Director: Mario Camus
España, 1965, 95 minutos
Muere una mujer (1965) de Mario Camus |
Más allá de rendir homenaje al cine de Hitchcock, Muere una mujer (1965) supuso un intento fallido por parte del entonces inexperto Mario Camus de adentrarse en fórmulas cinematográficas para cuya complejidad escénica todavía no estaba capacitado. Aun así, y pese a sus muchas incongruencias (desde fallos de guion, coescrito junto a Carlos Saura, hasta un uso tímido, tirando a torpe, del sarcasmo), la película se deja ver con un cierto agrado, mayormente por la elegancia de su reparto, encabezado por el siempre eficaz Alberto Closas, y una excelente fotografía en color de Víctor Monreal en la que colaboraron como ayudantes Luis Cuadrado y Teo Escamilla.
Se trata, por lo demás, de una típica intriga con cadáver en el maletero y un falso culpable a lo Cary Grant (interpretado por el ya mencionado Closas) que deberá convencer de su inocencia a la policía, pero no tanto al espectador, quien en una de las secuencias iniciales ha visto cómo una silueta arrastraba el cuerpo sin vida del vecino, entre las sombras de un garaje, para depositarlo en el interior del coche del protagonista.
Se da la circunstancia, además, de que una muerte desencadena otra, puesto que la esposa del protagonista, a la que da vida Mabel Karr (rubia platino al más puro estilo hitchcockiano, al igual que su hermana en la ficción, Gisia Paradís), caerá fulminada, víctima de un repentino infarto, cuando, en el transcurso de una excursión familiar a la playa, descubra el siniestro contenido del maletero. Verosímil o no, así plantearon la trama Camus y Saura.
Cabría subrayar, por último, aparte de los interesantes exteriores rodados en la Barcelona de la época (atención al intento de asesinato, excepcionalmente filmado en la estación de La Bonanova), cómo los autores colaron una relación a todas luces homosexual al hacer que dos de los personajes, el decorador Juan de la Peña (Tomás Blanco) y su joven ayudante Víctor Andrada (Francisco Guijar), compartieran apartamento. Circunstancia que no pasó desapercibida para la censura franquista, pero que, a pesar de los retoques impuestos en el libreto, se sigue percibiendo, por ejemplo, en la escena de la piscina.