 1980, 94 minutos

Ópera prima (1980) de Fernando Trueba


Plaza de la Ópera - Exterior día - Matías sale de la boca del Metro. Camina por la plaza. Matías llega a un kiosco de periódicos. Compra "El País". Echa a andar leyendo el periódico. Aparece Violeta, reconoce a Matías y le sigue. Lleva un violín. Matías camina impasible, leyendo. Pasan ante la fachada del Teatro Real, también Conservatorio Superior de Música. Sobre estas imágenes han ido apareciendo, sobreimpresionados, los títulos de crédito.

Óscar Ladoire y Fernando Trueba
Guion de Ópera prima

Tiene gracia que una ópera prima se titule precisamente así. Y que la acción arranque en la madrileña Plaza de la Ópera, adonde el protagonista se encuentra con su prima. Naturalmente, nada de todo esto es casualidad. Como tampoco lo fue el éxito cosechado por la cinta, que estuvo un año en cartel y representó a España en el Festival de Venecia. Por aquel entonces, finales de los setenta, Trueba era el crítico cinematográfico del diario El País, si bien ya había dirigido algún que otro corto. Sin embargo, hubo de ser Fernando Colomo, miembro destacado de la incipiente comedia madrileña, quien le animase a abordar su primer largometraje. El resto es de sobras conocido: iniciador de una saga de cineastas de renombre (completada por su hermano David y su hijo Jonás), responsable de una sólida filmografía y ganador de un Óscar por Belle Époque (1992).

Aunque, mucho antes que el de Hollywood, sería otro Óscar (en este caso Ladoire) el encargado de hacer despegar la carrera de Fernando Trueba. Y es que puede decirse, con toda justicia, que el personaje de Matías Marinero vendría a ser una suerte de alter ego a lo Woody Allen, eterno aspirante a novelista, padre divorciado, reportero de pacotilla y, en resumidas cuentas, individuo solitario en horas bajas. Todo ello en clave caricaturesca, por descontado.



Pero cuando Violeta (Paula Molina) irrumpa en su vida, la existencia del tal Matías dará un vuelco inesperado. Porque, de la noche a la mañana, el otrora cenizo recobrará la ilusión gracias a "una historia de amor donde nunca se dice Te quiero".

Entre los elementos que hacen de Ópera prima una película entrañablemente cercana cabe mencionar sus diálogos, frescos, ingeniosos, de una naturalidad cotidiana que pocas veces se ha dejado escuchar en el cine español, tradicionalmente dado al engolamiento artificioso. Todo lo contrario que aquí, donde lo que predomina es el desenfado y la sátira intelectual ligeramente desmitificadora. De ahí que Matías se burle del jipismo trasnochado de Paula y de su amigo Nicky, quienes planean trasladarse a Perú para celebrar la Fiesta del Sol, o de las composiciones musicales de este último: "Penderecki, Stockhausen... son unos estafadores. ¡Ruido! Todo el rato ruido... ¡Para eso prefiero el Metro!" Agudo sentido del humor, como se ve, que otras veces, en cambio, basa su efectividad en el retruécano o humorada lingüística. Como cuando Matías, refiriéndole a León (Antonio Resines) sus planes de futuro con Violeta, le confiesa entusiasmado: "¡Juntos iremos en busca del tiempo perdido!" Y el otro replica: "Mientras no perdáis el tiempo juntos..."



martes, 24 de noviembre de 2020

El invierno en Lisboa (1991)




Director: José Antonio Zorrilla
España/Francia/Portugal, 1991, 101 minutos

El invierno en Lisboa (1991)


Una ciudad se olvida más rápido que un rostro: queda remordimiento o vacío donde antes estuvo la memoria, y, lo mismo que un rostro, la ciudad sólo permanece intacta allí donde la conciencia no ha podido gastarla. Uno la sueña, pero no siempre merece el recuerdo de lo que ha visto mientras dormía, y en cualquier caso lo pierde al cabo de unas horas, peor aún, en unos pocos minutos, al inclinarse sobre el agua fría del lavabo o probar el café. A esa dolencia del olvido imperfecto parecía inmune Santiago Biralbo.

Antonio Muñoz Molina
El invierno en Lisboa

Pese a mantenerse fiel a la esencia de la novela homónima, la adaptación cinematográfica que llevara a cabo José A. Zorrilla a principios de los noventa dista mucho de ser una gran película. Posee, a lo sumo, el aliciente de contar entre su reparto con una leyenda del jazz como Dizzy Gillespie (autor, asimismo, de la banda sonora), además de situar la acción en dos ciudades tan emblemáticas como San Sebastián y Lisboa.

Pero ahí queda todo: ni la pareja protagonista destaca por unas dotes interpretativas descollantes (él es hijo de Roger Vadim y Catherine Deneuve, aunque no parece haber heredado el talento de sus progenitores...; ella le da un aire, y nada más que un aire, a Ingrid Bergman) ni el desarrollo de la trama, muchísimo más simple que la del libro, acaba de estar bien resuelto.



