domingo, 31 de mayo de 2020

Inland Empire (2006)




Director: David Lynch
Francia/Polonia/EE.UU., 2006, 180 minutos

Inland Empire (2006) de David Lynch


Los títulos finales de crédito de Inland Empire, un verdadero despiporre al ritmo desenfrenado de "Sinner Man", en la voz de Nina Simone, dejan traslucir, además, un inequívoco aire de despedida que la presencia puntual, a modo de cameo, de Laura Harring o Nastassja Kinski no hace más que confirmar. Un adiós al cine (o, por lo menos, a la dirección de largometrajes) marcadamente festivo, pero que, sin embargo, va precedido de tres horas del acostumbrado relato onírico-críptico marca de la casa.

Los materiales con los que se forja dicho engendro son, poco más o menos, los mismos que habían alumbrado el anterior proyecto de Lynch, Mulholland Drive (2001): una actriz (Laura Dern) que se dispone a participar en el rodaje de una importante superproducción hollywoodense, inmersa en el inevitable desfile de productores, directores (Jeremy Irons), coprotagonistas (Justin Theroux)... con los que debe reunirse para ensayar su papel. Y cuya identidad, como no podía ser menos, se irá gradualmente confundiendo con la de la mujer a la que interpreta.



Fruto del concurso de varios países en la financiación, hay una curiosa subtrama polaca que aporta todavía más misterio al ya de por sí enigmático universo del cineasta. Así pues, se insinúa que la película que están a punto de rodar es, en realidad, un remake de un antiguo filme inconcluso de dicha nacionalidad, por lo que la acción irá alternativamente saltando de California a las calles nevadas de Łódź o Varsovia. Y, en esa misma línea, la banda sonora la integran diversas piezas de Lutoslawski o del recientemente fallecido Krzysztof Penderecki (1933-2020).

Una extraña familia de humanoides con cabeza de conejo, presumiblemente personajes de alguna sitcom televisiva, constituyen, sin duda, el elemento más memorable (y a la vez inquietante) de Inland Empire. Algunas de sus voces, por cierto, corresponden a la ya mencionada Laurra Harring o a Naomi Watts (quien encabezó el reparto de Mulholland Dr.), en lo que supone un vínculo más entre este particular testamento fílmico y el resto de la filmografía de su autor.


sábado, 30 de mayo de 2020

Mulholland Drive (2001)




Título original: Mulholland Dr.
Director: David Lynch
EE.UU./Francia, 2001, 147 minutos

Mulholland Drive (2001) de David Lynch


Una mujer amnésica (Laura Harring). Otra que aspira a triunfar en Hollywood (Naomi Watts). Un joven director de cine (Justin Theroux) al que le imponen la actriz protagonista de su próximo proyecto... El resto ni puede ni debe reducirse a palabras: forma parte de esas atmósferas estremecedoras que sólo David Lynch es capaz de crear en sus películas. Y que se prestan a todo tipo de interpretaciones, todas válidas, todas insuficientes, en lo que supone el verdadero incentivo de una forma de contar historias que requiere de la participación activa del espectador.

Con todo y con eso, parece bastante plausible que la mayor parte de la trama sea un sueño, cuyo final se precipita tras la apertura de la misteriosa caja azul en el club Silencio, precedida, ésta, por el clímax que supone la interpretación a capela (y en riguroso playback: recuérdese que "no hay banda") de "Llorando", versión de un tema de Roy Orbison, a cargo de Rebekah Del Río.



Ésta es mi lectura del filme, "si no le gusta, tengo otras...", que diría Groucho Marx. Pero, en cualquier caso, lo que sí que queda meridianamente claro es que Mulholland Drive esboza una historia de amor lésbico que es la base de todo lo demás, al tiempo que se ridiculizan los entresijos de la meca del cine y se desmitifica un supuesto glamur que tiene más de pesadilla que de fábrica de los sueños.

Y es que el verdadero tema, casi el único, de la filmografía de Lynch es la recreación morbosa de una América profunda, enfermizamente hortera y superficial, que representa lo más parecido al infierno en la tierra. Personajes de perturbadora presencia, como la ajada Coco (Ann Miller en su última aparición fílmica), el mandamás en silla de ruedas al otro lado de la vitrina, la pareja de productores italianos (eco de la propia génesis del proyecto: episodio piloto rechazado por las altas esferas y finalmente reconvertido en largometraje gracias a la entrada de capital francés), el cowboy sin cejas o el hombre de detrás de la esquina, mitad homeless, mitad ogro. Añádase la pareja de ancianitos liliputienses de sonrisa hipócrita y el delirio será completo.


viernes, 29 de mayo de 2020

La naranja mecánica (1971)




Título original: A Clockwork Orange
Director: Stanley Kubrick
Reino Unido/EE.UU., 1971, 136 minutos

La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick


—¡Un libro!— dije—. ¡Usted está escribiendo un libro! —Hablé con una golosa muy áspera. —Siempre experimenté la mayor admiración por los que saben escribir libros. —Luego miré la primera hoja, y tenía escrito el nombre, LA NARANJA MECÁNICA, y dije: —Caramba, es un título bastante glupo. ¿Quién oyó hablar jamás de una naranja mecánica?

