martes, 16 de enero de 2018

Entre ellas (2016)




Título original: Faut pas lui dire
Directora: Solange Cicurel
Bélgica/Francia, 2016, 96 minutos

Entre ellas (2016) de Solange Cicurel


Primer largometraje dirigido por la realizadora belga Solange Cicurel, Faut pas lui dire es una de esas comedias tan al uso que, por lo cotidiano de su sentido del humor, tiene quizá más de sitcom televisiva que no de película destinada a estrenarse en salas comerciales. En todo caso, el hecho de que confiera protagonismo absoluto a las mujeres ha hecho que aquí se estrene con el inequívoco título de Entre ellas, cuando el original francés vendría a ser algo así como "No hay que decírselo". Ya saben: aquello tan típico de que un grupo de personas descubre casualmente una verdad incómoda que se esforzará en ocultar por el bien de otro miembro del clan.

Todo el enredo se deriva de cómo cuatro amigas de edades comprendidas entre los treinta y los cuarenta años, muy distintas entre sí en cuanto a personalidad, pero poseedoras todas ellas de un carácter fuerte e independiente, afrontan las relaciones de pareja. En general, no puede decirse que hayan tenido precisamente suerte con los hombres: ni siquiera la rubia y cándida Yaël (Stéphanie Crayencour), comprometida con un joven (Arié Elmaleh) que parece haber perdido la apetencia sexual justo cuando su boda está a la vuelta de la esquina...



En otro orden de cosas, sorprende encontrar en uno de los papeles masculinos al actor Fabrizio Rongione, el mismo que protagonizara varias películas notables a las órdenes de los hermanos Dardenne. Se conoce que en Bélgica uno también se ve obligado a aceptar trabajos alimenticios de vez en cuando... Como curioso es el dato de que hasta dos de las actrices protagonistas son también cantantes de cierto éxito: la ya mencionada Stéphanie Crayencour y, sobre todo, Jenifer Bartoli (Laura).

En fin, aunque no sea ni la más divertida ni la mejor de su especie, Faut pas lui dire pertenece, sin embargo, a un subgénero en alza entre las cinematografías francófonas, el de comedia dirigida por y pensada para chicas, en el que se inscriben títulos tan dispares como Jamais le premier soir (Mélissa Drigeard, 2014), Tout ce qui brille (Géraldine Nakache, 2010), Les gazelles (Mona Achache, 2014) o Sous les jupes des filles (Audrey Dana, 2014). Tendencia a la que Céline Sciamma ha sabido dar, incluso, un giro hacia el drama de crítica social: Girlhood (Bande de filles, 2014).


domingo, 14 de enero de 2018

Des gens qui s'embrassent (2013)




Título en español: Gente que se besa
Directora: Danièle Thompson
Francia/Bélgica, 2013, 97 minutos

Des gens qui s'embrassent (2013)


Pese a haber dirigido apenas seis largometrajes desde su debut en 1999 con La bûche, da la sensación de que la monegasca Danièle Thompson (el apellido inglés lo tomó de su primer marido, un financiero británico) lleva toda la vida haciendo películas, tal vez porque antes fue una reputada guionista al servicio de cineastas como Claude Pinoteau (La boum, 1980; La neige et le feu, 1991) o Patrice Chéreau (Ceux qui m'aiment prendront le train, 1998). De hecho, fue nominada al Oscar por Cousin cousine en 1975. Y como directora, aún tenemos muy reciente su último filme, Cézanne et moi, estrenado en España el pasado mes de agosto y que recreaba la amistad entre dicho pintor y el novelista Émile Zola.

