Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1950, 115 minutos
Por donde quiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí...
José Zorrilla
Don Juan Tenorio
Escena XII, vv. 501-510
No deja de ser curioso que el Tenorio, uno de los personajes por antonomasia de la literatura española, fuese interpretado por un actor portugués en la versión de Don Juan que José Luis Sáenz de Heredia dirigiera en 1950. Secundado, además, por la francesa Annabella, estrella internacional que debutara en el cine de la mano del mismísimo Abel Gance tomando parte en su mítico Napoleón y que, tras haber trabajado largo tiempo en Hollywood, acababa de divorciarse de Tyrone Power.
Antonio Vilar en el papel de don Juan |
De todas formas, la película no adaptaba el texto de Zorrilla o el de Tirso de Molina ni tampoco el de ninguna de sus versiones foráneas (Molière, Lord Byron, Pushkin, Lenau...) sino que se rodó a partir del guion original que escribieron conjuntamente el propio director y Carlos Blanco. Esto, por una parte, liberaba a la historia de las ataduras del verso y, por otra, permitía aproximarla, en varias ocasiones, a un modelo de comedia mucho más cercano al público de la época. Porque, si prestamos atención a los diálogos, en este Don Juan hay mucho sentido del humor. Ya en una de las escenas iniciales, hallándose aún el empedernido seductor en la goleta que ha de trasladarlo desde Venecia hasta la Sevilla de 1553, el protagonista y Lady Ontiveros (sorprendida en paños menores) mantienen el siguiente diálogo:
LADY ONTIVEROS: ¡Salid inmediatamente! ¿No veis que es el aposento de una dama?
DON JUAN: Sólo he visto un cuarto de mujer.
LADY ONTIVEROS: ¿Y no os basta eso? ¿Qué más queréis ver?
DON JUAN: Los otros tres cuartos...
Pura dilogía. Ni Quevedo lo hubiese dicho mejor. Y es curioso, ya que, sobre todo a partir de la sublimación romántica a la que Zorrilla sometió al burlador en el siglo XIX, ni el mito ni, mucho menos aún, el desenlace de la historia (con el convidado de piedra arrastrando al galán a los infiernos) podían considerarse precisamente divertidos. En ese sentido, Sáenz de Heredia y Blanco prescinden de las connotaciones moralizantes de la leyenda, despojando al personaje de sus ropajes mefistofélicos para acercarlo al gran público y convertirlo únicamente en el sagaz protagonista de una comedia de capa y espada.
LADY ONTIVEROS: ¡Salid inmediatamente! ¿No veis que es el aposento de una dama?
DON JUAN: Sólo he visto un cuarto de mujer.
LADY ONTIVEROS: ¿Y no os basta eso? ¿Qué más queréis ver?
DON JUAN: Los otros tres cuartos...
Pura dilogía. Ni Quevedo lo hubiese dicho mejor. Y es curioso, ya que, sobre todo a partir de la sublimación romántica a la que Zorrilla sometió al burlador en el siglo XIX, ni el mito ni, mucho menos aún, el desenlace de la historia (con el convidado de piedra arrastrando al galán a los infiernos) podían considerarse precisamente divertidos. En ese sentido, Sáenz de Heredia y Blanco prescinden de las connotaciones moralizantes de la leyenda, despojando al personaje de sus ropajes mefistofélicos para acercarlo al gran público y convertirlo únicamente en el sagaz protagonista de una comedia de capa y espada.
"¿No es verdad, ángel de amor...?" |
Tampoco doña Inés (María Rosa Salgado) es la cándida novicia parapetada en un convento cuyas paredes profana don Juan con fatales consecuencias. Ni Chiuti el único gracioso de la obra. Y es que el Arturo que compone Manolo Morán es para verlo: lo mismo su esperpéntica "habilidad" con la espada que su disparatado disfraz de centauro, en especial cuando, comido por los celos, se lleva de la mano a su prometida (poco antes galanteada por un encapuchado Tenorio), profiriendo: "A casa ahora mismo. ¡A casa! No me entiendes. Ni como animal ni como hombre".
Queda, pues, la duda razonable de si es lícito servirse del título como reclamo para ofrecer algo que, en realidad, es totalmente distinto al clásico que la gente espera ver. Salvo que los productores tengan la decencia, como fue el caso, de rematar los créditos iniciales con la siguiente advertencia.
Queda, pues, la duda razonable de si es lícito servirse del título como reclamo para ofrecer algo que, en realidad, es totalmente distinto al clásico que la gente espera ver. Salvo que los productores tengan la decencia, como fue el caso, de rematar los créditos iniciales con la siguiente advertencia.