Anthony Burgess
La naranja mecánica (1962)
Traducción de Aníbal Leal

La que pasa por ser una de las películas más controvertidas del maestro Kubrick es también una de las más incomprendidas (por mucho que, en los últimos años, se haya revalorizado como título de culto a través de la venta de camisetas y todo tipo de material alusivo al particular universo de A Clockwork Orange). Se ha llegado incluso a decir que ya nació vieja, algo que podría achacársele, asimismo, a otras cintas que, como Fahrenheit 451 (1966) de Truffaut, fueron concebidas con una intención futurista que, debido al paulatino paso del tiempo y de las modas, ha quedado, tal vez, obsoleta.

Sin embargo, para llegar a su esencia hay que asumir, en primer lugar, el carácter eminentemente esperpéntico de los personajes, desde la jerga nadsat de los drugos protagonistas hasta la singular sobreactuación que el director impuso a sus actores. A este respecto, también la banda sonora, una extraña mezcolanza de piezas clásicas de Beethoven, Rossini, Purcell o Elgar pasadas por el tamiz electrónico de Walter (hoy Wendy) Carlos, más la guinda genial de Singin' In the Rain, posee un innegable matiz caricaturesco que, teniendo en cuenta el abrumador despliegue musical de la precedente Space Odyssey, roza la autoparodia.



En ese sentido, son varios los ejemplos que confirman el carácter de bisagra de La naranja mecánica dentro de la filmografía de Kubrick. Pongamos por caso cuando el ultraviolento Alex (Malcolm McDowell) y los suyos apalean al pobre sin techo: ¿acaso no están reproduciendo la misma conducta que los homínidos que se disputaban aquel charco pestilente en 2001? Y la misma sensación de déjà vu provoca el par de Lolitas que Alex se lleva a su cuarto, los continuos toques humorísticos que conectan de pleno con Dr. Strangelove o la visión fugaz en la que se ve a sí mismo ataviado con los ropajes de un centurión romano a lo Espartaco. Intuición corroborada por la presencia, en un lugar bien visible, del disco de 2001 en la tienda de vinilos que visita el joven.

Aunque, en esa misma línea, lo más interesante es, sin duda, cómo la película prefigura la posterior trayectoria del cineasta: el severo alcaide de la prisión que recuerda al sargento Hartman de Full Metal Jacket (1987), los espacios opresivos-laberínticos-inquietantes, así como la propia ultraviolencia, sobre los que volverá, con mayor insistencia todavía, en The Shining (1980)... Elementos, todos ellos, personalísimos, por cuanto constituyen lo más definitorio del estilo de Kubrick como cineasta, pero que, curiosamente, contrastan con la enorme fidelidad del filme respecto a la novela de Anthony Burgess.

"Sí, yo ya estaba curado..."

jueves, 28 de mayo de 2020

Ven tras de mí (1949)




Título original: Follow Me Quietly
Director: Richard Fleischer
EE.UU., 1949, 60 minutos

Ven tras de mí (1949) de Richard Fleischer

Para ser una cinta de apenas una hora de duración, Follow Me Quietly engloba una enorme variedad de registros: es, por encima de todo, un thriller policíaco en el que el detective Harry Grant (interpretado por William Lundigan) se afana por descubrir la verdadera identidad de un asesino en serie que se hace llamar El Juez; pero cuando se cruce en su camino una reportera fisgona que responde al nombre de Ann Gorman (Dorothy Patrick) la trama virará por momentos hacia la comedia romántica.

Detrás de tan original propuesta encontramos de nuevo a Richard Fleischer, el director todoterreno que, por aquellos años, se dedicaba a rodar películas de cine negro de bajo presupuesto, si bien, andando los años, abarcaría producciones más ambiciosas dentro del género de la ciencia ficción.



En Ven tras de mí la mayor parte de la acción transcurre de noche y bajo una intensa lluvia, tesitura que The Judge suele aprovechar para dar rienda suelta a sus arrebatos criminales. Aunque Grant ideará un curioso sistema para desenmascarar al culpable y, en lugar de un retrato robot, manda construir una réplica de tamaño natural, de modo que los testigos son conducidos a una rueda de reconocimiento cuyo ocupante principal es un maniquí.

Ya en la escena culminante, cuando el sospechoso número uno se vea acorralado en lo alto de una compleja estructura metálica, se hará evidente que padece algún tipo de trastorno mental, puesto que la sola visión de un surtidor del que brota abundante agua desencadena uno de sus repentinos raptos maníacos. Así que misión cumplida: muerto el perro se acabó la rabia y el policía y la periodista regresan al bar donde se conocieron, enternecedoramente acaramelados.


miércoles, 27 de mayo de 2020

Atraco al furgón blindado (1950)




Título original: Armored Car Robbery
Director: Richard Fleischer
EE.UU., 1950, 67 minutos

Atraco al furgón blindado (1950)
de Richard Fleischer

Seis años antes de que Kubrick estrenase The Killing (1956) ya hubo una cinta policíaca de serie B cuyo desenlace transcurría en un aeropuerto, de noche, y con un maletín repleto de billetes que acaban desparramados por el suelo. Y no es la única coincidencia, puesto que ambas narran un golpe milimétricamente cronometrado que se termina echando a perder en el último momento. Porque el cine negro sería muy tortuoso y todo lo enardecedor que se quiera, eso nadie lo pone en duda, pero el imaginario del que beben sus obras resultaba, cuando menos, repetitivo.

