Director: José Antonio de la Loma
España, 1977, 103 minutos
Perros callejeros (1977) de José Antonio de la Loma |
Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia tiene que ver con Perros callejeros, ya que la emisión de la película por TVE (un sábado noche como hoy) supuso que los chavales del barrio la comentásemos durante meses: en el cole, en la calle, a todas horas. Con apenas nueve o diez años aquello nos impactó, de entrada porque en la mayoría de casos nuestros padres no nos dejaron verla, como, por otra parte, era lógico. Pero los más golfillos del lugar, que en poco o nada se diferenciaban de los chicos retratados en la película, sí que la vieron, así que tantas veces nos refirieron las proezas del Torete y tanto nos glosaron las mejores escenas que, al final, era como si todos hubiésemos sido espectadores de la misma. Ni que decir tiene que el clímax de tales relatos culminaba invariablemente con la emasculación del protagonista a manos de una especie de Increíble Hulk gitano o con un bólido robado precipitándose a toda velocidad por un acantilado.
El porqué de semejante atracción hay que buscarlo, en primer lugar, en su alto contenido sexual (alto para la época, se entiende). Lo explícito de los diálogos también ayudaba bastante, puesto que no era nada habitual escuchar en el cine la jerga utilizada por sus protagonistas: argot cuyos vulgarismos, dicho sea de paso, a nosotros nos resultaban la mar de cotidianos. Aunque lo más impactante, aparte de las persecuciones de fulacos (SEAT 1430), debía de ser el hecho de que la acción se desarrollase en un entorno tan similar al nuestro: a fin de cuentas, nosotros también éramos chavales de barriada y el que apenas unos kilómetros más allá de donde vivíamos se pudiese ambientar una peli era un hecho que nos producía una sensación a medio camino entre el morbo y la angustia.
Vista a mis cuarenta años, Perros callejeros se me antoja un filme tan cutre como la coyuntura en la que fue concebido. Pero, aun así, me gusta pensar que las andanzas del Torete son la versión lumpen del Pijoaparte y que las anécdotas extraídas del argumento que nosotros nos contábamos con furtiva fruición, para deleite de nuestra preadolescencia y horror de nuestros mayores, cumplían un cometido similar al de las aventis en las novelas de Juan Marsé.
Cuesta trabajo creer que hoy se pueda considerar película de culto lo que entonces era poco más que un subproducto quinqui del que había que avergonzarse. ¿Por qué, si no, el texto que precede a las imágenes y la larga perorata moralizante de la voz en off durante los primeros compases? Pues porque, en el fondo, tanto los productores como el público se sentían en la necesidad de justificarse: unos por atreverse a filmar semejante engendro y los otros por atreverse a consumirlo, olvidando que, por ejemplo, las películas de gánsters del Cine Negro americano iban acompañadas de un similar estigma en los años treinta.
Ahora hay directores españoles capaces de generar títulos susceptibles de codearse con las producciones de Hollywood (o eso, al menos, nos gusta pensar aquí) y los Bayona, Amenábar y Cortés ocupan el lugar que antes llenaron los éxitos populares de José Antonio de la Loma. Me pregunto si, al cabo de los años, sus películas se convertirán también en documentos de época capaces de explicar el contexto sociológico que las alumbró. La pregunta, evidentemente, es retórica...
Ahora hay directores españoles capaces de generar títulos susceptibles de codearse con las producciones de Hollywood (o eso, al menos, nos gusta pensar aquí) y los Bayona, Amenábar y Cortés ocupan el lugar que antes llenaron los éxitos populares de José Antonio de la Loma. Me pregunto si, al cabo de los años, sus películas se convertirán también en documentos de época capaces de explicar el contexto sociológico que las alumbró. La pregunta, evidentemente, es retórica...
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