sábado, 31 de marzo de 2018

Medianoche (1939)




Título original: Midnight
Director: Mitchell Leisen
EE.UU., 1939, 94 minutos

«Cinderella goes to Paris!»

Medianoche (1939) de Mitchell Leisen


Como en todas las grandes películas de la época dorada de Hollywood, son multitud las anécdotas que se cuentan a propósito de Midnight. Que si Billy Wilder y Charles Brackett fueron los encargados de "retocar" su propio guion (en realidad, lo devolvieron a Paramount sin haber cambiado ni una sola coma, "detalle" en el que los ejecutivos de la productora no repararon), que si John Barrymore estaba tan borracho que apenas si podía retener las líneas de sus propios diálogos, que si el papel de Claudette Colbert estaba destinado en un principio a Barbara Stanwyck, que si el embarazo de Mary Astor causó no pocos contratiempos durante el rodaje, etc., etc.

Lo que sí que parece bastante cierto es que las continuas desavenencias entre los guionistas y el director Mitchell Leisen hicieron que Wilder tomase la determinación de, en lo sucesivo, dirigir siempre que fuese posible las historias por él escritas. En cualquier caso, el toque del vienés (el mismo que heredó de Lubitsch, el mismo que continúa presente, hoy día, en Woody Allen) se percibe en la brillantez de unos diálogos que siguen provocando la carcajada general del público allá donde se proyecte la película. Un sentido del humor inteligente, basado en lo equívoco de las situaciones y plagado de referencias culturales.

Eve Peabody (Colbert) y Georges Flammarion (Barrymore)

Medianoche, lo señalaba bien a las claras el eslogan que precede a estas líneas, era una puesta al día del cuento de la Cenicienta, del mismo modo que Bola de fuego se basará en Blancanieves, dando lugar a una comedia sofisticada cuya acción se sitúa, como en Ninotchka, en un París de lacayos con librea y baronesas húngaras.

Un mundo, el de la ciudad de las luces, cuya suntuosidad de cartón piedra y amoríos de opereta tenían los días contados con la inminente llegada de la contienda mundial, pero que aún era capaz de fascinar al espectador americano medio, para quien la capital europea siempre ha sido y será el marco propicio para los cuentos de hadas; un lugar donde todo es posible, desde que una corista se cuele en los salones de la alta sociedad hasta que un taxista emparente con la nobleza.

Eve (Claudette Colbert) junto al taxista Tibor Czerny (Ameche)

Correo de Indias (1942)




Director: Edgar Neville
España, 1942, 99 minutos

Correo de Indias (1942) de Edgar Neville


Correo de Indias fue el primer largometraje que acometía Neville tras su breve periplo italiano en los años inmediatamente posteriores a la contienda civil. Quizá por ello, y para desmarcarse del acentuado tono bélico de las dos producciones que allí había dirigido (Frente de Madrid y La muchacha de Moscú), optó por una película de corte histórico en la línea de las ensoñaciones románticas y/o de exaltación patriótica a las que tan dado era el cine nacional de aquel entonces.

De lo primero da fe el tópico de los amantes cuyos cadáveres aparecen abrazados y en perfecto estado de conservación tras haber chocado su barco contra un iceberg, elemento al que cabe añadir la morbosidad novelesca del carácter adúltero que posee, en un principio, la relación que mantienen la Virreina (Conchita Montes) y el Capitán (Julio Peña), así como el hecho de que sus cuerpos son hallados a bordo de un buque "fantasma".



Y en cuanto al enardecimiento patrio, conviene señalar que aunque está presente es, sin embargo, menor al que se puede encontrar, por ejemplo, en un filme de similares característicos dirigido cinco años después por Florián Rey: La nao Capitana (1947). Efectivamente, en los diálogos de Correo de Indias se hace apología de los "valores" hispánicos que los pobladores llevaron al continente americano, si bien desde una óptica espiritual que pretende marcar distancias con el pragmatismo del resto de potencias colonizadoras: "Todo aquel que siente alguna inquietud, viene aquí. Pero los otros países, esos que venden aparatos, no piensan más que en esta tierra nuestra. Y esos vendrán por los caminos que hicimos nosotros sin exponer nada. ¿Pero qué quiere? Son dos destinos diferentes. Ellos venden máquinas. Nosotros damos género. Son distintos conceptos de la colonización."

En el plano estrictamente técnico, son dignos de mención los decorados y maquetas de Sigfrido Burmann, quien debió enfrentarse a la nada fácil tarea de ambientar una historia que, en su mayor parte, se desarrolla en el interior de una fragata en alta mar: reto que, ya desde los títulos de crédito, supera con nota al mostrar un prototipo del navío que evoluciona majestuoso surcando las olas sin que se note mayormente que se trata de una réplica a escala.


viernes, 30 de marzo de 2018

Parc (2008)




Director: Arnaud des Pallières
Francia, 2008, 109 minutos

Parc (2008) de Arnaud des Pallières


La carta blanca que la Filmoteca de Catalunya dedica estos días a Sergi López es ocasión más que propicia para recuperar títulos que, como Parc (2008), permanecen aún inéditos en nuestras pantallas a pesar de la década transcurrida desde su rodaje.

Adaptación un tanto sui géneris de Bullet Park (1969), la tercera de las novelas que publicara el narrador norteamericano John Cheever (1912-1982), Parc supuso, a su vez, el tercer largometraje dirigido por Arnaud des Pallières, tras Drancy Avenir (1997) y Adieu (2003).