En los inicios de su prolífica carrera, el incombustible Richard Fleischer rodó para la RKO éste y otros títulos de similar factura, todos ellos de bajo presupuesto y altísima calidad artística. Filmes de corte detectivesco entre los que, amén de Armored Car Robbery, destacan Ven tras de mí (Follow Me Quietly, 1949) o Testigo accidental (The Narrow Margin, 1952). Historias que apenas sobrepasaban la hora de duración, ya que su destino habitual era servir de complemento en algún programa doble.



Adusto y corpulento, el teniente Cordell (Charles McGraw) no cesará hasta vengar la muerte de un compañero fallecido en acto de servicio, aunque para ello tenga que seguir muy de cerca los pasos del escurridizo Dave Purvis (William Talman) y su amante cabaratera Yvonne LeDoux (Adele Jergens), a la que el agente llega a instalar micrófonos ocultos en su propio camerino.

A pesar de lo condensado de la trama, Fleischer la dirige con la solvencia habitual en él, incidiendo en aspectos un tanto sensacionalistas para la época (como esa violencia incipiente, pero, al mismo tiempo, omnipresente), y una puesta en escena sobria, basada en un montaje trepidante que tiene algo de contrarreloj.


martes, 26 de mayo de 2020

Rififi (1955)




Título original: Du rififi chez les hommes
Director: Jules Dassin
Francia, 1955, 118 minutos

Rififi (1955) de Jules Dassin

Aunque pueda parecer un tópico, he aquí una de esas películas que, de haberse rodado en Hollywood y en inglés, hoy se la juzgaría como una obra maestra indiscutible. Y no es que Rififi no esté bien considerada, sobre todo por la crítica europea, especialmente la francesa, pero ya se sabe lo que ocurre en estos casos: la tendencia es que la obra de un exilado norteamericano, al que la caza de brujas macarthista privó de una carrera convencional en su propio país, pase un tanto desapercibida.

Impecable ejercicio de cine negro (atención al argot parisino de la época, en el que rififi lo mismo podía interpretarse como 'pelea' o 'camorra', por lo que el título original vendría a significar, literalmente, algo así como "Trifulca entre hombres"), Du rififi chez les hommes relata, con minuciosidad magistral, el atraco a una lujosa joyería de la Place Vendôme.



De hecho, la secuencia central, media hora sin diálogos ni música (para resignación del compositor Georges Auric, quien tuvo que admitir que quedaba mejor así), llegó a inspirar a delincuentes comunes en la vida real, hasta el punto de que la película fue prohibida en países como Méjico tras una oleada de asaltos con similar modus operandi.

Pero al margen de un grupo de malhechores que planean el golpe perfecto, Rififi es, por encima de todo, una historia de deslealtades que transcurre en un paisaje mental: el que Jules Dassin, integrante de todas las listas negras, llevaría siempre consigo allá adonde fuese. A este respecto, el personaje que él mismo interpreta (César el Milanés) sufrirá en sus carnes la particular vendetta de Tony (Jean Servais), dando lugar a una estampa, con el interfecto amarrado a un poste y sin la menor posibilidad de escapatoria, que es la viva imagen de la frustración que debieron de experimentar tantísimos represaliados.


lunes, 25 de mayo de 2020

Atraco a las tres (1962)




Director: José María Forqué
España, 1962, 92 minutos

Atraco a las tres (1962) de José María Forqué

Uno de los títulos más populares de nuestra cinematografía se gestó, no obstante, en apenas nueve noches de escritura febril. Que luego Forqué y una generación irrepetible de actores supieron convertir en una parodia de las películas americanas de gánsters, pero con mucha más miga de lo que sus disparatadas situaciones podrían hacer pensar en un principio.

Tomando como referencia filmes hollywoodenses en la estela de Atraco perfecto (The Killing, 1956)  de Kubrick y, sobre todo, la francesa Rififí (Du rififi chez les hommes, 1955) de Jules Dassin o su remedo italiano Rufufú (I soliti ignoti, 1958) de Mario Monicelli, el productor Pedro Masó obtuvo un sonado éxito que, posteriormente, el paso del tiempo no ha hecho más que mitificar.



Sin embargo, lo más interesante de Atraco a las tres, desde un punto de vista formal, no sería tanto la caricatura de unos modelos foráneos perfectamente reconocibles, sino precisamente lo que deja traslucir del contexto sociológico local: aquella España en blanco y negro de señores canijos, calvos y con bigotito cuyo complejo de inferioridad les llevaba a fantasear, a todas horas, con dar el gran golpe que los redimiera de tantísimas estrecheces.