Con respecto a su fuente literaria, el filme introduce como novedad un eventual golpe de Estado que derrocaría la joven democracia portuguesa, mientras que prescinde del misterioso narrador que Muñoz Molina había concebido para dejar constancia de la accidentada relación sentimental (y aun epistolar) entre Lucrecia y el virtuoso pianista. Como tampoco la persecución final, a bordo de un ferri que surca las aguas del Tejo y en la que Marco (Fernando Guillén) intenta dar caza a Jim (Christian Vadim), iguala en intensidad al hostigamiento que, en el momento álgido del libro, padece Santiago Biralbo a manos de Malcolm en los vagones de un tren nocturno.

Y poco más cabe añadir: El invierno en Lisboa pudo haber sido un gran homenaje al cine negro o a las viejas glorias del Bebop, tal vez el equivalente español de 'Round Midnight (1986). En cambio, y en lugar de eso, se dejó por el camino la fuerza poética que alienta en las páginas de la novela, reduciendo al mínimo la codicia de los coleccionistas de arte (dispuestos a matar por un Cézanne de incalculable valor) o la metamorfosis de Biralbo en Giacomo Dolphin.

Billy Swann (Dizzy Gillespie) en el Lady Bird


domingo, 22 de noviembre de 2020

Dragón Rapide (1986)




Director: Jaime Camino
España, 1986, 105 minutos

Dragón Rapide (1986) de Jaime Camino


Los prolegómenos del alzamiento militar de julio del 36, que acabarían desembocando en nuestra aciaga Guerra Civil, le sirven a Jaime Camino y su coguionista Romà Gubern para trazar un relato cronológico y pretendidamente objetivo de los hechos. Son días de rumores y conciliábulos, marcados por el ruido de sables de los generales golpistas. El asesinato de Calvo Sotelo precipitará el resto de acontecimientos.

Dragón Rapide supuso la primera vez en la historia del cine español que un actor se atrevía a meterse en la piel de Francisco Franco y lo cierto es que Juan Diego, pese a su irregular caracterización (se nota que lleva la cabeza rapada para simular las entradas del pelo) compuso un papel más que meritorio del futuro Caudillo.



Porque el Franco del que aquí se nos habla no es todavía la figura que se hará con las riendas del bando nacional, sino un aspirante que se prepara concienzudamente para ello, capaz de mandar arrestar a un soldado por faltarle un botón de la camisa o, según cuentan sus simpatizantes, de hacer que fusilen a un legionario que se negaba a comerse el rancho.

En todo caso, resulta bastante interesante la aproximación propuesta por Camino, similar, en cierta medida, a la que adoptará muchos años después el Amenábar de Mientras dure la guerra (2019), mostrando a un Franco en pijama y en el lecho conyugal o preocupado porque su hija Carmencita está triste. El avión que lo traslade desde su destierro canario hasta Marruecos, un De Havilland DH-89, cambiará para siempre su destino y el de todo un país.



sábado, 21 de noviembre de 2020

Espérame en el cielo (1988)




Director: Antonio Mercero
España, 1988, 105 minutos

Espérame en el cielo (1988) de A. Mercero


La sospecha de que, a lo largo de la historia, algunos grandes dignatarios se han servido de un doble que suplantase su personalidad durante la celebración de determinados actos viene ya de antiguo. Y Franco (pese a no ser ni grande ni digno) tampoco ha quedado al margen de tales habladurías. Real o apócrifa, dicha leyenda urbana sirvió de base para que Antonio Mercero escribiese, en colaboración con Horacio Valcárcel y Romà Gubern, una de sus mejores películas.

Ni que decir tiene que buena parte del mérito de Espérame en el cielo (1988) se debió al acierto con el que fue elegido el reparto de actores. Para empezar, a causa del enorme parecido físico entre el argentino Pepe Soriano y el dictadorzuelo al que interpreta; y, en segundo lugar, por la innegable vis cómica de Chus Lampreave en el papel de sufrida esposa y espiritista aficionada o ese atildamiento tan de falangista lameculos que le valió un Goya a Saza como mejor actor de reparto.



Raptar a un simple ortopedista con la finalidad de convertirlo, tras ser sometido a arduo entrenamiento, en la viva imagen del Caudillo supone una arriesgada misión al más alto nivel de Estado. Que conllevará para el pobre Paulino Alonso, además de verse privado de libertad, un régimen de vida tan estricto como el observado por su sosias (ayuno sexual incluido).

Entrañable en la sencillez y modestia de su planteamiento, la película ofrece momentos antológicos de guion, como aquello de que el suplantador se toque la oreja cada vez que aparece en el No-Do para que su mujer Emilia sepa que se trata de él y no del verdadero Generalísimo. O cuando los acólitos que asisten a los cuadros escénicos en el teatro de El Pardo jalean el "¡Arriba España!" del supuesto Jefe del Estado y el auténtico les replica, imperturbable: "Yo nunca digo: 'Viva Franco'. Por lo demás, han cumplido ustedes con su deber..."



viernes, 20 de noviembre de 2020

El extraño viaje (1964)




Director: Fernando Fernán Gómez
España, 1964, 92 minutos

El extraño viaje (1964) de Fernán-Gómez


Ya desde los primeros compases de la banda sonora de Cristóbal Halffter —una melodía salteada de acordes disonantes— se percibe en todo momento una nota macabra, tremendista y esperpéntica a partes iguales, que todo lo impregna. Tal vez ello explique, unido a la roña y la sordidez que se adivinan en el ambiente, ese malditismo que ha perseguido desde siempre a uno de los títulos míticos del cine español, la obra cumbre (una de ellas, por lo menos) del Fernán Gómez director.