No puede decirse, ni mucho menos, que estemos ante una película redonda, si bien depara dos o tres momentos de un cierto interés, sobre todo por el particular uso del sonido que se lleva a cabo. Su mayor defecto, tal vez, es lo errático de su estructura, quizá porque el director andaba más preocupado en crear una atmósfera inquietante que no en perfilar los detalles que llevan a Paul Marteau (Jean-Marc Barr) a arremeter contra la familia Clou (ojo al juego de palabras: Marteau, es decir, 'martillo' versus Clou, o sea, 'clavo' y al que el cartel de la película también aludía de forma gráfica).

La acción, con el trasfondo de unos graves disturbios que están teniendo lugar en las grandes ciudades de casi toda Francia, se sitúa en una exclusiva zona residencial donde Georges y Hélène Clou (Sergi López y Nathalie Richard, respectivamente) llevan una vida menos idílica de lo que parece, en compañía de su depresivo hijo adolescente Tony (Laurent Delbecque).


M, el vampiro de Düsseldorf (1931)




Título original: M
Director: Fritz Lang
Alemania, 1931, 117 minutos

M, el vampiro de Düsseldorf (1931)

La silueta de Peter Lorre, en forma de inquietante sombra, se proyecta sobre el cartel que anuncia una suculenta recompensa de diez mil marcos destinada a quien logre dar con el asesino de niñas que aterroriza a la ciudad. Y lo hace apenas unos segundos antes de dirigirse a su próxima víctima, precisamente una de esas inocentes criaturas, que hasta hace unos instantes estaba lanzando su pelotita contra dicha pared. Hace falta ser un consumado cineasta, sabedor de la importancia de la imagen en un arte eminentemente visual, para concebir una semejante entrada del personaje protagonista.

Talento, sí, pero sobre todo valor: porque la visión que arroja M de la Alemania del momento y de sus autoridades no puede ser más demoledora. Un país en el que los unos recelan de los otros, cuya policía es incapaz de dar con el criminal más buscado y donde el hampa demuestra poseer un grado de eficiencia muy superior era terreno abonadísimo para el inminente ascenso de los nazis al poder.



M supuso, por otra parte, la primera incursión sonora de Fritz Lang, lo cual no fue óbice para que el realizador hiciese un uso magistral de las posibilidades que ofrecía el nuevo sistema. La más recordada, tal vez la más ingeniosa, es la melodía del Peer Gynt de Edvard Grieg ("En la gruta del rey de la montaña") que no sólo acaba delatando al culpable, sino que actúa de verdadero leitmotiv durante todo el filme (por cierto: ver la versión restaurada del mismo nos depara la sorpresa de comprobar que la música tenía mucho menos peso en el montaje original que no en ulteriores copias  adulteradas que han solido circular de este clásico del expresionismo alemán).

Sea como fuere, las interioridades de ese mundo subterráneo en el que el crimen organizado juzga y condena a Hans mantienen intacta su fuerza a pesar de los casi noventa años transcurridos desde su filmación. Un portento de elocuencia y de parodia del sistema judicial de la República de Weimar, premonitorio de la farsa en la que se iba a convertir la democracia germana en breve.


jueves, 29 de marzo de 2018

Novecento (1976)




Director: Bernardo Bertolucci
Italia/Francia/Alemania, 1976, 317 minutos

Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci


Monumental es un adjetivo que se queda corto para calificar las más de cinco horas de duración de este fresco histórico, sin duda una de las mejores películas jamás filmadas. Por la relevancia de los hechos que se recrean, así como por el rigor de su puesta en escena, Novecento podría considerarse, en muchos aspectos, una de las cumbres de la cinematografía italiana. Y, sin embargo, llama poderosamente la atención que, en un filme tan estrechamente ligado a la historia de aquel país, la mayor parte del reparto lo formasen estrellas internacionales norteamericanas: Robert De Niro, Donald Sutherland, Burt Lancaster, Sterling Hayden... Más un jovencísimo Gérard Depardieu que, en pocos años, también alcanzaría el estrellato.

En el guion de los hermanos Bertolucci y Franco Arcalli, el período descrito, que abarca desde la llegada del nuevo siglo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, se caracteriza por las crecientes tensiones sociales, con un proletariado que, poco a poco, va tomando conciencia de las injusticias que padece y una burguesía decadente y depravada que terminará abrazando el fascismo como tabla de salvación para preservar sus privilegios de clase. Lo cual desemboca, dentro de la lógica interna del relato, en el linchamiento del matrimonio Mellanchini a manos del campesinado furibundo: hábilmente planificado, el espectador puede llegar a sentir lástima hacia Regina y Attila cuando los ve por vez primera en las escenas iniciales huyendo campo a través, para, tras haber asistido a la repulsiva relación de sus abusos en el pasado, desear que se ensañen con ellos aún más encarnizadamente. Se trata de un recurso narrativamente efectivo (aunque discutible desde un punto de vista moral) del que, dos años más tarde, se servirá también el cineasta Alan Parker en El expreso de medianoche (1978) al hacer que el protagonista descargue en el cruel carcelero turco toda la rabia que ha ido acumulando durante el filme a base de vejaciones.