Un perfil que José Luis López Vázquez supo encarnar como nadie en innumerables comedias y que aquí se concretaba en el esmirriado Galindo, empleado de banca y cerebro de una operación entrañablemente chapucera. El resto de sus compinches (y compañeros de oficina) incluía nombres legendarios de la altura de Agustín González, Gracita Morales, Manuel Alexandre y hasta un casi debutante Alfredo Landa que se incorporó al proyecto en sustitución de Manolo Gómez Bur. "Aficionados", en opinión de Galindo, pero partícipes, como él, en un asalto imposible con ribetes de rebelión contra lo establecido.


domingo, 24 de mayo de 2020

El payaso de la ciudad (1965)




Título original: A Thousand Clowns
Director: Fred Coe
EE.UU., 1965, 118 minutos

El payaso de la ciudad (1965) de Fred Coe


Cuatrocientas veintiocho representaciones, durante la temporada 1962-63, es un número tan categórico, tratándose de una pieza teatral de Broadway, que la correspondiente adaptación cinematográfica de A Thousand Clowns no podía hacerse esperar. Y así fue cómo, dos años más tarde y con la mayor parte del reparto en sus mismos papeles, se presentaba la que, al fin y a la postre, supondría la única nominación al Óscar en la carrera del productor televisivo y ocasional director Fred Coe (1914–1979). Aparte de mejor película, la cinta también aspiró a la preciada estatuilla en tres categorías más: mejor banda sonora para Don Walker, mejor guion adaptado (a partir de su propia obra) para Herb Gardner y mejor actor secundario para Martin Balsam, que sería el único en obtener el galardón.

Neoyorquino de mediana edad, Murray (Jason Robards) es un individuo de lo más atípico: sin trabajo, sin esposa e hijos, tiene, no obstante, a su cargo a un sobrino de doce años cuya madre se fue un día a por tabaco y no regresó nunca más. Y, en esa misma línea de excentricidad, la educación que proporciona al niño resulta bastante sui géneris: tanto, que los servicios sociales no tardarán en tomar cartas en el asunto, motivo por el cual una pareja de funcionarios se desplaza hasta el apartamento que ambos comparten.



A partir de aquí, el desarrollo de la acción evolucionará, a lo largo de sus casi dos horas de metraje, por vías un tanto insólitas. Como, por ejemplo, el hecho de que la asistente social (Barbara Harris) se enamore perdidamente de Murray, para desesperación de su ampuloso compañero (William Daniels), o que sea el propio chiquillo quien, dando pruebas de una desacostumbrada madurez a su corta edad, termine por implorar a su tío que se busque un empleo.

Y es que el tal Murray tiene mucha tela: no sólo por el ingenio del que hace gala en sus réplicas, sino porque, aun a despecho de que lo tomen por un inadaptado, su firme propósito de nadar a contracorriente, llevando una vida que sea lo menos convencional posible, pone de manifiesto la lucidez de este cínico moderno, émulo de aquel Diógenes de la antigua Grecia que vivía en una tinaja. ¿Cómo hay que interpretar, entonces, el desenlace, cuando lo veamos unirse a la profusa marea humana que todos los días, a primerísima hora, desfila rumbo al trabajo? ¿Como una simple capitulación? ¿O más bien la prueba fehaciente de que Murray aspiraba a un ideal imposible de mantener por mucho tiempo?


sábado, 23 de mayo de 2020

Mañana será otro día (1967)




Director: Jaime Camino
España, 1967, 101 minutos

Mañana será otro día (1967) de Jaime Camino


Es una película un tanto Nouvelle vague: ella podría ser Anna Karina y él Belmondo. Claro que también tiene algo de Dos en la carretera (1967), si no fuese porque ambas son del mismo año y la cinta de Stanley Donen no se estrenó en España hasta octubre, mientras que Mañana será otro día salió a finales de mayo. Pero bueno: aun así, Sonia Bruno se parece un montón a Audrey Hepburn y aquel apuesto Juan Luis Galiardo le daba un cierto aire a Albert Finney.

Argumento laxo: Paco y Lisa llegan a Barcelona, procedentes de Madrid, en un descapotable robado. El muchacho aspira a ser actor, mientras que su pareja trabaja esporádicamente como modelo publicitaria. Pero la vida está muy dura y Paco acabará de escolta de un individuo nada recomendable. Resultado: crisis sentimental y abandono de Lisa de la pensión con vistas al puerto donde conviven, para dedicarse a los desfiles de alta costura e incluso a la prostitución de lujo.

Lisa (Sonia Bruno)

Independientemente de que se reconcilien o no, lo cierto es que el destino que les aguarda no invita a presagiar buenos augurios. Más que nada porque el coche en el que se marchan de la Ciudad Condal, rumbo a Torremolinos, vuelve a ser robado: en esta ocasión al propio Barín (Alberto Berco), antiguo jefe de Paco y, según parece, sacerdote de vida disoluta. "Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón". Con lo cual se cierra el círculo y la película. Mañana será otro día... igual que éste pudiera ser su título completo.

Segundo largometraje del director Jaime Camino, el paso del tiempo le ha otorgado el valor añadido de documento gráfico (cuidadosamente fotografiado en Eastmancolor por Luis Cuadrado) en el que admirar la Barcelona de finales de los sesenta: las Ramblas, Plaza Cataluña, la Plaza Real, la Diagonal, las atracciones del Tibidabo... Si bien la intención del cineasta y de su guionista Romà Gubern era muy otra cuando la escribieron: radiografiar la cara oculta de una urbe en apariencia amable, pero capaz de fagocitar con su doble moral las ilusiones de dos vividores de medio pelo que tendrán que pagar un altísimo precio por intentar hacerse un hueco en ella.