Como si de un espejo se tratase, en el que la España rancia y cateta de la época se negó a mirarse (y de ahí la nula carrera comercial que tuvo la cinta), la película muestra una imagen descarnada de la realidad, un microcosmos pueblerino de paisanos con boina calada que babean ante las contorsiones impúdicas de la Angelines (Sara Lezana) y comadres chismosas que murmuran en los portales de un pequeño villorrio. Únicamente Fernando (Carlos Larrañaga) y Beatriz (Lina Canalejas) podrían haberse salvado de semejante miseria si la falta de escrúpulos del uno y la credulidad de la otra no se hubiesen interpuesto en su relación.

"¿A qué sabe este vino...?"


Entre la nómina de geniales secundarios que intervienen en la trama destacan los nombres de Tota Alba, Rafaela Aparicio y Jesús Franco, quienes dan vida a los peculiares hermanos Vidal. La suya es una tragedia grotesca, marcada por el carácter despótico de la mayor (un ser adusto y despreciable que responde al nombre de Ignacia) y la candidez de los timoratos Venancio y Paquita, eternamente subordinados a la voluntad represora de doña Drácula (elocuente mote con el que algunos vecinos apodan a la solterona).

El extraño viaje, escrita por Manuel Ruiz Castillo y Pedro Beltrán a partir de una idea de Luis García Berlanga, tenía que haberse llamado inicialmente El crimen de Mazarrón, puesto que se basa en un conocido suceso de la crónica negra de aquellos años, si bien el alcalde franquista de dicha localidad murciana, hombre de orden y poco dado a las veleidades cinematográficas, acudió a las altas instancias para que censurasen lo que podía suponer una mala publicidad de cara al incipiente turismo local.



jueves, 19 de noviembre de 2020

Vamos por la parejita (1969)




Director: Alfonso Paso
España, 1969, 68 minutos

Vamos por la parejita (1969) de Alfonso Paso


Mucho más conocido por su faceta de autor teatral y guionista, Alfonso Paso (1926–1978) dirigió también seis largometrajes. Que no son, huelga decirlo, el summum del séptimo arte, pero que encarnan a la perfección la idiosincrasia del franquismo sociológico. O, si se prefiere, de los gustos del público consumidor de un determinado tipo de productos comerciales que por aquel entonces gozaban de enorme popularidad.

De entrada, Vamos por la parejita es un título que denota bien a las claras una de las obsesiones primordiales del régimen: el del incremento de la natalidad. Reforzado, para más inri, con la tozudez del protagonista por incrementar su ya de por sí larga descendencia, formada íntegramente por mujeres, con un vástago masculino que sea la honra de su orgullo viril.



A tal efecto, Juan Fernández (Antonio Garisa) estará dispuesto a lo que haga falta con tal de asegurar la pervivencia de su "ilustre" apellido. Incluso a tener una aventura extramatrimonial con una oronda viuda (Florinda Chico) que, pese a ser madre de cuantiosos varones, hará una excepción con el susodicho donjuán y le dará otra niña más que sumar a su ya extensa colección de hijas y de nietas.

Sin embargo, y en consonancia con el histrionismo del que hace gala el protagonista cada vez que le anuncian el nacimiento de una nueva heredera, podría decirse que el planteamiento ideado por Paso hunde sus raíces en un modelo tan preclaro como la comedia clásica latina, cuyos personajes respondían a similares perfiles básicos (el padre desesperado, la esposa fiel, la amante seductora, el hijo tarambana...) a los aquí expuestos. Y que el autor adaptaba a los roles sociales de finales de los sesenta, como ese yerno yeyé (proteico-copto) que una de sus hijas se traerá de Londres para desesperación del patriarca de la familia.

Bajo ese flequillo se esconde un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba


lunes, 16 de noviembre de 2020

Azafatas con permiso (1959)




Director: Ernesto Arancibia
España, 1959, 93 minutos

Azafatas con permiso (1959)
de Ernesto Arancibia


Un autobús llega cargado de turistas al Museo del Prado y las atractivas y algo bohemias Celia (Silvia Morgan) y María (Diana Maggi) se confunden entre el gentío para robar carteras... Elegante y bobalicona, Azafatas con permiso se inscribe en el mismo registro de comedia ligera que Los tramposos (de hecho, se estrenó tres meses antes que la cinta de Pedro Lazaga), si bien no puede decirse que haya gozado del mismo predicamento.

La dirigió el argentino Ernesto Arancibia (1904–1963) cuatro años antes de su fallecimiento y contó con la participación estelar del italiano Adriano Rimoldi en un típico papel de galán maduro y mujeriego del que se enamoran las dos protagonistas. Un Antonio Garisa travestido y el bueno de Manuel Alexandre, quien encarna al disparatado Agente C-38, aportaban su habitual nota histriónica como secundarios de lujo.



