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miércoles, 2 de julio de 2025

Crin blanca (1953)




Título original: Crin blanc : le cheval sauvage
Director: Albert Lamorisse
Francia, 1953, 40 minutos

Crin blanca (1953) de Albert Lamorisse


¿Conocería Tarkovski Crin blanc (1953)? Parece plausible planteárselo teniendo en cuenta que la luminosidad de la Camarga, tal y como la plasma Albert Lamorisse en este mediometraje, en especial cuando su protagonista sueña con el caballo que es el objeto de sus desvelos, recuerda, y mucho, a cuanto anhelaba el niño de La infancia de Iván (1962). Aunque, por esa misma regla de tres, también cabría preguntarse si el John Huston de Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) tuvo en mente esta maravilla a la hora de captar con su cámara las evoluciones de los mustangs a través de las llanuras del desierto de Nevada.

Al margen de las diversas similitudes que se puedan establecer entre éste y otros muchos títulos que dialogan a la perfección con la claridad de sus imágenes (por ejemplo, Tabú de Murnau), lo cierto es que la propia caligrafía de Lamorisse deja traslucir una serie de constantes que se repiten con bastante asiduidad a lo largo de su filmografía. En efecto, la estética visual del cineasta francés, a menudo con una puesta en escena en espacios abiertos, y en la que la poética de la infancia juega un papel determinante, permite deducir la obsesión por la libertad de alguien que considera la niñez como la única patria que verdaderamente nos pertenece.



En consonancia con esto último, sería posible igualmente establecer un paralelismo entre el carácter indómito del caballo y el del muchacho que lucha por evitar que los hombres lo domestiquen. A fin de cuentas, ambos simbolizan el mismo espíritu rebelde frente a la rigidez de lo convencional. En el caso del caballo, su color níveo, asociado con la pureza y lo etéreo, subraya su condición de ser casi mítico, encarnación de la libertad absoluta y salvaje cuya capacidad para evadir la captura, una y otra vez, simboliza la resistencia de la naturaleza ante la imposición y el control humano. En cambio, Folco (Alain Emery) representa la inocencia, la empatía y la capacidad de conexión auténtica, pues a diferencia de los rancheros que intentan someter al caballo por la fuerza, él se acerca a Crin Blanca con respeto, paciencia y un entendimiento intuitivo que le permite ver más allá de la utilidad o el poder, reconociendo en el caballo un espíritu afín al suyo.

Con un cierto toque wéstern, el paisaje de la inhóspita Camarga francesa, territorio virgen que constituye un personaje más de la película, refleja la indomabilidad del entorno en consonancia con la ya mencionada rebeldía del chico y del animal. Telón de fondo, en definitiva, de un verdadero poema cinematográfico con el que su director pretendió hacernos reflexionar sobre lo que significa ser realmente libre y el precio que con demasiada frecuencia hay que pagar por mantener intacta la propia esencia en un mundo de insufribles servidumbres.



sábado, 31 de mayo de 2025

Vidas rebeldes (1961)




Título original: The Misfits
Director: John Huston
EE.UU., 1961, 125 minutos

Vidas rebeldes (1961) de John Huston


Muchas y variadas son las razones que explicarían esa aureola de malditismo que desde siempre ha pesado sobre The Misfits (1961). De entrada porque el propio guion, escrito por Arthur Miller (reputado dramaturgo y, en aquel entonces, como todo el mundo sabe, marido de Marilyn Monroe), gira en torno de unos "inadaptados" cuyo mundo se halla al borde de la extinción. Un aire crepuscular que el fallecimiento de la pareja protagonista tras la que había de ser la última película de ambos (Clark Gable, de hecho, murió pocos días después de la finalización del rodaje) contribuyó a elevar a la categoría de mito, dando pie a todo tipo de rumores acerca de una supuesta maldición.

Leyendas al margen, lo cierto es que el proceso de filmación resultó un verdadero infierno a causa de las continuas desavenencias entre un John Huston en horas bajas y un elenco de intérpretes aquejado de adicciones y problemas mentales de diversa índole. Si a ello se le suma que la temperatura media en el desierto de Nevada en el que se rodaron los exteriores no bajó de los cuarenta grados, se comprenderá que la cinta estaba predestinada a ser un fracaso comercial.



Aun así, el paralelismo entre los mustangs (nombre con el que se conocen los caballos salvajes que habitan en las praderas) y los últimos cowboys, representados en el filme por el veterano Gay Langland (Gable) y el atormentado Perce (personaje idóneo para Montgomery Clift, en el declive de su carrera), actúa de motor de un drama en el que una divorciada tan bella como hipersensible (Monroe), su casera (Thelma Ritter) y un veterano piloto de guerra que se gana la vida como mecánico (Eli Wallach) completan la galería de perdedores.

La soberbia banda sonora de Alex North subraya el carácter trágico de una historia en la que no faltan, sin embargo, guiños cinéfilos como las fotografías de Marilyn que la protagonista femenina tiene colgadas en la puerta del armario o la alusión a unas cicatrices en la cara durante la conversación telefónica que el personaje de Monty Clift, víctima años antes de un grave accidente de tráfico, mantiene con su madre. Pinceladas cómicas, tal vez sarcásticas, en el contexto del retrato amargo de una realidad cuya belleza, presente en tantos wésterns, tocaba entonces a su fin porque el avance imparable del progreso dictaba que los jóvenes prefiriesen montar en motocicleta y que la carne de los corceles terminase siendo comida para perros.



martes, 20 de abril de 2021

El último caballo (1950)




Director: Edgar Neville
España, 1950, 75 minutos

El último caballo (1950) de Edgar Neville


El protagonista de este filme es un tipo de clara raigambre quijotesca, poseedor de unos ideales en la más estricta tradición romántica. En consecuencia, será capaz de renunciar a su boda con Elvirita (Mary Lamar) o hacer que le despidan de un empleo como oficinista por anteponer sus principios a la estabilidad personal y laboral. Y todo porque al tal Fernando (Fernán Gómez) no le entra en la cabeza que su adorado caballo Bucéfalo, después de toda una vida de servicio en el Regimiento de Caballería, tenga que convertirse en pasto de las reses bravas en la arena de cualquier ruedo o, lo que sería aún peor, acabar sus días en un matadero donde convertirán sus carnes en comida para perros.

En realidad, El último caballo (1950) encierra una crítica amable contra la idea de progreso, entendido como el fin de un determinado statu quo que valdría la pena preservar frente a la paulatina deshumanización de lo por venir. A este respecto, tanto Fernando como sus amigos Isabel (Conchita Montes) y el bombero Simón (José Luis Ozores) encarnan la defensa de unos valores tradicionales cuyo símbolo más evidente sería el porte distinguido del caballo, animal noble por excelencia y, por ende, emblema de un mundo que agoniza.



Un cierto toque neorrealista impregna la odisea del jinete en su afán por hallar algún espacio de supervivencia en un medio motorizado que se va volviendo progresivamente inhóspito. Así, el objetivo de localizar una cuadra en el Madrid de principios de los años cincuenta resulta misión casi imposible, más aún cuando la manutención del animal supone un dispendio difícilmente abordable para un simple trabajador asalariado.

Todo lo cual nos lleva a concluir, en esa misma línea de quijotismo a la que antes se aludió, que estamos ante un drama disfrazado de comedia: la desdicha de saberse defensor de una forma de entender la vida que toca a su fin y que Neville, con su acostumbrada elegancia, edulcora hasta el extremo de hacernos creer que aún es posible el milagro de rebelarse contra lo inexorable.