Paco (Juan Luis Galiardo)

viernes, 22 de mayo de 2020

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964)




Título original: Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb
Director: Stanley Kubrick
Reino Unido/EE.UU., 1964, 95 minutos

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964)
de Stanley Kubrick


De poco sirve entretenerse explicando qué fue la Guerra Fría cuando hay películas que, como ésta, traducen perfectamente en imágenes, aunque sea en clave burlesca, lo que supuso aquel contexto histórico. Y es curioso porque Kubrick, el director cuyo nombre pasaría a la posteridad asociado a sofisticadas anticipaciones en el marco de la ciencia ficción, desarrolla aquí su faceta más satírica ridiculizando las terribles consecuencias de un conflicto nuclear de alcance planetario.

Un "artefacto" desternillante que, como esa bomba que es el centro de la discordia y motivo de no poca expectación, nos hará estallar de risa gracias a la inestimable contribución de Peter Sellers, cuya vis cómica (y camaleónica) se desdobla en tres papeles simultáneos: apabullante demostración de unas portentosas dotes interpretativas, únicamente superada, quizá, por la de su compatriota Alec Guinness en Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, 1949).



Pensar que el destino de la humanidad depende de una llamada de teléfono resulta tan inquietante como la constatación de que los líderes mundiales no son más que un hatajo de ineptos, a cuál más fanático. Ni siquiera la flema del presidente Muffley (Sellers) o del capitán Mandrake (Sellers) logra atenuar el fervor ultranacionalista yanqui de los generales Turgidson (George C. Scott) o, sobre todo, Jack D. Ripper (Sterling Hayden), el nombre del cual ("Jack el Destripador", en inglés) es lo bastante elocuente como para acabar con toda esperanza de paz.

Perspectiva que se vuelve más sombría aún, si cabe, cuando se constata que a los ejecutores, una especie de cowboys aéreos dispuestos a cabalgar a lomos de un proyectil como si de un indómito corcel se tratase, no les tiembla el pulso a la hora de apretar el fatídico botón. Como tampoco Kubrick, desde lo más profundo de su pesimismo humanista, parece dispuesto a hacer demasiadas concesiones, pues encerrando a los máximos responsables de la seguridad mundial en una sala oscura del Pentágono, premonitoriamente llamada War Room, está dando a entender la escasa fe que le merecen. Especialmente si su principal asesor, el doctor Strangelove de marras (de nuevo Sellers), es un antiguo nazi, reconvertido en consejero y hombre de confianza del presidente en materia nuclear, al que cada dos por tres se le dispara el brazo en alto.


jueves, 21 de mayo de 2020

Espartaco (1960)




Título original: Spartacus
Director: Stanley Kubrick
EE.UU., 1960, 184 minutos

Espartaco (1960) de Stanley Kubrick

Se ha dicho tantas veces que Kubrick no la consideraba exactamente una película suya, al no haber podido tener pleno control sobre todos los elementos de la producción, que Spartacus terminó cayendo un poco en tierra de nadie, apenas un péplum recurrente para ser televisado, año tras año, por Semana Santa. De sobras es conocido, además, el episodio del despido de Anthony Mann, tras haber dirigido únicamente la secuencia preliminar en las minas de sal, así como la controversia generada en torno a la presencia en los títulos de crédito del guionista Dalton Trumbo, antiguo represaliado durante la caza de brujas del macarthismo.

Sin embargo, una superproducción de tal magnitud, con sus cuatro premios Óscar y un reparto estelar de intérpretes, destaca especialmente por una cuidadísima dirección artística en la que se nota el esmerado trabajo de documentación llevado a cabo a la hora de recrear aspectos tan específicos de la vida cotidiana en la antigua Roma como los lujosos interiores de inspiración pompeyana de las villas o incluso las termas y el propio Senado.



Minuciosidad que se observa, asimismo, en el combate privado de gladiadores que tiene lugar en la escuela regentada por Batiatus (Peter Ustinov), donde cada contendiente aparece perfectamente caracterizado según se trate de un reciario (armados con red y tridente) o de un mirmillón (provistos de espada tracia y escudo redondo). Y luego están las pequeñas genialidades, con el sello inconfundible de Kubrick, como hacer que los personajes de condición social humilde hablen con acento americano, mientras que los sofisticados patricios se expresan en un cuidado inglés británico. O el espectacular despliegue de las legiones, filmado en la Dehesa de Navalvillar, cerca de Colmenar Viejo (en Madrid), magistral puesta en escena que no figuraba en el guion original y que preludia algunos de los planos que podrán verse, años más tarde, en Barry Lyndon (1975).