Quizá sea debido a su estrecha vinculación con los acontecimientos políticos a los que hace referencia, pero lo cierto es que no suele ser habitual que se compare Novecento con otras cintas. Cuando, en realidad, se podrían establecer diversos paralelismos entre éste y otros títulos míticos, aunque no forzosamente de la misma temática. Con El Padrino, por ejemplo, comparte un par de actores (De Niro y Hayden), amén del posible parecido entre las relaciones que tanto mafia como patronos establecen con sus tributarios. De El gatopardo toma un similar aire caduco a través de Burt Lancaster, que ya no es un príncipe venido a menos sino el patriarca de una estirpe de terratenientes. Por último, y aunque pille más lejos estilística e ideológicamente, el vínculo que se genera entre Alfredo y Olmo (nacidos el mismo día, pero en bandos opuestos) recuerda remotamente al que se producía en Ben-Hur entre Messala y Judah, unidos de por vida por una rivalidad irresoluble entre antiguos amigos de infancia.




¿Qué más se puede añadir que no se haya dicho ya a propósito de un clásico como éste? ¿La fotografía de Vittorio Storaro? ¿La banda sonora de Ennio Morricone? ¿Las dos partes en que, a causa de su duración, se dividió en el momento del estreno? ¿Que el cuadro reproducido en el cartel y durante los créditos es Il quarto stato (1901) de Giuseppe Pellizza da Volpedo? Y lo que es más ocioso: ¿sería hoy posible una película así? Llegados a este punto habría dos respuestas posibles. Una sería zanjar la cuestión por la vía rápida diciendo que no: que por lo explícito de alguna de las escenas en materia de sexo y violencia o, incluso, por el compromiso ideológico antifascista que encierra la historia en sí misma el proyecto difícilmente sería viable a tenor de la imperante corrección política que todo lo domina y todo lo condiciona. La otra opción, más posibilista (pero en el fondo, si bien se mira, mucho más perversa) es que Novecento claro que sería factible: sería una serie de Netflix, debidamente expurgada, difundida por entregas y comercializada por temporadas. ¡Uf, qué miedo! Mejor no dar ideas...


miércoles, 28 de marzo de 2018

La casa junto al mar (2017)




Título original: La villa
Director: Robert Guédiguian
Francia, 2017, 107 minutos

La casa junto al mar (2017)


Una pátina color sepia lo tiñe todo en la última película de Robert Guédiguian. Con ese recurso (la dirección de fotografía ha corrido a cargo de Pierre Milon) parece que el director marsellés haya querido subrayar una cierta nota nostálgica, algo así como la traducción en imágenes de la melancolía que le produce constatar el ocaso de una forma de entender la vida que tiene los días contados. Filme crepuscular, verdadero paisaje después de la batalla, los personajes de La villa adolecen todos, en mayor o menor grado, de una pesadumbre que se deja traslucir en la languidez de sus movimientos.

Los viejos han perdido la esperanza, acosados por una creciente especulación inmobiliaria que ha convertido su otrora paraíso en un rincón inhóspito de casas vacías frente al mar. Los no tan viejos se resisten a abandonar el lugar, pero, sobre todo, a aceptar que las reglas del juego han cambiado: Armand (Gérard Meylan) mantiene abierto el modesto restaurante de su padre pese a que las mesas están vacías; Joseph (Jean-Pierre Darroussin) vive instalado en un discurso obsoleto, el del mayo del 68, y Angèle, la hermana de ambos (Ariane Ascaride), hace ya mucho tiempo que se marchó de allí con el pretexto de desarrollar una brillante carrera como actriz de teatro y televisión.



La situación de los jóvenes no es mucho más envidiable: Bérangère, la novia de Joseph (Anaïs Demoustier), se debate entre su brillante porvenir como ejecutiva (de momento va tirando vía Skype) y una relación de pareja, condicionada por la diferencia de edad, en la que cada día tiene menos fe. Joseph la define a la perfección cuando le dice: "Sientes a la izquierda, pero piensas a la derecha: como todo el mundo hoy en día". Yvan (Yann Trégouët) ha hecho carrera en el extranjero, pero cada vez que regresa a casa de sus padres, una sencilla pareja de ancianos, nota que ya apenas si congenia con ellos. Por último, Benjamin (Robinson Stévenin) se ha resignado a ganarse la vida como pescador, aunque mantiene viva la ilusión gracias al grupo de teatro amateur del que forma parte.

Nos encontramos, de largo, ante el Guédiguian más sombrío de los últimos tiempos, consciente del naufragio del mundo tal como lo conocimos. Sin embargo, conforme avance la acción habrá algunos destellos de esperanza, amén de la llegada imprevista de unos niños, parte de un contingente de inmigrantes clandestinos buscado por el ejército, y que provocarán (un poco como ya sucedía en Le Havre de Kaurismäki) que el resto de personajes acaben replanteándose sus propios esquemas.


Niño nadie (1997)




Director: José Luis Borau
España, 1997, 100 minutos

Niño nadie (1997) de José Luis Borau


Si la lógica decide
de la verdad y el error,
niño cierto, niño falso,
blanco de contradicción.

Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.

Si entre la carne y el verbo
imposible fue el amor,
niño nadie, niño nunca,
niño nada, niño no.