La que no llegó a estrenarse en salas comerciales fue su anterior trabajo, Des gens qui s'embrassent, aunque sí pudo verse en el Festival de Cine Hebreo de Barcelona. Se trata de una comedia coral, coescrita junto a su hijo Christopher, al estilo de Cena de amigos (2009) o Patio de butacas (2006), dos de sus títulos más celebrados, en la que la acción gira en torno a los Melkowich, una atípica familia judía: Roni (Kad Merad), tan hortera como ostentoso, fan incondicional de Frank Sinatra, ha levantado un imperio gracias a "democratizar" la venta de diamantes entre amplios sectores de la sociedad; Zef (Éric Elmosnino), en cambio, es un afamado violinista residente en Nueva York y que respeta escrupulosamente los preceptos del Talmud. Ni que decir tiene que se llevan a matar. Las esposas de ambos, por cierto, son también completamente antagónicas: la despampanante Giovanna (Monica Bellucci) es una mujer superficial obsesionada por el lujo que sólo se preocupa de su apariencia física; la espiritual Irène (Valérie Bonneton), por contra, es amante de la música como su marido y bastante sumisa, lo cual le costará la vida al ser atropellada cuando iba a buscarle un sándwich de pastrami. Aunque calcadas a sus respectivos padres, las primas Noga (Lou de Laâge) y Melita (Clara Ponsot) mantienen una estrecha relación. En cuanto al anciano patriarca de la familia (Ivry Gitlis), su demencia senil no sólo le hace confundir continuamente a unos y a otros, sino que le convierte en un personaje tan entrañable como divertido. Pero cuando Noga conozca a un apuesto joven (Max Boublil) que viaja en el mismo vagón de tren que ella las cosas cambiarán drásticamente para todos...



Des gens qui s'embrassent posee el habitual gusto por el detalle de su directora, comenzando por el reparto: sólo Monica Bellucci podía encarnar el papel de glamurosa consorte habituada a las recepciones suntuosas y a las fiestas a bordo de un fastuoso yate en Saint-Tropez; o Ivry Gitlis, violinista en la vida real y al que el resto del equipo debía escribirle los diálogos en grandes paneles para que no se quedase en blanco. Y lo mismo podría decirse de las localizaciones: la parisina Place de la Concorde y el selecto restaurante Maxim's, la Saint Pancras Station de Londres...

Como es habitual en su filmografía, Thompson nos habla en esta película de cómo han cambiado los tiempos, los códigos, los roles sociales y familiares; de hasta qué punto es absurdo discutir por nuestras diferencias religiosas o personales. En una palabra: un canto a la tolerancia y a la diversidad que la lleva a imaginar un mundo donde sólo haya "personas que se besan".


sábado, 13 de enero de 2018

Tandem (1987)




Director: Patrice Leconte
Francia, 1987, 86 minutos

Tandem (1987) de Patrice Leconte


La Filmoteca de Catalunya presentaba esta tarde un lleno absoluto en su sala grande para dar la bienvenida a Patrice Leconte (y eso que, en la sala de al lado, se proyectaba Paterson de Jarmusch con todas las entradas vendidas). Pero es que estamos hablando de un director que tiene en su haber una lista nada desdeñable de éxitos populares, desde aquellos míticos Les bronzés (1978) hasta la mítica Le mari de la coiffeuse (1990), que, sólo en Barcelona, alcanzó la friolera de diecisiete meses en cartel.

La película de hoy, sin embargo, nunca llegó a estrenarse en España (de hecho, ha sido complicado obtener una copia para proyectarla en la cinemateca catalana; y eso aun a condición de que la sesión fuese gratuita, dados los problemas de derechos de autor que arrastra la cinta). Lo cual no deja de ser una verdadera lástima, ya que Tandem (1987) plantea un duelo interpretativo notable entre Jean Rochefort y Gérard Jugnot, especie de don Quijote y Sancho, respectivamente, (como muy bien apuntaba Esteve Riambau durante el posterior coloquio) que recorren las carreteras francesas, alojándose en hoteles de tercera, para hacer llegar a los pueblos de las provincias un célebre concurso radiofónico en directo de preguntas y respuestas.