Pero Celia y María, que son mangantes más por necesidad que por vocación, aspiran a ver mejorado sensiblemente su estatus social, por lo que se alían con Pepe "El viudo" (Garisa) para hacerse pasar por sofisticadas azafatas de vuelo que están de vacaciones (de ahí el título de la película) y se trasladan a Málaga para desplumar a algún incauto que se cruce en su camino.

El elegido será Alberto Suárez (Rimoldi), un viudo que, a pesar de estar a punto de contraer matrimonio en segundas nupcias con Gloria (Mary Lamar), se dedica a ir de flor en flor, causando los celos de su prometida, que pone tras sus pasos a C-38 para que tome buena nota de sus aventuras, y la pesadumbre de su hija Betty (Pilarín Casanova), decepcionada al constatar el carácter promiscuo de su padre. Huelga decir, sin embargo, que al final todos estos equívocos quedarán resueltos con la misma simplicidad que preside la trama de principio a fin.



domingo, 15 de noviembre de 2020

Los tramposos (1959)




Director: Pedro Lazaga
España, 1959, 88 minutos

Los tramposos (1959) de Pedro Lazaga


Un país económicamente débil, de subdesarrollados, tenía que ser forzosamente un país de tramposos. Desde luego, el productor Dibildos sabía elegir con toda intención el título más certero para sus películas, si bien, en el caso que nos ocupa, lo avalaba una tradición literaria antiquísima. Porque lo que aquí se cuenta, desde el recurrente timo de la estampita hasta el socorrido sorteo de un coche ajeno, no es, en puridad, sino una puesta al día de la vieja escuela picaresca: aquélla que inauguraran los lazarillos y rinconetes del Siglo de Oro para escribir algunas de las páginas más brillantes de nuestra literatura.

En un principio, hasta podría dar la impresión de que Virgilio (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores) constituyen, con el auxilio del Bajito (Venancio Muro), un trío de timadores de mayor sofisticación en sus métodos delictivos, capaces de sacarse de la manga la agencia de viajes Virpa Esprés (sic) y poner en jaque, merced a unas peculiares excursiones turísticas por Madrid y Toledo, a la todopoderosa Confort Express del envarado don Arturo (José María Rodero). Sin embargo, ni siquiera unos tipos tan apuestos como ellos se librarán de la justicia, por lo que no les quedará más remedio que pasar alguna que otra temporadita en "Ávila", que es como ellos denominan al trullo (creyendo que, así, ni Julita ni Katy sabrán que están en la cárcel).



Una morena y una rubia: Julita (Concha Velasco) es hermana de Paco, además de la eterna candidata a novia de Virgilio; Katy, en cambio, interpretada por Laura Valenzuela, no tendrá tantos remilgos como su amiga a la hora de convertirse en socia capitalista de ambos tunantes, sufragando los gastos necesarios para poner en marcha el negocio con las nueve mil quinientas del ala que la muchacha ahorraba para comprarse un tocadiscos estereofónico.

Llegados a este punto, los otrora estafadores deciden hacer propósito de enmienda y ganarse la vida honradamente, doblando el lomo como cualquier hijo de vecino o, si no queda más remedio, incluso donando sangre y hasta los huesos del esqueleto, de modo que Paco y Virgilio van a saber, de ahora en adelante, lo que significa obtener el pan con el sudor de la frente. Atrás quedarán los días de robar carteras en el autobús o de hacerse pasar por enfermeros y, fichados por don Arturo, podrán ver al fin cumplido su sueño de comprarse un coche (aunque sea pequeñito).



sábado, 14 de noviembre de 2020

Los económicamente débiles (1960)




Director: Pedro Lazaga
España, 1960, 92 minutos

Los económicamente débiles (1960)


Económicamente débil es uno de esos términos eufemísticos que no sólo sirven para dar título a una película, sino que, además, resultan perfectamente aplicables a la sociedad en cuyo seno se gestó una comedia tan disparatada como la que nos disponemos a comentar. Porque el retrato que se lleva a cabo de nuestras miserias y obsesiones no deja títere con cabeza. Obsesión por el fútbol, ya sea el de los grandes equipos que Pepe (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores) aspiran a entrenar algún día o el de los modestos clubes de segunda regional que, como el Casamata F.C., apenas sí tienen presupuesto para comprar camisetas. Y miseria, la de los pueblerinos cazurros dispuestos a moler a estacazos al rival de turno con tal de ganar el partido, aunque sea por la mínima y sobornando al árbitro.

Sin embargo, no todo es pasión balompédica en esta producción de José Luis Dibildos que comienza como si de un filme de gánsters se tratase: la entrada de Pepe, una noche lluviosa, en la trastienda de una tasca donde los parroquianos esperan ansiosos la comparecencia del hombre que lidere una misión decisiva, parece augurar algún conciliábulo con la mira puesta en derrocar al gobierno o, por lo menos, asaltar una sucursal bancaria. Pero no: José Martín Rodríguez será el responsable de una empresa de muy distinto calado: lograr que el Casamata ascienda de categoría.