"Villancico" (1972)
Rafael Sánchez Ferlosio

«Una película a lo Bergman, pero en clave carpetovetónica». Hombre: escuchando esta peculiar definición que el propio José Luis Borau soltó en el momento del estreno de Niño nadie, se le ocurre a uno aquella frase de Baroja (absolutamente espuria, por otra parte) al enterarse de la existencia de una publicación periódica llamada El Pensamiento Navarro: «¿Pensamiento y Navarro? ¡Imposible!» Porque una cosa es que Evelio, el protagonista al que da vida Rafael Álvarez "El Brujo", exprese sus dudas existenciales con mayor o menor fortuna y otro muy distinto cantar es que este confuso gatuperio tenga algo que ver con la profundidad alcanzada por el cineasta sueco en cualquiera de los títulos de su extensa filmografía.

Se lamentaba Borau, por otra parte, de la indiferencia absoluta con que fue acogido un filme que, además, terminaría siendo el penúltimo de su carrera (cerrada, definitivamente, tres años más tarde con Leo). De lo cual se deduce, volviendo a la apócrifa anécdota barojiana a la que antes aludíamos, que este tipo de disquisiciones metafísicas nunca fueron muy del gusto del público por estos pagos.

"¡Me ha convencido!"

En fin: incomprendida o no, convergen en Niño nadie diversas referencias literarias y filosóficas, algunas confesas y otras veladas. De entre las primeras, la más destacable es La vida es sueño de Calderón, a cuyos ensayos incluso asisten los personajes justo en el momento en el que Irene (Paca Gabaldón) recita el célebre monólogo de Segismundo. Menos evidente, pero igualmente perceptible, es el eco de la incertidumbre unamuniana en la relación que entablan Evelio y su mentor don Dámaso de Blas (Josep Castillo) y que tanto recuerda a la establecida entre Augusto Pérez y el mismísimo Unamuno en la nivola Niebla. De hecho, hay algunos diálogos, como el que a continuación reproducimos, que parecen extraídos de dicha obra:

EVELIO: No estoy preparado, ya lo sabe. ¡Soy un don nadie!
DÁMASO: Nunca mejor dicho, además.
EVELIO: Hombre: que lo diga yo, la verdad, vale; pero que lo diga usted…
DÁMASO: No hay razón para molestarse. Es usted un don nadie como cualquier hijo de vecino. Ellos, yo, usted: todos somos don nadies. ¿Por qué íbamos a ser rancho aparte? Si el tiempo y la distancia no existen, según ha demostrado Einstein, ¿por qué íbamos a existir nosotros? Somos una entelequia, una ficción, y hemos de actuar en consonancia. Al menos, de momento.

Lo demás no deja de ser una enmarañada amalgama de temas y situaciones de toda índole y de muy dudoso interés, desde sectas los miembros de las cuales se desnudan para celebrar sus reuniones secretas hasta trenecitos eléctricos tirados por una locomotora de oro, pasando por un equipo de fútbol juvenil en cuyos vestuarios se instalarán Evelio y Asun (Icíar Bollaín). Lo dicho: infumable.

"Hola, Niño Nadie"

martes, 27 de marzo de 2018

Modesty Blaise, superagente femenino (1966)




Título original: Modesty Blaise
Director: Joseph Losey
Reino Unido, 1966, 119 minutos

Modesty Blaise (1966) de Joseph Losey


Deliciosamente intrascendente, Modesty Blaise, adaptación cinematográfica del cómic creado por Peter O'Donnell y el dibujante Jim Holdaway, nació con la discutible misión de ser la parodia amable, en clave femenina, de la saga James Bond. Y si no fuera por lo emblemático de algunos de los nombres que en ella tomaron parte, a buen seguro que la película habría caído enseguida en el olvido más absoluto.

Veamos rápidamente la lista, porque no tiene desperdicio: el futuro premio Nobel Harold Pinter (aunque sin acreditar) parece ser que intervino en el guion; uno de los malditos de Hollywood, Joseph Losey, la dirigió (se conoce que el buen hombre debía de estar pasando apuros económicos en aquel entonces para aceptar lo que, a todas luces, tiene pinta de ser un mero trabajo alimenticio); Terence Stamp, en una de las decisiones más equivocadas de su carrera profesional, rechazó participar en Alfie para protagonizar este engendro; Dirk Bogarde acaso se dejó enredar por Losey para enfundarse una peluca blanca y encarnar al antagonista de una historia sin pies ni cabeza; y en cuanto a Monica Vitti... La bella italiana merece un párrafo aparte.



Musa (y algo más) de su compatriota Michelangelo Antonioni, la pareja se mostró tan unida durante el rodaje que la actriz recibía más indicaciones y consejos del italiano (quien, a la sazón, se encontraba en Londres ultimando los preparativos de Blow-Up, otro filme icónico, como Modesty Blaise, de la década de los sesenta) que no del verdadero director de la cinta, por lo que Losey, a pesar de la admiración que le inspiraba la obra de su colega, se vio en la tesitura de tener que pedirle que abandonase el plató...

En esencia, el mundo que aparece reflejado en Modesty Blaise es básicamente el nuestro: una sociedad de consumo y de masas, con turistas y grandes ciudades, dominada por el hedonismo, el culto a la moda, a la juventud y demás elementos de la cultura pop. Por eso la gente iba a ver películas como ésta, o como Estambul 65 de Isasi, a pesar de su nulo argumento o de sus innumerables (e intencionados) fallos de racord: por la simple despreocupación de ver desfilar ante la pantalla el colorido estridente de los modelitos entre futuristas y ligeramente erotizantes de una Monica Vitti adorable o de la no menos despampanante Jane Fonda en la muy similar Barbarella (1968).


lunes, 26 de marzo de 2018

Las troyanas (1971)




Título original: The Trojan Women
Director: Michael Cacoyannis
Reino Unido/EE.UU./Grecia, 1971, 102 minutos

Las troyanas (1971)

ἄνα, δύσδαιμον, πεδόθεν κεφαλή: 
ἐπάειρε δέρην: οὐκέτι Τροία 
τάδε καὶ βασιλῆς ἐσμεν Τροίας...