¿De qué habla, en realidad, Espartaco? Evidentemente, de todo menos de romanos. A este respecto, conviene tener en cuenta que la rebelión de esclavos comandada por un antiguo gladiador simboliza, en primer lugar, la lucha titánica de un actor y productor (Kirk Douglas) que, al frente de la modesta Bryna Productions, pretende plantarle cara al imperio hollywoodense. Hay también muchísimo, lo apuntábamos más arriba, de crítica subterránea contra los poderes fácticos, que no sólo limitan la libertad de expresión, sino que están dispuestos a crucificar a todo aquél que se atreva a nadar contracorriente. Aunque, y ahí está ese momento antológico en el que, todos a una, se ponen en pie para clamar aquello tan célebre de "I'm Spartacus!", ésta es una película que encarna a la perfección el espíritu de camaradería, la lucha por una causa común a la que hay que permanecer fiel hasta las últimas consecuencias.


miércoles, 20 de mayo de 2020

Atraco perfecto (1956)




Título original: The Killing
Director: Stanley Kubrick
EE.UU., 1956, 84 minutos

Atraco perfecto (1956) de Stanley Kubrick


Lo importante en una película que aborda los preparativos de un atraco no es tanto que éste salga a pedir de boca, sino que la narración del mismo sea perfecta. En ese sentido, The Killing representa el ejemplo canónico de cómo planificar milimétricamente hasta el último detalle de un guion para dotarlo del necesario ritmo trepidante que cautive al espectador de principio a fin del relato.

Eso, al menos, es lo que debió de ocurrirle a Kirk Douglas, quien, asombrado por la pericia de Stanley Kubrick para contar semejante historia, no dudó ni un segundo en contratar los servicios del joven director con el objetivo de que se encargara de su próximo proyecto: Senderos de gloria (1957).



Pulso frenético, discurriendo en paralelo a las carreras de caballos del hipódromo cuyas instalaciones se pretende asaltar, que, sin embargo, no está exento de contratiempos. Pero errar es humano y la filmografía de Kubrick abunda en ejemplos al respecto. Así pues, tras sincronizar los pasos de su equipo de colaboradores y haber conseguido lo más difícil, una serie de imprevistos dará al traste con los planes de Johnny Clay (Sterling Hayden) de fugarse con un botín de dos millones de dólares.

Llegados a este punto, es lícito plantearse dos preguntas: ¿cómo es posible que Clay y los demás aceptasen en su equipo a un individuo tan torpe como Peatty (Elisha Cook Jr.)? Respuesta: porque sin él no se desencadenaría el efecto dominó que acabará culminando en tragedia; ¿por qué elige Johnny una maleta tan endeble para guardar el dinero? Como en el caso anterior, el motivo cae por su propio peso: porque, de haber optado por un método mucho más resistente, se nos privaría de la secuencia que es, en definitiva, la guinda del pastel, con todos esos billetes arremolinándose ante la cara de estupor de quien ve esfumarse, en cuestión de segundos, el sueño de su propia quimera.


martes, 19 de mayo de 2020

Las cosas de la vida (1970)




Título original: Les choses de la vie
Director: Claude Sautet
Francia/Suiza/Italia, 1970, 89 minutos

Las cosas de la vida (1970) de Claude Sautet


Piccoli: otro mito que se va... Actor de elegancia natural; el hombre que compartió protagonismo con Brigitte Bardot en Le mépris (1963) o junto a Catherine Deneuve en Belle de jour (1967) y al que en este clásico de Claude Sautet acompañaba la no menos fascinante Romy Schneider. Su personaje, un arquitecto divorciado y en plena crisis sentimental con su nueva pareja, fallecía en la primera escena a consecuencia de un aparatoso accidente automovilístico, por lo que el resto de la película consistía, básicamente, en un largo flashback analizando los pormenores de su relación con ambas mujeres.

A Les choses de la vie le pasa un poco lo mismo que a Un homme et une femme (1966) de Claude Lelouch: que, debido al atractivo de sus protagonistas y al poder subyugante de una banda sonora de belleza imperecedera, han acabado por mitificarse más allá de lo estrictamente cinematográfico. En ese sentido, la imagen de Pierre y Hélène montando en bicicleta o la espalda desnuda de ella mientras muerde una manzana o escribe a máquina en el apartamento que ambos comparten son de las que marcan época.



Historia triste, basada en la novela homónima de Paul Guimard, cuyo desenlace acaba adoptando forma de dilema moral a través del manido recurso de una carta: ¿debe la exmujer (Lea Massari) entregarle a Hélène la misiva en la que Pierre le anunciaba que iba a dejarla? ¿O, por el contrario, está obligada a dársela, sin más, junto con el resto de pertenencias del difunto? ¿Tenía derecho a leerla?

Con todo y con eso, tan o incluso más bella que el filme en sí mismo es la partitura de Philippe Sarde, la melodía de la cual sirvió de base para La chanson d'Hélène, tema interpretado por los propios Piccoli y Schneider y que, curiosamente, no suena en la película, sino que se compuso para promocionarla. No es, precisamente, la canción más alegre del mundo, pero ¿acaso invitan al optimismo "las cosas de la vida"?


lunes, 18 de mayo de 2020

¿Y tú quién eres? (2007)




Director: Antonio Mercero
España, 2007, 90 minutos

¿Y tú quién eres? (2007) de Antonio Mercero


Tras una carrera repleta de títulos memorables, Mercero cerraba el círculo con una bienintencionada película sobre la enfermedad de Alzheimer. Trastorno que, ironías del destino, le sería diagnosticado a él mismo dos años más tarde. En cualquier caso, no deja de ser significativo que el director iniciase su andadura profesional hablando de un niño (véase la estupenda Se necesita chico, que comentamos ayer) y que, en cambio, la terminara centrándose en las contrariedades de la tercera edad.