Ardua tarea para la que Pepe y Paco echarán toda la carne en el asador. Sobre todo después de convencer al meapilas de Xavier (José Luis López Vázquez) para que invierta su fortuna en el equipo y así, de paso, logre enamorar a su adorada Nuri (Maruja Bustos), una de las hermanas, junto con Ana (Laura Valenzuela), de Paco. Burdo subterfugio, puesto que ni la una ni la otra, empleadas en el Instituto de belleza Lady Doris, parecen muy interesadas por el deporte rey. De hecho, Ana, prometida de Pepe, está hasta las narices de que el fútbol se interponga entre ella y su novio.

No obstante, y a pesar de haber encajado en sus inicios una abultada derrota por cero a catorce, los métodos del nuevo staff técnico enseguida darán resultado y el Casamata pasará de cerrar la clasificación a enfrentarse al cerril Cantalazo en un partido decisivo que acabará como el rosario de la aurora. Aunque antes, los jugadores habrán sido sometidos a una no menos accidentada (y furtiva) sesión de masaje en las instalaciones del Lady Doris.



viernes, 13 de noviembre de 2020

Los días de Cabirio (1971)




Director: Fernando Merino
España, 1971, 97 minutos

Los días de Cabirio (1971) de F. Merino


La inequívoca alusión del título de este filme a las fellinianas Notti di Cabiria (1957) deja entrever que su protagonista, un típico ejemplar de españolito acomplejado y reprimido que responde al nombre de Alfredo Velázquez, probará fortuna dedicándose durante un tiempo al "oficio" de palanquero, curioso eufemismo en referencia a la prostitución masculina. Por este motivo, el protagonista, harto de que su novia Mari Carmen (Teresa Rabal) rechace cualquier tipo de contacto carnal con él antes del matrimonio, se traslada a Sitges recomendado por un antiguo compañero de la mili (Simón Andreu) para ponerse a las órdenes de Tía (José Franco), proxeneta y propietario de una bombonería que le sirve de tapadera, eterno rival de Tío (Margot Cottens), su equivalente femenino y competencia directa en lo que parece un negocio muy rentable.

Los mil y un lances a los que allí se enfrente el bueno de Alfredo (Landa), alias Perejil, en compañía de frívolas bellezas nórdicas y alguna que otra esposa despechada suponen un cúmulo de decepciones para quien creía que esto de seducir suecas adineradas era coser y cantar. En ocasiones por una mera cuestión de equívoco. Por ejemplo cuando, creyendo haber conquistado a la bella Anita (Mirta Miller), descubre que, en realidad, ella es "lo mismo que él, pero en mujer..."



Ambigüedades que, amén de provocar buena parte de las situaciones cómicas de la trama, servía al equipo de guionistas (entre ellos Alfonso Paso y Juan Miguel Lamet) para ahorrarse problemas con una censura que, pese al teórico aperturismo del régimen franquista, no habría consentido que se hablase a las claras de lo que, por otra parte, cualquier espectador de la época comprendía perfectamente sin necesidad de entrar en detalles.

Sin ser una de las muestras más logradas del landismo, Los días de Cabirio llevaba a cabo una radiografía bastante precisa de algunas de las obsesiones recurrentes del macho celtíbero, agobiado por las trabas de un moralismo estricto (representado por la familia de Mari Carmen o un trabajo de ordenanza mal remunerado) que le impide dar rienda suelta a su temperamento rijoso y siempre ávido de echar una cana al aire en ambientes turísticos más proclives a la relajación de costumbres. Sea como fuere, el caso es que Alfredo regresará al interior convertido en ídolo de masas y dispuesto a zanjar los escrúpulos de su santa novia valiéndose de algo tan carpetovetónico y poco sutil como es el "¡Ordeno y mando!"



lunes, 9 de noviembre de 2020

Aeropuerto (1953)




Director: Luis Lucia
España, 1953, 80 minutos

Aeropuerto (1953) de Luis Lucia


Comedia coral, a la par que episódica, en torno a las idas y venidas que comporta el ajetreo diario en la terminal del aeropuerto de Barajas. Como se ve, el planteamiento, típico de un producto CIFESA, resulta de lo más sencillo, lo cual no impide que la trama arranque con un original y desternillante repaso histórico, a dos voces, a propósito de la evolución de los medios de transporte desde la época de las cavernas hasta el presente. Las cinco historias que se entretejen, salpicadas de alguna que otra actuación folclórica a modo de relleno (como la de Juanita Reina) nos hablan de amor y de picaresca, de reencuentros o de pequeñas y grandes miserias. 

Todo comienza con un vuelo de Iberia procedente de Londres vía París: en él viajan la francesa Liliane (Margarita Andrey) y el británico Míster Fogg (Fernando Sancho). No se conocen de nada, pero cada uno vivirá su particular aventura madrileña. Ella en forma de romance con el deslenguado Luis (Fernando Fernán Gómez), secretario de un industrial barcelonés y dispuesto a hacerse pasar por adinerado hombre de mundo con tal de impresionar a la joven. Al bueno de Mr. Fogg, en cambio, le espera una accidentada tournée de la mano de un avispado taxista (Pepe Isbert) que sacará tajada de la candidez del súbdito anglosajón.