Eurípides
Troyanas, vv. 98-100

Se acaba de representar estos días, en el Teatro Romea de Barcelona y con notable éxito de público, el montaje de Las troyanas de Eurípides a cargo de la valenciana Carme Portaceli. Seis únicas funciones que ayer domingo llegaban a su fin, brindándonos ahora una oportunidad magnífica para revisar la versión cinematográfica que dirigiera Michael Cacoyannis en 1971.

Rodada en la guadalajareña localidad de Atienza, la película contó con un reparto tan excepcional como internacional. Así pues, el papel de la venerable Hécuba fue a parar a la no menos legendaria Katharine Hepburn, todo un mito viviente del Hollywood clásico; la británica Vanessa Redgrave encarnó a Andrómaca, viuda del héroe Héctor y madre del niño Astianacte; el cupo griego lo cubrió Irene Papas, interpretando a una inusual Helena de pelo negro; por último, una actriz entonces emergente, la quebequesa Geneviève Bujold, se metió en la piel de la perturbada Casandra.



"La fuerza de la humanidad han sido siempre sus mujeres", rezaba el eslogan que podía leerse en los carteles promocionales de un filme cuyos diálogos procedían de la traducción inglesa de Edith Hamilton que ya se había estrenado en los escenarios de Broadway en 1938, no sabemos si con más o menos fidelidad al original griego en la puesta en escena. Porque en la versión fílmica se prescinde del monólogo inicial de Poseidón y su posterior diálogo con Atenea, reemplazándolos por una simple y neutra voz en off, cuyas palabras ilustran las escenas del saqueo e incendio de Troya. Seguramente con muy buen criterio, que ver a los dioses en pantalla ya no produce el mismo efecto que antaño.

De hecho, la versión de Alberto Conejero que pudimos ver ayer en el Romea también suprime esa introducción olímpica, reemplazándola por un monólogo de Taltibio (Nacho Fresneda) que conecta la esencia de la tragedia con la barbarie en el mundo de hoy en día. En 2018, decir Troya significa decir Siria, decir Afganistán, decir Irak o Libia o cualquier otro punto del globo en el que la población civil (en especial mujeres y niños) padezca los efectos colaterales de los muchos frentes que, por desgracia, aún siguen abiertos. Esposas de supuestos héroes a las que un ateniense de hace dos mil quinientos años, sabedor de lo valioso de su mudo testimonio, les hizo decir por boca de la desdichada Hécuba, ayer casada con un rey, mañana esclava de Ulises:

Si un dios nos hubiese enterrado 
en el corazón de la tierra,
cerrando el suelo por encima de nosotras,
habríamos sido desconocidas 
y no habríamos sido ensalzadas
proporcionando temas de canciones 
a la inspiración de los hombres del futuro.

(Traducción de Ramón Irigoyen, Alianza Editorial, página 104, vv. 1242-1245)


La casa sin fronteras (1972)




Director: Pedro Olea
España, 1972, 92 minutos

La casa sin fronteras (1972) de Pedro Olea


No hace falta ser demasiado observador para darse cuenta enseguida de que, adaptando el relato titulado "Lluvia" del escritor mejicano José Agustín, lo que pretendía Pedro Olea era llevar a cabo una crítica velada del ascendiente que el Opus Dei ejercía sobre la sociedad española tardofranquista. No en vano, ese Bilbao entre tétrico y gris, magistralmente fotografiado por Luis Cuadrado, en el que transcurre la acción es una tierra donde poder político y religioso han solido ir bastante de la mano.

La casa sin fronteras, metáfora de los múltiples tentáculos que la mencionada prelatura llegó a propagar en todos los ámbitos de la vida nacional, sobre todo a través de los tecnócratas que, a partir de los sesenta, coparon no pocos ministerios en los sucesivos gobiernos de la dictadura, aparece en la película como una misteriosa corporación de hombres de negro que captan a sus adeptos entre los jóvenes llegados a la capital en busca de fortuna.



La música de Carmelo Bernaola (lo más parecido que hemos tenido en este país a un Bernard Herrmann) acabará de perfilar la atmósfera de creciente angustia, concretada en esas gélidas casonas donde adustos mayordomos abren puertas que conducen hacia el horror del castigo corporal. Así lo especifica el cruento Artículo 27, que el Gran Consejo reserva para los acreedores del delito de más grave naturaleza: "Quien a juicio del último tribunal traicionare gravemente nuestros altos fines será sometido al castigo único. Su cuerpo será traspasado en puntos no vitales por tantos estiletes como sean necesarios para acabar con su vida y lavar así, con la última gota de su sangre, la capital afrenta infligida a la organización".