En realidad, un análisis somero de la filmografía de Leconte demuestra enseguida que dicho planteamiento es muy de su agrado, toda vez que resulta fácilmente reconocible en filmes como L'homme du train (2002) o Mon meilleur ami (2006). Preguntado sobre el parecido de esta última con Tandem, el cineasta no ha tenido más remedio que reconocer los puntos en común: dos tipos antagónicos que, por contra, se acaban complementando al tiempo que nace entre ellos una gran amistad.

Tiene Tandem, además, ese toque crepuscular y decadente del hombre venido a menos que intenta, sin éxito, ocultar sus miserias sólo para resultar aún más patético en el ocaso de su carrera: es el caso, por ejemplo, de Michel Mortez, su protagonista, quien, aparte de un apellido que hace pensar inevitablemente en alguien moribundo, interpreta una escena bastante reveladora en la que llama por teléfono a una supuesta amante. Son esos pequeños perdedores anónimos tan del gusto de un director que siente debilidad por quienes luchan denonadamente contra la indiferencia que los rodea. Como ocurriría, precisamente, en la gala de los premios César de aquel año. Nos lo contaba Patrice Leconte durante el coloquio: pese a estar nominada en seis categorías, Tandem apenas recibió un galardón muy secundario (al mejor cartel). De modo que, tras la ceremonia, el siempre expresivo Rochefort le espetó: « Quelle branlée !! » ("¡Menudo palizón!"), algo que no sentó muy bien al director. Situación que volvería a repetirse tres años después con El marido de la peluquera (siete candidaturas y ningún César...). Sólo que, en esta ocasión, el actor únicamente se giraba cada vez que el premio iba a parar a otro, moviendo los labios aunque sin llegar jamás a emitir la frasecita de marras. Anécdotas que Leconte recuerda con una mezcla de cariño y de aflicción ahora que Rochefort ya no está: "Mientras vivía, nos llamábamos cada vez que uno de los dos tenía una historia interesante que contar: desde que falleció, en cambio, ya no sé a quién llamar..."


viernes, 12 de enero de 2018

Faustina (1957)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1957, 94 minutos



Parodia amable del mito de Fausto al servicio de la irresistible María Félix, Faustina fue una de aquellas superproducciones locales en las que el envoltorio era casi más importante que la propia historia. Filmada en un Eastmancolor que nada tiene que envidiar al de películas de similar factura que por aquel entonces se estaban rodando en Hollywood, posee un reparto excepcional en el que, aparte de la mejicana, sobresalían los dos Fernandos (Rey y Fernán Gómez) más toda una pléyade de secundarios excepcionales, desde Pepe Isbert haciendo de cura hasta Tony Leblanc o Guillermo Marín, pasando por el omnipresente Xan das Bolas.

Estructuralmente, está narrada a través de un largo flashback mediante el que el diablo Mogón (Fernán Gómez) relata sus desdichas al espeleólogo Valentín (Fernando Rey), quien, de forma accidental, se ve atrapado en el interior de una gruta subterránea de difícil acceso, en plena sierra, hasta la que se había desplazado en compañía de su novia Elena (Elisa Montés).



Lo demoníaco es un tema que, posiblemente debido a la morbosidad que suscitaba en aquella España nacionalcatólica, se puso de moda en el cine patrio por aquellos años: títulos como El diablo toca la flauta (1953) de Forqué, el filme colectivo de episodios El cerco del diablo (1952) o incluso Los jueves, milagro (1957) de García Berlanga así lo atestiguan. Aunque, a decir verdad, ver al orondo Juan de Landa ataviado con la cornamenta y las patas de cabra de Mefistófeles invita más a la risa que no al espanto.