¿Cómo abordar semejante temática sin apelar a la emotividad del espectador? A este respecto, ya la argentina El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) como la posterior cinta de animación Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011) se hacen eco del asunto, de la misma manera que Laura Mañá sitúa su mirada sobre los ancianos en La vida empieza hoy (2010). Filmes, todos ellos, en los que, a pesar de la tristeza de lo que cuentan, hay cabida, también, para el humor.

Momento Rosebud, a lo Citizen Kane

Como es lógico, y a efectos de implicarnos en la trama desde un buen principio, la familia de Ricardo (Manuel Alexandre) prefiere marcharse de vacaciones y dejar al abuelo en una residencia. Únicamente su nieta Ana (Cristina Brondo), que lleva años preparando oposiciones a notaría, parecerá darse cuenta de lo que de verdad está en juego, hasta el punto de implicarse decisivamente en los cuidados que requiere el octogenario.

Puede que a los diálogos les falte naturalidad o que algunas de las situaciones parezcan forzadas. Sin embargo, ¿Y tú quién eres? es una de esas películas entrañables que posee la virtud de congraciar al más pintado con la especie humana. Además, supuso el último papel de José Luis López Vázquez, fallecido en noviembre de 2009.


domingo, 17 de mayo de 2020

Se necesita chico (1963)




Director: Antonio Mercero
España/Italia, 1963, 81 minutos

Se necesita chico (1963) de Antonio Mercero


Se cumplen estos días dos años del fallecimiento de Antonio Mercero (1936–2018), director cuyo nombre quedará eternamente asociado a títulos como La cabina o Verano azul, pero que también  dejó un buen puñado de películas para la gran pantalla. Ésta que comentamos hoy, Se necesita chico (1963), supuso su debut en la dirección de largometrajes y fue el resultado de una coproducción con Italia. Entre sus créditos destacan nombres como los de Giménez Rico u Horacio Valcárcel, ejerciendo labores de ayudantía de dirección, así como Primitivo Álvaro o Luis Cuadrado en funciones más de tipo técnico.

Quien conozca Del rosa al amarillo de Summers, estrenada aquel mismo año, se dará cuenta enseguida de que ambos cineastas, aparte de ser compañeros de promoción, estaban hechos de la misma pasta. Es decir, que el humor y la infancia son elementos esenciales en su cine, aunque a través de una mirada teñida de cierta melancolía.



Dotada de una estructura vagamente episódica, Se necesita chico se articula en torno a las andanzas del niño Toñín durante su primera jornada de trabajo como recadero en la floristería El pensamiento. A punto de cumplir catorce años (o eso dice su madre para convencer a la encargada de que le den el puesto al chico), el protagonista se va a ver desbordado por las exigencias de un entorno que espera de él la madurez que aún dista de haber alcanzado. Y así, lo veremos sucesivamente en una boda, un entierro, irrumpiendo, en directo, en unos estudios televisivos o en la fiesta de disfraces que organiza en el jardín de su casa una estrella juvenil que se parece a Marisol hasta en el nombre artístico: Maryluz.

Lo primero que llama la atención de la ópera prima de Mercero, ya desde los títulos de crédito iniciales, es el uso que hace de la música incidental, a cargo de Antonio Pérez Olea, para subrayar los efectos cómicos de la acción. Una tendencia al gag que se irá agudizando conforme avance la trama (por ejemplo, los diálogos al otro lado del escaparate de la tienda, sustituidos por las notas de la partitura o por la retransmisión de una rifa que tiene lugar en el barrio, pero sin que se pierda ni un ápice del significado o, incluso, reforzándolo). Sin embargo, y más allá de lo ingenioso de su puesta en escena, es la causticidad de dichas agudezas lo que merece la pena resaltar. Porque mediante ese niño vestido de botones y las situaciones disparatadas que protagoniza, Mercero aprovecha para mofarse a base de bien de la solemnidad de las clases pudientes: toda una osadía en la España en blanco y negro de aquel entonces. La misma que, con su indiferencia, hizo que pasara desapercibida una película tan notable como ésta.


sábado, 16 de mayo de 2020

Fando y Lis (1968)




Director: Alejandro Jodorowsky
Méjico, 1968, 97 minutos

Fando y Lis (1968) de Alejandro Jodorowsky


Había una vez una ciudad maravillosa llamada Tar. Cuando sucedió la Gran Catástrofe, desaparecieron todas las ciudades menos Tar. Si sabes buscarla, la encontrarás. Cuando llegues a Tar, conocerás la eternidad...

Jodorowsky: apellido de contundente sonoridad eslava que, en sí mismo, es ya toda una institución. El chileno que se estableció en Méjico y que luego adoptó la nacionalidad francesa. Tarotista, creador de la psicomagia, místico ateo. Que haya hecho cine o escriba libros es lo de menos.

Dicen que al presentar en público su ópera prima, este Fando y Lis que ahora nos ocupa, hubo de huir por patas para que no lo lincharan. Si bien conviene precisar que se trata del mismo país y del mismo año en que tuvo lugar la masacre de Tlatelolco. Juzguen ustedes si la mayor parte de aquella sociedad estaba preparada para asimilar una película de tales características.