En el lado de las víctimas, Daniel (Tony Isbert) será el principal damnificado por la enigmática organización que todo lo puede junto con Lucía (Geraldine Chaplin), si bien Óscar (un jovencísimo Eusebio Poncela) y el Decano del Coro (un veteranísimo Julio Peña) también padecerán suplicio; los inquietantes victimarios, en cambio, fueron interpretados por la sueca Viveca Lindfors (Señorita Elvira) y el norteamericano afincado en Madrid William Layton (Líder de la Casa), ayudados por un ancianito aparentemente inofensivo (José Orjas), que pulula por las estaciones de tren y otros lugares especialmente concurridos y que es experto en granjearse la confianza de las futuras víctimas.


domingo, 25 de marzo de 2018

Una mujer fantástica (2017)




Director: Sebastián Lelio
Chile/Alemania/España/EE.UU., 2017, 100 minutos

Una mujer fantástica (2017)


Un simple detalle nos revela la esencia de Una mujer fantástica: la policía interroga a la protagonista tras producirse el óbito de su pareja; a la pregunta de si habían mantenido relaciones sexuales justo antes del fallecimiento, ella parece incomodarse, mira fijamente a la inspectora y, después de una breve pausa, responde simplemente: "No me acuerdo". Y al espectador, que sabe que sí que intimaron, porque lo ha visto, le queda definitivamente claro que el pudor de Marina (Daniela Vega) es sincero, puesto que ella siente la pregunta como una intromisión en su vida privada.

Merecidísimo Oscar a la mejor película de habla no inglesa, multipremiada en Berlín, Goya a la mejor producción iberoamericana... Una mujer fantástica posee, además, un tempo pausado que se nos acaba contagiando, un poco como la canción de Alan Parsons que le sirve de leitmotiv. Desde las cataratas de Iguazú en los créditos iniciales hasta la taquilla vacía en la sauna Finlandia, desde la fiesta de cumpleaños en el restaurante chino hasta la interpretación del aria de Händel que cierra el filme, todo encaja a la perfección en la que es, sin duda, una de las sensaciones del año.

Orlando y Marina bailando, mientras de fondo suena "Time"


Un alegato contra la intolerancia que sabe huir, sin embargo, de los clichés al uso para adentrarse en lo más profundo de las relaciones humanas. Quizá por ello, y a pesar de su ambientación chilena, la historia narrada por Sebastián Lelio y su coguionista Gonzalo Maza tiene vocación universal: allá donde haya personas con un mínimo de sensibilidad, seres humanos que padecen la incomprensión ajena a causa de su orientación sexual o por haber nacido en el cuerpo equivocado, la película producirá un certero efecto balsámico.

Que roza lo sobrenatural en uno de sus momentos culminantes (nos estamos refiriendo a la escena del crematorio), cuando parece que Marina percibe la presencia del finado Orlando (Francisco Reyes), con cuya familia, empero, no lo va a tener nada fácil, toda vez que la ven, con la excepción del hermano, como a una intrusa. Aunque ella, que no sólo es "la mujer fantástica", sino, sobre todo, una mujer valiente, hará prevalecer su pundonor.

Marina y la Diabla

sábado, 24 de marzo de 2018

La Señora de Fátima (1951)




Director: Rafael Gil
España, 1951, 94 minutos

La Señora de Fátima (1951) de Rafael Gil


JACINTA: Nuestras ovejas nunca están en guerra y viven felices. 
LUCÍA: Pero ellas se conforman con lo que tienen. Los hombres siempre quieren más. Y por eso Dios les envía su castigo. 

En una película basada, como La Señora de Fátima, en un milagro de los oficialmente reconocidos por El Vaticano, parecería lógico que todos los cabos de la trama acabasen confluyendo en la apoteosis final. Sin embargo, el enardecimiento de la muchedumbre bajo la lluvia, quizá por sernos conocido de antemano (ocurrió el 13 de octubre de 1917), no logra ocultar el verdadero propósito de una de las cintas más célebres alumbradas por el nacionalcatolicismo franquista. Puede que los misterios anunciados a los tres pastorcillos fuesen tres (o cuatro, según otras fuentes), pero lo que no tiene nada de misterioso son los diálogos escritos por Vicente Escrivá. Ya en una de las primeras escenas, hará que los personajes interpretados por Fernando Rey y el mejicano Tito Junco mantengan la siguiente conversación:

DUARTE: ¡Buen distrito el suyo, Oliveira! 
OLIVEIRA: ¡Bah, no es peor que otros! Sólo que aquí a la gente hay que atraerla de cierta manera. Aquí el marxismo debe entrar poco a poco y, si es preciso, entre jaculatorias y ave Marías. Al menos, hasta que podamos imponerlo por la fuerza. 
DUARTE: Eso va a resultar difícil. Son muchos siglos de rutina, Oliveira. 
OLIVEIRA: Tanto mejor: el pueblo ruso también guardaba sus santos bajo la almohada y ya ha visto. (ríen)

De modo que ni niños que recuperan la vista ni esposas en silla de ruedas que echan a andar repentinamente: la verdadera tesis de la película, al margen de la exaltación de la fe, era insistir en el componente anticlerical de las autoridades lusas en el marco de la primera república portuguesa. Lo cual nos lleva, por fuerza, a la obsesión anticomunista de un régimen militar (el de Franco) que surgió, precisamente, tras derrocar al legítimo gobierno republicano. "Suave en la forma, y sangrienta la intención", aconsejará el Gobernador a sus agentes: curiosamente, un lema tan sibilino como la ideología que encierra La Señora de Fátima.