Mientras tanto, de Méjico llega otro avión, cuyo piloto (interpretado por Fernando Rey) viene acompañado de una niña huérfana (además de vivaracha) que hará que la relación con su esposa (María Asquerino) mejore sensiblemente. Por otra parte, en el pasaje figura también un antiguo exiliado republicano (Manolo Morán) que no las tiene todas consigo al volver a pisar suelo español tras catorce años de ausencia...

Circunstancia, esta última, que merece ser analizada con detenimiento. En efecto: la experiencia que va a vivir durante su regreso el tal Santiago Beltrán (que así se llama el individuo en cuestión) podría calificarse de píldora propagandística en toda regla. No en vano, el comisario de aduanas que lo recibe nada más aterrizar, pese a que sabe perfectamente "de qué pie cojea" el recién llegado, le encarga que le lleve un sonajero a una sobrinita suya nacida hace pocos días en Cuernavaca ("a fin de cuentas", añade, "mi hermano aún cojea más que usted..."). Así que, superado el pánico inicial, Beltrán se reúne en un bar con sus viejos amigos de toda la vida para, tras pillarse la correspondiente cogorza, acabar admitiendo que aquí puede hacer uno lo que le dé la real gana y que como en España en ningún sitio. Quizá por ello, en la escena inicial en la zona de embarque, se escucha hablar en catalán al caricaturesco señor Comas, el jefe de Luis: para certificar la tolerancia del régimen respecto a sus antiguas obsesiones. ¡Madre del amor hermoso! ¡Y parecía una peliculita inocente!



domingo, 8 de noviembre de 2020

Pequeñeces... (1950)




Director: Juan de Orduña
España, 1950, 130 minutos

Pequeñeces... (1950) de Juan de Orduña


Lector amigo: Si eres hombre corrido y poco asustadizo, conocedor de las miserias humanas y amante de la verdad, aunque ésta amargue, éntrate sin miedo por las páginas de este libro; que no encontrarás en ellas nada que te sea desconocido o se te haga molesto. Mas si eres alma pía y asombradiza; si no has salido de esos limbos del entendimiento que engendra, no tanto la inocencia del corazón como la falta de experiencia; si la desnudez de la verdad te escandaliza o hiere tu amor propio su rudeza, detente entonces y no pases adelante sin escuchar primero lo que debo decirte.

Luis Coloma
Pequeñeces

Decir CIFESA es sinónimo de grandilocuencia, de superproducción a base de cartón piedra. Constantes que definieron lo más parecido que hubo nunca en España al sistema de estudios hollywoodense. Una fórmula que arrasó con el éxito de Locura de amor (1948) y que Pequeñeces pretendía repetir valiéndose de similares ingredientes. No en vano, el director y gran parte del elenco de intérpretes eran los mismos, aunque en esta ocasión el trasfondo histórico elegido fue el Madrid decimonónico de Amadeo de Saboya.

Magnificencia de vestuario y de unos decorados espléndidos, a cargo del mítico Sigfrido Burmann, que sirven de marco para que los actores reciten el texto con la habitual ampulosidad del cine patrio de aquel entonces. Algo que, en buena medida, ya estaba presente en la polémica novela del jesuita Padre Coloma, publicada por entregas entre 1890 y 1891: una sátira de la vida mundana, de marcado tono moralizante, que a los responsables de la productora les pareció el material idóneo para contentar, a partes iguales, al público ávido de morbosidad en forma de adulterios y a la mojigata censura franquista, siempre propensa a los finales aleccionadores.



Y es que la revoltosa Currita Albornoz (Aurora Bautista), versión celtíbera de la traviata italiana, es ese tipo de mujer descarriada que más pronto que tarde deberá arrepentirse de su conducta disoluta pagando un alto precio en lo personal tras haber engañado al tonto de su marido con varios amantes y haber desatendido al hijito que será carne de internado por culpa de la desidia materna. Niño al que, por cierto, daba vida en la versión fílmica un jovencísimo Carlos Larrañaga de apenas doce años, mostrando, a pesar de tan temprana edad, unas cualidades interpretativas que ya hacían presagiar su posterior trayectoria como actor de renombre.

Los duelos a muerte, los grandes salones repletos de comensales, los bailes de disfraces, las calles tomadas por los partidarios de la república (la primera, por supuesto), los aristócratas exiliados en París... Un contexto convulso, rebosante de intrigas palaciegas, que discurre en paralelo a los desmanes de la tal Currita, la adúltera despreocupada e irredenta para quien sus imprudencias en compañía del malogrado Velarde (Ricardo Acero) o del apuesto Marqués de Sabadell (Jorge Mistral) no son sino insignificantes "pequeñeces".



sábado, 7 de noviembre de 2020

Sin la sonrisa de Dios (1955)




Director: Julio Salvador
España/Italia, 1955, 100 minutos

Sin la sonrisa de Dios (1955) de Julio Salvador


Fruto de su experiencia como maestro de escuela en los distritos humildes de Barcelona, el futuro director de cine José Antonio de la Loma escribió una novela titulada Sin la sonrisa de Dios que serviría de base para el guion de la película homónima. De ahí la moralina sobre aquello tan truculento que sermonea la voz en off en el prólogo a propósito de los niños que se embrutecen callejeando por los rincones "malolientes" del vecindario "más triste y feo de la ciudad": el Barrio Chino, hoy rebautizado como Raval. Y es curioso porque, años más tarde, el propio de la Loma colocaría una reflexión similar al inicio de Perros callejeros (1977), si bien subrayando la nota quinqui en detrimento de la beatitud cristiana.