Sergio Kleiner es Fando

Porque calificarla de surrealista tal vez se quede corto. Habría que enmarcarla, más bien, en el Movimiento Pánico, que fue, al fin y al cabo, la corriente teatral que, junto a Roland Topor y Fernando Arrabal, había contribuido a fundar el propio Jodorowsky en el París de mediados de los cincuenta. El filme, de hecho, se basa en la pieza homónima que escribiera Arrabal en 1955.

Ligeramente buñueliano y abiertamente influido por el Pasolini más iconoclasta, el periplo de la pareja protagonista tiene mucho de alegórico: es el suyo un viaje sin retorno en busca de la libertad (representada por una ciudad mítica, única superviviente de un cataclismo planetario), pero también la constatación del absurdo de la existencia, de los muchos obstáculos que impiden la felicidad plena, a veces en forma de recuerdos traumáticos. Limitaciones y atropellos que llevan a Lis a concluir: "Yo moriré y nadie se acordará de mí."

Diana Mariscal es Lis

viernes, 15 de mayo de 2020

Dune (1984)




Director: David Lynch
EE.UU./Méjico, 1984, 137 minutos

Dune (1984) de David Lynch


Probablemente, Dune estaría mucho mejor considerada si su director, un David Lynch que prefirió renunciar a El retorno del Jedi (1983) para embarcarse en este proyecto mastodóntico, hubiese quedado satisfecho de lo que él considera una experiencia traumática y el único fracaso de su carrera. El caso es que salió tan escaldado que apenas suele hablar de ello y, a pesar del tiempo transcurrido, ni siquiera se ha prestado a participar en ninguna edición especial para DVD.

Fallido o no, lo cierto es que Dune ha terminado convirtiéndose en un título de culto con todas las de la ley, envuelto en esa aureola de misterio en la que no se acaba de saber muy bien qué parte es verídica y qué elementos son fruto de la exageración o de la leyenda. En todo caso, Lynch no fue ni el primero ni el último en estrellarse contra semejante escollo. A este respecto, resulta sumamente interesante el documental Jodorowsky's Dune (2013) a propósito de lo que el inclasificable chileno habría llegado a engendrar de haberse materializado su adaptación de la novela de Frank Herbert (1920–1986).



En todo caso, un relato de lombrices gigantes que se deslizan bajo las arenas de un planeta desértico no tiene nada que envidiar al universo Star Wars si no es su rentabilidad en taquilla. Pequeño gran detalle (¡con el vil metal hemos topado!) que, en resumidas cuentas, vendría a explicar por qué una empresa se convierte en saga, mientras que la otra naufraga en las procelosas (y caprichosas) aguas de ese juez implacable llamado público.

Veremos a ver qué tal le va al inminente remake de Dune cuya posproducción está ultimando el canadiense Denis Villeneuve. De momento, la actual situación de pandemia, con el sector del ocio paralizado y abocado a un futuro incierto, no parece el mejor de los augurios para una historia que se podría llegar a pensar si no estará gafada por alguna extraña maldición procedente de los confines de Arrakis.


jueves, 14 de mayo de 2020

La parada de los monstruos (1932)




Título original: Freaks
Director: Tod Browning
EE.UU., 1932, 64 minutos

La parada de los monstruos (1932)
de Tod Browning


Parece ser que Tod Browning había trabajado durante su juventud en un circo, factor que explicaría la familiaridad con dicho medio que denota una película como Freaks. Título que, dicho sea de paso, mantiene intacto su halo de obra de culto, oda a la fealdad y galería del horror. Pero hace casi noventa años, cuando la Metro se lanzó a producir semejante engendro sin saber muy bien lo que se traía entre manos, provocó una encendida controversia que terminó con media hora menos de metraje y la práctica prohibición de ser proyectada en diversos Estados de la Unión.

Ni siquiera quienes participaron en ella se mostraron contentos con el resultado final, de modo que el malditismo alrededor de la cinta se fue alimentando hasta originar una leyenda negra que todavía perdura hoy en día. Sin embargo, visto en perspectiva, Freaks se nos aparece como un filme que se avanzó a su época, la quintaesencia de un período marcado por la crisis surgida a raíz del crac del 29 y antesala, aunque en otro orden de cosas, de lo que Buñuel y Alcoriza llevarían a cabo en el Méjico de Los olvidados (1950).



Criaturas horrendas condenadas a ser públicamente exhibidas, pero en cuyo interior pervive la bondad herida de quienes padecen la incomprensión de su entorno, cuando no el rechazo abierto por parte de una sociedad que relega todo aquello que no sabe (o no quiere) asumir.

Aunque en esta historia la más bella no es la más benévola y el amor de la pérfida Cleopatra (Olga Baclanova) hacia el diminuto Hans (Harry Earles) únicamente se debe al interés por su dinero, procedente de una cuantiosa herencia. No obstante, cuando todo se destape y las verdaderas intenciones de la trapecista queden al descubierto, tendrá lugar la conjura del colectivo freak hasta reducir a quien una vez fue esculturalmente apolínea a la condición de mujer gallina, una atracción más en la compañía, quizá la más espeluznante de cuantas cobijan sus carpas.