Claro que, por aquello de eludir la pertinaz censura, el avispado Sáenz de Heredia (que era hombre afecto al Régimen, pero no tonto) situó la acción en una imaginaria monarquía de opereta cuyo príncipe, el ingenuo Natalio, cae perdidamente enamorado de la protagonista, lo cual solivianta a los gerifaltes de su gobierno. Y no es para menos, que esta mujer no sólo ha pactado con el maligno su rejuvenecimiento, sino que es capaz de tener en vilo a todo un auditorio con algo a priori tan prosaico como la lectura en voz alta de las noticias del periódico.


jueves, 11 de enero de 2018

Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990)




Título original: Rosencrantz & Guildenstern Are Dead
Director: Tom Stoppard
Reino Unido/EE.UU., 1990, 117 minutos

Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990)


La única película hasta la fecha dirigida por el dramaturgo británico de origen checo Tom Stoppard fue esta adaptación de su propia obra teatral homónima. Y, por extraño que parezca, decidió que empezara y acabase al son de una antigua canción de Pink Floyd titulada "Seamus", blues de apenas dos minutos de duración y peculiar ambientación perruna con el que se cerraba la cara A de su álbum Meddle (1971). En realidad un divertimento, comparado con la profundidad mística (y, más tarde, política) de sus grandes discos conceptuales. Parece como si Stoppard nos estuviera diciendo: del mismo modo que la banda más trascendental del rock progresivo tuvo tiempo de permitirse alguna que otra humorada, yo voy a hacer ahora lo propio con el sacrosanto Hamlet de Shakespeare.

En otro orden de cosas, Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990) recuerda vagamente a un título español rodado más o menos por las mismas fechas: Don Juan en los infiernos (1991) de Gonzalo Suárez, otro escritor metido a cineasta. Tanto en un caso como en el otro, se aprecia una similar factura a la hora de poner al día mitos clásicos de la literatura universal, aunque tal vez Stoppard se muestre más deudor de un planteamiento pirandelliano al estilo de Seis personajes en busca de autor.



De ahí que, convirtiendo a dos secundarios de una obra cumbre en los protagonistas de una trama disparatada, se lograse infundir nueva vida a un texto que adquiría en el acto una dimensión totalmente distinta. Algo así como si los héroes hubiesen ido a pasearse al callejón del gato en un esperpento de Valle-Inclán.

En ese sentido, son especialmente fascinantes los momentos de la película en los que los actores, valiéndose de escasos recursos (un pañuelo rojo, un leve gesto...), son capaces de representar determinadas escenas teatrales en un alarde de imaginación, prueba irrefutable de la procedencia escénica de su director.


martes, 9 de enero de 2018

Trampa para Catalina (1963)




Director: Pedro Lazaga
España, 1963, 87 minutos

Trampa para Catalina (1963)


El principal inconveniente que presenta una película como Trampa para Catalina tal vez resida en el hecho de que todo en ella nos suena a ya visto: tanto los personajes, como las tramas y situaciones son los típicos de tantísimas comedias españolas filmadas entre finales de los años cincuenta y los primeros sesenta, muchas de ellas dirigidas, precisamente, por Pedro Lazaga. 

De la filmografía de este último, Los tramposos (1959) o Los económicamente débiles (1960) comparten con el filme que ahora comentamos (amén de, más o menos, el mismo reparto) un similar gusto por los ambientes y tipos populares, preferiblemente pobres de solemnidad que malviven a base de picaresca o a los que surge la oportunidad de prosperar mediante algún plan rocambolesco.



En esta ocasión todos los esfuerzos se centran en conseguir que la humilde Catalina (Concha Velasco) se haga pasar por la hija de un rico diplomático sudamericano con la que guarda un asombroso parecido y que se ha dado a la fuga en compañía de un peculiar torero catalán que responde al nombre artístico de "El niño de Carmona". Ardua tarea, teniendo en cuenta el laborioso proceso de aprendizaje al que se verá sometida por parte de su entorno, primero para convencerla y después hasta lograr que una simple pescadera refine sus modales.

En términos generales, se puede decir que la puesta en escena y el sentido del humor contenidos en Trampa para Catalina obedecen a un planteamiento casi de cartoon o de cómic, con personajes planos que responden al arquetipo propio del vodevil: el tartamudo (Venancio Muro), el líder del cotarro (Manolo Gómez Bur), el cerebro del grupo (Antonio Ozores), etc. Lo cual no es óbice para que, tangencialmente, se toquen temas de candente actualidad, desde la revolución cubana (disfrazada bajo el imaginario Estado de Paramaná) hasta una ligera crítica social consistente en mostrar la miseria que se respira en determinados barrios madrileños donde la gente se gana la vida robando libros o pescado para después revenderlos.