Ya en otro orden de cosas, un repaso somero de los títulos de crédito arroja alguna que otra sorpresa, como encontrar a José Luis López Vázquez ejerciendo labores de figurinista o a todo un compositor de renombre (Ernesto Halffter) a cargo de la banda sonora, amén del excelente equipo de profesionales que el director Rafael Gil supo reunir para los puestos clave en una superproducción de semejante calibre: montaje de José Antonio Rojo, fotografía de Michel Kelber y decorados de Enrique Alarcón.


viernes, 23 de marzo de 2018

Ultraje (1950)




Título original: Outrage
Directora: Ida Lupino
EE.UU., 1950, 75 minutos

Ultraje (1950) de Ida Lupino


Lo que en apariencia no pasaría de ser una película más de serie B surgida de la factoría RKO encierra, sin embargo, muchos más atractivos de los que a priori pudiera imaginarse. Como el hecho de que fuese dirigida por la actriz Ida Lupino, una de las pocas mujeres que, en el Hollywood de los años cincuenta, logró hacerse un hueco (aunque modesto) en un medio hasta entonces predominantemente masculino.



Por otra parte, Outrage era, además, un título lo suficientemente explícito como para que su temática no pasase desapercibida: si ya hoy en día puede decirse que la violencia sexista recién ha comenzado a saltar a la primera línea de la actualidad informativa, en aquel entonces no sólo resultaba espinoso abordar dicha problemática sino que, en la práctica, era directamente un asunto tabú. De hecho, junto con Belinda (1948) de Jean Negulesco, Ultraje comparte el "honor" de haber sido uno de los primeros filmes que se atrevieron a abordar la violación de una mujer como eje principal de la trama, si bien la palabra es debidamente eludida, usando en su lugar el eufemismo "ataque o asalto criminal".




Son apenas setenta y cinco minutos de metraje, pero de una intensidad dramática tal que hacen de este thriller psicológico un portento en el arte de la dosificación: pocas veces se ha dicho tanto con tan pocos recursos. En realidad, se trata de la misma técnica que la RKO, de la mano del productor Val Lewton, había puesto en práctica una década antes en películas de terror como Cat People de Tourneur, sólo que ahora iba a ser utilizada para trasladar a la pantalla el trauma de la protagonista.



Hay varias escenas que, en relación con lo anterior, son dignas de ser mencionadas. El momento en el que se consuma el abuso, por ejemplo, es de una tensión expresionista memorable: el claxon de un camión inunda con su estruendo la desierta vecindad en plena madrugada, mientras víctima y victimario desaparecen tras el mismo edificio en el que un hombre se asoma a la ventana para... cerrarla. Previamente, una indefensa Ann (Mala Powers) había aporreado en vano los cristales de los bajos en un callejón sin que nadie acudiese en su auxilio, intentando parar después un taxi, aunque con idéntico resultado: en casos como éste, parece decirnos Lupino, la sociedad prefiere mirar hacia otro lado...


La huelga (1925)




Título original: Стачка (Stachka)
Director: Sergei M. Eisenstein
Unión Soviética, 1925, 89 minutos

La huelga (1925)


La fuerza de la clase trabajadora es la organización. Sin la organización de las masas, el proletariado no es nada. Organizado, lo es todo. Ser organizado significa unidad de acción, la unidad de la actividad práctica.

Lenin (1907)

Serguéi Mijáilovich Eisenstein (1898-1948) debutaba en el largometraje con un filme de una coherencia extraordinaria: encabezado por la cita de Lenin que incluimos al frente de estas líneas, La huelga (1925) es realmente la plasmación en imágenes de esa "unidad de acción" que debe regir "la organización de las masas". Porque no puede decirse que el protagonista de la película sea este o aquel personaje, sino que es en el conjunto de los trabajadores donde reside el heroísmo de enfrentarse contra las circunstancias que los oprimen.

"Gestación de la huelga": reflejo sobre el agua de un charco


En ese orden de cosas, el realizador soviético opta por manejar al conjunto de operarios de la fábrica en la que se desarrollan los hechos como un macroorganismo capaz de organizarse y actuar al unísono frente a los abusos del patrono y sus secuaces. Planteamiento que, por otra parte, adolece de un maniqueísmo que hoy en día puede parecer un tanto ingenuo (no hay más que ver al orondo director, ataviado con levita y chistera y fumándose un puro tras la mesa de su lujoso despacho, para apreciar la total ausencia de matices en la caracterización de los personajes).

Primera de las seis partes: "Todo está en calma en la fábrica"


Aún así, se da en Stachka una serie de felices hallazgos capaces de sorprender todavía al espectador del siglo XXI por su audacia visual. Como el uso del montaje, con esas reses degolladas poco antes del desenlace y que, al insertarse en medio de la carga policial contra los obreros, realzan la crueldad de los métodos empleados para reprimir las protestas. O aquel otro plano, justo al inicio, en el que vemos reflejado sobre el agua de un charco cómo traman sus planes los cabecillas de la huelga. Otros, en cambio, dejan traslucir un sentido del humor que no suele asociarse con la imagen que a veces se tiene del cine soviético: los directivos de la fábrica contactan telefónicamente con el comisario y éste, a su vez, hojea sobre su escritorio el cuaderno donde se incluyen las fotografías de los agentes encubiertos que actúan de informantes ("El Mono, el Callado, el Patriarca, el Compatriota, Zoya, el Bulldog, el Zorro, el Sastre, el Pastor, el Búho, el Ave de paso..."). Retratos que, repentinamente, cobran vida, dividiendo la pantalla en cuatro sectores.



