viernes, 10 de agosto de 2018

La novia vestía de negro (1968)




Título original: La mariée était en noir
Director: François Truffaut
Francia/Italia, 1968, 107 minutos

La novia vestía de negro (1968)

Puede que Truffaut no quedara muy satisfecho con el resultado, pero, aun así, el innegable toque hitchcockiano de La mariée était en noir resulta de una belleza tan sumamente arrebatadora que se hace difícil no sucumbir de inmediato a su encanto. No hay más que ver a Jeanne Moreau vestida de blanco para saber que sus intenciones son, en realidad, muy negras...

Efectivamente, el cineasta francés emula hasta en eso al mago del suspense: un uso expresionista del color (o de su ausencia, en este caso) que hace que Julie sea incapaz de despojarse del atuendo nupcial, al menos simbólicamente, hasta que no haya visto cumplido su objetivo de vengar la muerte del difunto esposo.

No es el único detalle de ese tipo: también la galería o estudio de Fergus (Charles Denner) se llama muy acertadamente Némesis, siendo éste el nombre de la divinidad griega de la venganza. Aunque las lecturas en clave mitológica van mucho más allá, toda vez que el pintor hará posar a la protagonista ataviada con los atributos de Diana, la diosa virgen de la caza, con lo que el subtexto se ve de inmediato enriquecido con varios matices simultáneos: una mujer cuyo matrimonio no se pudo consumar (por lo que, a efectos prácticos, mantiene su condición virginal) planea y ejecuta un elaborado rito vengativo que no deja de ser una cacería en toda regla.



La partitura de Bernard Herrmann confiere al conjunto una sonoridad muy a lo Vértigo, cinta en la que Eros y Tánatos iban también bastante de la mano. Pero, con todo, no es ésa la única referencia explícita a los filmes de su adorado Hitchcock (el célebre libro-entrevista se había publicado, por cierto, dos años antes): cuando Bliss (Claude Rich) se precipite por el balcón, el plano cenital que se muestra de la calle sobre la que caerá el cuerpo coincide en diseño y gama de tonalidades con el de la huida de Cary Grant de la sede de la ONU en Con la muerte en los talones (1959).

No obstante, si hay un momento de La novia vestía de negro en el que Truffaut pone de manifiesto su genialidad como director ése es, sin ningún género de dudas, el final. Haciendo válida la máxima de Billy Wilder, que decía que las buenas películas son aquellas en las que, en lugar de decirnos que dos y dos son cuatro, simplemente se plantea la suma (el resultado de la operación ya lo deducirá el espectador por su cuenta con los elementos que se le hayan ido proporcionando), mantiene fija la cámara en la última secuencia, de modo que el desenlace tiene lugar fuera de campo. No necesitamos ver nada: nos basta con escuchar para saber lo que está sucediendo. A fin de cuentas, lo que uno imagina siempre es más turbador que lo que se contempla a través de la mirada.


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