El terror de las chicas (1961)




Título original: The Ladies Man
Director: Jerry Lewis
EE.UU., 1961, 95 minutos

El terror de las chicas (1961)


Decir que el Jerry Lewis de The Ladies Man es histriónico se queda corto, teniendo en cuenta la exagerada expresividad que llega a derrochar su personaje. En ese sentido, Herbert H. Heebert no es  lo que se dice un hombre tranquilo precisamente: de hecho, procede de una pequeña ciudad americana cuyos habitantes viven en permanente ataque de nervios, como queda patente en la accidentada escena inicial. De modo que sólo le faltaba un cruel desengaño amoroso para acabar de desquiciarlo del todo.

A partir de ese momento, el joven, acompañado de sus características muecas, bramidos y demás repertorio de inagotables bufonadas, dará con los huesos en la lujosa mansión de una cantante de ópera que lo contrata como asistente. Aunque, a la hora de la verdad, dicho lugar parece más bien una gigantesca casa de muñecas que alberga justo aquello de lo que iba huyendo el torpe Herbert: una legión de bellas y refinadas señoritas.



Pese a lo deslavazado de su guion (la película, en realidad, no es más que un conjunto de gags sin una estructura muy definida), son muchas las referencias cinéfilas que contiene. Es innegable, de entrada, la huella de un filme tan absolutamente disparatado como Loquilandia (1941), del que hereda anarquía y humor surrealista a partes iguales, si bien son palpables, por otra parte, determinados guiños procedentes de las Screwball comedies de los años dorados de Hollywood: la mascota de la oronda señora Wellenmellon, sin ir más lejos, se llama Baby, alusión evidente a La fiera de mi niña (1938) de Hawks, en la que el leopardo de la rebelde Susan (Katharine Hepburn) respondía al mismo nombre.

Sin embargo, no hay que olvidar que el trabajo llevado a cabo por Lewis dejará también su impronta en algunos cineastas del futuro, como un principiante Mel Brooks que colabora, sin figurar en los créditos, en el guion de esta película. O incluso Jim Carrey, tal vez el actor contemporáneo que más claramente ha heredado el estilo de Jerry Lewis. Como tampoco deben pasarse por alto las implicaciones de tipo freudiano contenidas en El terror de las chicas: medio en broma, medio en serio, su protagonista, un hombre inmaduro fuertemente marcado por la figura materna, no deja de ser la víctima de un trauma que le impide relacionarse con normalidad con el sexo contrario, llegando a rozar la ensoñación fetichista durante la bellísima secuencia de la vedada habitación blanca en la que habita una misteriosa y estilizada mujer de negro.


domingo, 7 de enero de 2018

Dies irae (1943)




Título original: Vredens dag
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1943, 93 minutos

Dies irae (1943) de Dreyer


MARTIN: ¡Pero estás llorando! (Anne levanta el rostro hacia él. Lo mira llorosa, pero a través de sus lágrimas se ve una sonrisa.)
ANNE: Te veo a través de las lágrimas...
MARTIN: Lágrimas que yo secaré (le besa los párpados y le hace girar la cabeza de manera que la luz le dé en los ojos.) No hay nadie que tenga unos ojos como los tuyos...

Anne: una Fedra protestante

Continuamos nuestro particular homenaje a Carl Theodor Dreyer, en el cincuenta aniversario de su fallecimiento, comentando una de las obras maestras indiscutibles del danés, si es que hay alguna película suya que no lo sea. En todo caso, sí que es cierto que Dies irae contiene imágenes de una plasticidad como pocas veces se ha visto en una pantalla: filme pictórico donde los haya, será fácil reconocer en no pocos de sus planos la influencia del Rembrandt de la Lección de anatomía.