Son muchos los alicientes de este documento impagable, verdadera cápsula del tiempo que nos devuelve la imagen de cómo eran el puerto y sus aledaños por aquel entonces. O de los Encantes, adonde el díscolo "Piquín" (Pepito Moratalla) se gana algunos durillos revendiendo tebeos. Por no mencionar el Grupo Escolar Felipe II (actual Escola Collaso i Gil), junto a la emblemática iglesia de Sant Pau del Camp. No obstante, y al margen de lo discutibles que nos resulten hoy en día algunos aspectos del mensaje subyacente del filme, lo cierto es que Sin la sonrisa de Dios denota una más que evidente influencia del neorrealismo italiano. De hecho no hay más que ver al niño protagonista sentado al borde de una acera para rememorar, en el acto, al Bruno que enternecía los corazones en Ladri di biciclette (1948).



Julio Salvador (1906-1974), cuyo nombre quedaría para siempre ligado al éxito de la cinta policíaca Apartado de correos 1001 (1950), decidió asociarse con el actor principal de aquélla, el apuesto Conrado San Martín, para producir una típica historia de chicos conflictivos y maestro redentor que llega al centro, con sus métodos pedagógicos innovadores, para salvarlos de la "constante influencia del ambiente" y de la vida en la calle: "la mejor escuela del vicio". Naturalmente, toda violencia física queda excluida del aula, que ya bastantes palos reciben las criaturas por parte de unas familias desestructuradas que malviven en "viviendas miserables, sin el aire imprescindible para no ahogarse".

Por último, aunque no menos relevante, la película encierra una más que certera reflexión a propósito de lo que significa la verdadera vocación docente, representada por el entusiasmo del joven señor Ponte (San Martín), quien recibirá, sin embargo, la tentadora oferta de convertirse en director de un colegio de élite, ultramoderno y con alumnos de las mejores familias, pero desprovisto del calor humano que le aportan sus chicos de barrio.



viernes, 6 de noviembre de 2020

El Bola (2000)




Director: Achero Mañas
España, 2000, 88 minutos

El Bola (2000) de Achero Mañas


Podríamos empezar esta reseña recordando que El Bola supuso el descubrimiento fílmico de Juan José Ballesta. O que el actor Achero Mañas vería recompensado su debut en la dirección de largometrajes con cuatro premios Goya (incluido el de mejor película). Pero todo eso está muy visto. Digamos, simplemente, que la historia de un niño de barrio que sufre malos tratos, con sus diálogos realistas (¿se ha tomado alguien la molestia de contar cuántas veces se pronuncia la expresión "¡hijo de puta!" en apenas noventa minutos?), vino a consagrar una forma de hacer cine que ya otros autores, por ejemplo el Fernando León de Aranoa de Barrio (1998) o el Benito Zambrano de Solas (1999), habían ensayado por aquellas mismas fechas.

A nivel narrativo, son muchos los paralelismos presentes en el guion (obra del propio Achero Mañas, en colaboración con Verónica Fernández), desde el corte de pelo del chaval y la bola dorada de hierro que siempre le acompaña, y que le valió su nombre de guerra en el colegio, hasta las señales, ya sean moratones o tatuajes, que los respectivos padres de los protagonistas estampan sobre la piel de sus hijos.



Aunque El Bola es mucho más que la denuncia social implícita en el sustrato obrero de su trama. Por encima de todo, se trata de un filme sobre la amistad entre dos adolescentes que buscan un lugar en el mundo: Alfredo (Pablo Galán) y Pablo (Juanjo Ballesta). El primero, por su condición de chico nuevo de la clase que deberá hacerse un hueco frente a la hostilidad de algunos de sus compañeros (como Cobeta, el líder negativo, dispuesto de continuo a retarle para que ponga a prueba sus reflejos frente a los trenes de cercanías); Pablo, en cambio, experimenta por vez primera lo que significa el afecto cuando entra en contacto con el entorno de su nuevo amigo.