Joya incontestable, en definitiva, del período mudo cuyas imágenes recibían esta tarde el acompañamiento musical del piano del mestre Joan Pineda en la sesión que ha tenido lugar en la Sala Chomón de la Filmoteca de Catalunya.


jueves, 22 de marzo de 2018

El proceso de Juana de Arco (1962)




Título original: Procès de Jeanne d'Arc
Director: Robert Bresson
Francia, 1962, 62 minutos

El proceso de Juana de Arco (1962)


Los azares del destino han querido que la siguiente película comentada en este blog sea la austera recreación bressoniana de los últimos instantes de la vida de la Doncella de Orléans. Lo cual no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que nuestra anterior entrada estuvo dedicada al un tanto sacrílego acercamiento que Bruno Dumont ha realizado a propósito de la infancia del mismo personaje.

Procès de Jeanne d'Arc, como su propio título indica, partía del testimonio que Juana de Arco expuso ante los severos jueces de Ruan durante el juicio sumarísimo que la acabaría condenando a morir quemada en la hoguera. Se trata, por tanto, de un ejercicio de sobriedad en el que Bresson, consciente o involuntariamente, establece un claro paralelismo entre la presencia inglesa en territorio francés a principios del XV con la ocupación nazi y el régimen colaboracionista de Vichy. En ese sentido, el obispo Cauchon podría considerarse un trasunto evidente del mariscal Pétain, ya que su inflexibilidad conlleva la ejecución del símbolo de la resistencia frente al invasor extranjero.



La literalidad de los diálogos, centrados en cuestiones tan "trascendentales" como qué ropas vestían San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina cuando se le aparecieron o a qué hora suele escuchar la acusada la voz del ángel que la guía, otorga al filme una apariencia de realismo que el realizador subrayará después con insertos de los pies de los personajes al desplazarse desde el tribunal hasta las celdas del presidio: más que por el vestuario, Bresson intenta, desde el plano inicial, situarnos en la época a través del calzado. Un verismo que se consigue, por otra parte, recurriendo a actores no profesionales, si bien la debutante Florence Delay tendría una cierta continuidad posteriormente, participando en cuatro títulos más (su último trabajo, El juego del poder, a las órdenes del argentino Hugo Santiago, data de 1979).

En definitiva, El proceso de Juana de Arco se inscribe, tanto temáticamente como por la frugalidad de su blanco y negro, en la misma nómina que obras cumbre de la historia del cine como Dies irae de Dreyer, cuyo trabajo más célebre del período mudo ya había abordado el mismo litigio contra la futura santa vestida de hombre.


martes, 20 de marzo de 2018

Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017)




Título original: Jeannette, l'enfance de Jeanne d'Arc
Director: Bruno Dumont
Francia, 2017, 105 minutos

Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017)


Ya hemos hablado en alguna ocasión del personal estilo que el realizador francés Bruno Dumont imprime a sus películas: entre lo grotesco y lo absurdo, hace falta ser muy cinéfilo para no salir corriendo de la sala de proyección a la mínima de cambio. Y, sin embargo, resulta innegable su capacidad de no dejar indiferente a nadie, lo cual ya es un mérito en sí mismo. En la última de las entregas por él firmada se atreve con uno de los símbolos intocables de la vieja Francia (claro que, tratándose de alguien que debutó en 1997 con La vida de Jesús, hablar ahora de Santa Juana de Arco debe de ser pan comido, aunque sea a ritmo de heavy metal).

Así, de entrada, lo primero que llama la atención de Jeannette es una dirección de fotografía en la que el azul posee un protagonismo indiscutible: de ese mismo color son el cielo, el vestido de Jeanne, los muros de la casa paterna... Se diría que, al igual que ocurriera con Picasso, Dumont atraviesa un período creativo azul. Que contrasta, en la composición de muchos otros encuadres, con el verde de la vegetación o la tonalidad mate de la arena. En definitiva, un tratamiento de la imagen aparentemente deudor de la pintura del siglo XV.



De hecho, al ver a esa niña rodeada de ovejas es inevitable pensar en otras apuestas arriesgadas del cine galo cuyos autores también se inspiraron en referentes de alto contenido literario o religioso. Nos vienen a la mente dos casos ilustres: el Rohmer que ponía punto y final a su larga trayectoria tras las cámaras con el bucolismo de El romance de Astrea y Celadón (2007) o, aún más atrás en el tiempo, el Buñuel que se atrevió a escenificar los dogmas y herejías del Cristianismo en La voie lactée (1969). Con un uso de la música, sin embargo, remotamente parecido a experimentos como el que llevara a cabo Sofia Coppola en María Antonieta (2006).

En cualquier caso, y a pesar de lo irreverente de su propuesta, Dumont pasa a formar parte, con este musical tan sui géneris, de la extensa nómina de cineastas que han abordado la figura de la Doncella de Orléans. Una lista en la que destacan nombres ilustres que van desde Dreyer hasta Luc Besson, pasando por Victor Fleming, Robert Bresson, Otto Preminger, Rossellini o Jacques Rivette. Francamente: ya sólo falta que Albert Serra, otro director que hace de la iconoclastia su bandera, nos dé su visión del personaje. Tiempo al tiempo.