Más allá, sin embargo, de su cuidada fotografía en blanco y negro a cargo de Karl Andersson (deudora, por otra parte, del expresionismo alemán), lo verdaderamente interesante es hasta qué punto logra Dreyer transmitir lo que se propone contarnos a base de silencios y de miradas, valiéndose de una gramática que es, en buena medida, deudora del cine mudo en el que el director había comenzado su carrera. En "Algunos apuntes sobre el estilo cinematográfico" (publicado por vez primera el 2 de diciembre de 1943) dejó bien claro cuáles habían sido sus intenciones al respecto:

«Hasta el momento actual el cine sonoro ha mostrado cierta tendencia a abusar de la palabra en detrimento de la imagen. En muchas películas se habla..., mejor dicho, se "charla" demasiado, y rara vez se les permite a nuestros ojos reposarse en un bello efecto visual. A veces se tiene la impresión de que los directores cinematográficos se olvidan de que el cine es, ante todo, un arte visual, dirigiéndose en primer plano al ojo humano, y de que la imagen llega mucho, muchísimo más directamente a la conciencia del espectador que la palabra. En Dies Irae he intentado devolver a la imagen la justa importancia que le corresponde y nada más.» (Incluido en el guion de Juana de Arco / Dies irae. Alianza editorial, 1970, p. 239. Traducción de Ebbe Traberg).

De ahí esa sensación de tiempo detenido que impregna todas las secuencias de un filme en cuyo ambiente de culpa, de intolerancia luterana, de caza, tortura y quema de brujas sería posible leer entre líneas, pese a que la acción transcurra en pleno siglo XVII, una alusión velada a la presencia de los nazis en Dinamarca por aquellas fechas, coincidiendo con el rodaje.


sábado, 6 de enero de 2018

El embrollón (1973)




Título original: L'emmerdeur
Director: Édouard Molinaro
Francia/Italia, 1973, 81 minutos

El embrollón (1973) de Édouard Molinaro


La siempre atildada manera de hacer del tardofranquismo prefirió que la comedia francesa L'emmerdeur se titulase aquí El embrollón, termino mucho más cándido y que hacía que se perdiese una connotación entre coloquial y vulgar que hoy designaríamos con un más contundente "El pelmazo" o, incluso, "El tocapelotas".

Sea como fuere, algo debe tener la historia que cuenta cuando ha dado tanto de sí. Recapitulemos: el guionista Francis Veber, luego también director de cine, incluye en la práctica totalidad de sus películas al inoportuno François Pignon, personaje que interpretara por vez primera el mítico cantante Jacques Brel en el filme que estamos comentando. De entre los títulos más célebres de la saga, conviene destacar Le dîner de cons (1998), Le placard (2001) y La doublure (2006).



Pero es que L'emmerdeur, a su vez, ha sido objeto de no pocos remakes: hasta cuatro en total, incluyendo la última película que dirigió Billy Wilder (Aquí, un amigo, 1981); una nueva versión, en 2008, a cargo del propio Veber y, como dato curioso, un par de adaptaciones que podríamos denominar exóticas: la turca Bas belasi (1982) y la más reciente Bumboo (2012), producción hindú al estilo Bollywood.

Queda claro, pues, que nos encontramos ante un filme de culto en toda regla, cuyo éxito innegable radicó en una combinación infalible de casi suspense y de humorada: la de ver cómo el asesino a sueldo Milan (Lino Ventura) ve frustrados, una y otra vez, sus intentos de llevar a cabo la delicada misión que le han encomendado porque Pignon, deprimido tras ser abandonado por su mujer y no mucho más hábil en sus fallidas tentativas de suicidio, se cruza en el camino del sicario.


viernes, 5 de enero de 2018

El hombre del cráneo rasurado (1966)




Título original: De man die zijn haar kort liet knippen
Director: André Delvaux
Bélgica, 1966, 95 minutos

El hombre del cráneo rasurado (1966)


¿Qué pasaría si mezclásemos la obsesión romántica de Vértigo con el horror maníaco de Psicosis para, acto seguido, verter el resultado en el molde laberíntico de El año pasado en Marienbad? Pues que muy probablemente obtendríamos algo similar a El hombre del cráneo rasurado, largometraje que supuso el debut en la dirección de André Delvaux y que, pese a estar inicialmente concebido para la televisión, acabaría convirtiéndose en una de las películas de culto más inquietantes jamás filmadas.