De hecho, el contraste entre ambas familias salta en seguida a la vista. Los padres de Pablo viven atenazados por el recuerdo del hermano mayor, muerto en accidente de tráfico. La comunicación entre los miembros del hogar brilla por su ausencia: el padre (Manuel Morón) agrede física y verbalmente al hijo; la madre (Gloria Muñoz), en teoría más comprensiva, se muestra, sin embargo, áspera con la abuela cuando ésta tiene problemas de incontinencia o cuando toca ducharla. Por contra, y sin ser lo que se dice una familia modélica (pues, en un momento dado, Alfredo también recibirá una bofetada), José (Alberto Jiménez) y Marisa (Nieve de Medina) generan a su alrededor un ambiente de confianza. El mismo que los llevará a anteponer la seguridad de Pablo cuando una amiga (Ana Wagener) les advierta de que podrían meterse en un lío por retener al chaval con ellos en lugar de entregárselo a su padre.



jueves, 5 de noviembre de 2020

Secretaria para todo (1958)




Director: Ignacio F. Iquino
España, 1958, 90 minutos

Secretaria para todo (1958) de Iquino


Tan asociado está el nombre de Iquino con películas de bajo presupuesto que a más de uno le sorprenderá descubrir cómo el prolífico director catalán también abordó alguna que otra superproducción a lo largo de sus cincuenta años de carrera profesional. Tal sería el caso, por ejemplo, de la comedia Secretaria para todo (1958), vehículo especialmente concebido para el lucimiento de una Carmen Sevilla que se marcaba un par de números musicales de resonancias flamencas ("Ojitos traidores" y "Las coplas de Luis Candelas") pese a que la acción transcurre íntegramente en Madrid.

Un reparto estelar en el que, amén de la mencionada intérprete, sobresalían los nombres de estrellas rutilantes como Tony Leblanc (en uno de sus característicos papeles de gracioso entrañable y más bien torpe, enamoradizo y adicto al horóscopo), Antonio Casal, Carmen de Lirio (la esposa frívola), Antonio Garisa (haciendo de nuevo rico o palurdo con dinero) y el norteamericano Frank Latimore. Excelentemente fotografiada en Eastmancolor por Alfredo Fraile, la cinta sirvió, asimismo, para ensayar el sistema Ifiscope, adaptación un tanto sui géneris del formato Cinemascope al ámbito local mediante la que se pretendía arrojar una impronta de modernidad y elegancia acorde con la del modelo hollywoodense.



Sergio Romero (Casal), enérgico propietario de una empresa de importación y exportación, tiene a su servicio a la encantadora Cristina (Sevilla), salerosa andaluza y "secretaria para todo": hasta para cerrar, en ausencia de su jefe y con la ayuda de su compañero de oficina Lorenzo (Leblanc), un suculento contrato con un empresario holandés al que venden setecientas cincuenta toneladas de tomates... Pero el señor van Waguen de marras (Latimore), un incondicional de la cultura española, anda más interesado en contraer matrimonio que en las hortalizas, por lo que llega dispuesto a casarse con la primera mujer que reúna todos los tópicos que tanto le entusiasman. 

Lo que vendrá después, aparte de una amable comedia urbana de enredo, proporciona gran cantidad de información a propósito de lo que era (y, sobre todo, de lo que quería ser) la sociedad española de finales de los cincuenta. Glamurosas veladas de alto copete especialmente propicias para que las señoras luzcan sofisticados vestidos de cóctel; que tendrán continuación, ya de madrugada, en algún tablao donde la compostura y la etiqueta dejen paso a la jarana (aunque sin pasarse). Sin embargo, son los roles respectivos de hombres y mujeres lo más llamativo en un filme cuyo título deja bien a las claras la posición sumisa de quien está predestinada a servir al varón.



domingo, 1 de noviembre de 2020

Los chicos (1959)




Director: Marco Ferreri
España, 1959, 80 minutos

Los chicos (1959) de Marco Ferreri


Es un Madrid gris, de churrerías mugrientas y cines en la Gran Vía que vetan la entrada a los jóvenes cuando la película no es apta para menores de dieciocho años; una capital de aspirantes a torero y mutilados de guerra cuya languidez, palpable en las calles y las caras de sus gentes, deja entrever la falta de expectativas de unos mayores vencidos y una juventud sin futuro.

La mirada del italiano Marco Ferreri, impregnada de neorrealismo y por fuerza más objetiva, tratándose de un extranjero, abordaba su segunda película en nuestro país con el ánimo un tanto escaldado tras el fracaso comercial de El pisito (1958), por lo que se propuso rodar un drama coral con actores no profesionales que dejasen constancia de la apatía reinante en el ambiente.



Retrato generacional protagonizado por Chispa (José Luis García), Carlos (Alberto Jiménez), El Negro (Joaquín Zaro) y Andrés (José Sierra): los cuatro chicos a los que alude el título de una cinta que, más de sesenta años después, sigue manteniendo intacta la fuerza de su testimonio. Una voluntad de denuncia que, sin embargo, se vislumbra en segundo plano, en pequeños detalles como los desconchados de las paredes del domicilio familiar de Carlos o en la mísera morada donde malviven Chispa y su padre.

Cada uno de esos muchachos carga con su personal cruz: Carlos, el único que estudia del grupo, enamorado platónicamente de su vecina vedette (Irene Daina); Andrés trabajando de botones en un hotel mientras cada fin de semana baraja la posibilidad de saltar al ruedo como espontáneo; El Negro atrapado en una relación conflictiva con su madre (María Luisa Ponte) mientras el padre, que no vive con ellos, le manda dinero al chaval de tarde en tarde. Y Chispa, que se pasa los días despachando en el quiosco que regenta su padre y adonde el grupo de amigos se da cita a diario a la espera de que ocurra algo.