Como ocurre con buena parte de la literatura fantástica germánica, desde la absurdidad kafkiana hasta El Golem de Gustav Meyrink, uno no sabe muy bien si lo que está viendo obedece a algún tipo de lógica o si, por contra, se trata de las ensoñaciones febriles que un loco forjó en su mente. Puede que ahí radique el legado de la novela de Johan Daisne en la que está basado el filme, en adoptar el punto de vista de un profesor fascinado hasta tal extremo por una de sus alumnas que llega a perder la noción de lo real.



En cualquier caso, ni Govert (Senne Rouffaer) posee la sofisticación de Humbert Humbert, pese a su gusto por la tonsura como forma de relajación, ni Fran (Beata Tyszkiewicz) es ninguna Lolita adolescente. Todo resulta mucho más confuso en esta pesadilla, teñida del mismo tono mortuorio (sobre todo a partir del momento en el que irrumpa el forense Mato) que Delvaux acabará de explotar en Cita en Bray (1971). Por de pronto, Govert, gradual y visiblemente trastornado por el relato de la promiscua vida sentimental de Fran, acabará disparando contra la joven en la habitación de hotel en la que coinciden años después.

Llegados a la escena final, se plantea el gran dilema: Govert se encuentra ahora recluido en un psiquiátrico, tal vez pagando por el crimen que cometió. Pero al asistir a una proyección junto con los demás internos descubre, asombrado, que Fran es aclamada por la prensa al otro lado de la pantalla. ¿Cuándo se rodó dicho noticiario? ¿Antes o después de su reencuentro en el hotel? ¿La mató o soñó que lo hacía? Nadie puede responder a los interrogantes ante los que el propio Delvaux prefirió inhibirse. Baste decir que haciendo acabar su película en un manicomio lleva a cabo una pirueta que lo emparenta con El gabinete del doctor Caligari (1920) y que anuncia lo que, una década más tarde, será Alguien voló sobre el nido del cuco (1975).


jueves, 4 de enero de 2018

El filandón (1985)




Director: José María Martín Sarmiento
España, 1985, 108 minutos


filandón
Alteración del asturiano filazón, derivado del latín filum 'hilo'.

1. m. León. Reunión vecinal, invernal y nocturna, en la que las mujeres hilaban y los hombres hacían trabajos manuales, mientras se contaban historias.


Llamar insólita a una película como El filandón sería no menos arbitrario que injusto. Porque si uno es capaz de analizarla con un mínimo de rigor se dará cuenta enseguida de las muchas concomitancias, tanto en factura como en espíritu, que presenta con otros filmes. Habrá, quizá, quien se sorprenda de que ninguno de los que en ella participaron fuesen actores profesionales. ¿Y qué? ¿Lo eran acaso los campesinos que utilizó Pasolini para el rodaje de Il vangelo secondo Matteo? ¿Y las gentes anónimas que filmó en tantos otros títulos de su filmografía, hoy considerados obras maestras indiscutibles? 

Algo parecido podría decirse de los valles del Bierzo y otras regiones de León en su día captados por la cámara de Chema Sarmiento y que harán que el cinéfilo sagaz piense de inmediato en los primeros trabajos del iraní Abbas Kiarostami, otro insigne cineasta avezado en trabajar con los lugareños de las zonas rurales de su país.



Pero, en realidad, no hace falta irse tan lejos para constatar no ya semejanzas con filmes foráneos, sino la influencia ejercida por El filandón sobre posteriores producciones del cine español. Porque algo hay de ella en dos títulos cruciales de la carrera de José Luis Cuerda: El bosque animado (1987) y Amanece, que no es poco (1989). Con ambas comparte un similar sentido del humor, así como la intervención en distintos momentos de la trama de aparecidos y otros seres venidos del más allá (caso de la pérfida jana llamada Láncara, variación terrorífica de L'enfant sauvage de Truffaut).

Tras todo lo dicho, queda claro, pues, que lo verdaderamente insólito sería no prestarle la debida atención no sólo como película, sino también como documento etnográfico y literario. Que no todos los días se consigue reunir frente al objetivo de una cámara a cinco escritores de la talla de Luis Mateo Díez ("Los grajos del sochantre"), José María Merino ("El desertor"), Julio Llamazares ("Retrato de bañista"), Pedro Trapiello ("Láncara") o Antonio Pereira ("Las peras de Dios"). Aunque sea para contarle cuentos a San Pelayo...


El silencio de un hombre (1967)




Título original: Le samouraï
Director: Jean-Pierre Melville
Francia/Italia, 1967, 105 minutos

El silencio de un hombre (1967)


Hay arranques de película que, por mucho que pasen los años y por mucho cine que uno haya visto después, se quedan indefectiblemente grabados para siempre en nuestra memoria. Por la extraña mezcla de quietud y de misterio que transmite, el inicio de Le samouraï es claramente uno de ellos: plano fijo del interior de una habitación en semipenumbra; apenas los trinos de un canario enjaulado y la lluvia sobre los cristales rasgan el silencio. Y sólo al cabo de unos instantes nos damos cuenta de que hay alguien allí, tendido sobre la cama, fumando un cigarrillo... 

Luego enseguida vendrá la cita apócrifa del Bushido ("No hay mayor soledad que la del samurái, a menos que sea la del tigre en la jungla... Tal vez...") para subrayar lo que ya ha quedado suficientemente claro a través de las imágenes.

El laconismo de la secuencia inicial marca el tono de toda la película

Son este tipo de detalles los que han hecho de El silencio de un hombre una película de culto, aunque su protagonista, un Alain Delon entre enigmático y apolíneo, también fue responsable, en buena medida, de que así sea: ningún otro actor podía haber encarnado a Jef Costello con la misma frialdad seductora; ésa que hace que un asesino a sueldo se nos aparezca como un ángel cautivador e inofensivo.

Y es que lo de Melville con el cine fue como lo de Erasmo de Róterdam con el cristianismo: una voluntad de regresar a la esencia de la gramática establecida por los pioneros de la etapa muda, de devolverle a este arte su primitivo esplendor, prescindiendo de tanto vano arabesco y oropeles innecesarios con los que se había ido corrompiendo: hasta diez minutos largos tardaremos en escuchar la primera palabra que se pronuncia en la película; y eso mismo ocurrirá en no pocas escenas, en las que vemos lo que hacen los personajes sin necesidad de que nadie nos lo cuente. Son los célebres silencios de Melville, esos mismos de los que volvería a servirse en Le cercle rouge (1970) y en Un flic (1972), títulos con los que completó la trilogía iniciada por Le samouraï.


miércoles, 3 de enero de 2018

La familia y... uno más (1965)














Director: Fernando Palacios
España, 1965, 96 minutos



El advenimiento, a partir de la década de los sesenta, de los tecnócratas del Opus Dei a los sucesivos gobiernos franquistas se tradujo, cinematográficamente hablando, en la producción de comedias que, como La gran familia (1962), hacían apología de los nuevos valores que al régimen le interesaba promover, entre ellos el del consumismo desarrollista unido al incremento de la natalidad.

Dado el éxito de la fórmula, en 1965 llegaba la secuela (no sería ni la última ni la peor...) bajo el nada original título de La familia y... uno más. A diferencia de la primera entrega, en ésta el personaje de Alberto Closas se cubría de un aura un tanto agridulce al ejercer de sufrido viudo que ve cómo su clan de dieciséis criaturas empieza a desmembrarse: se le casa la hija mayor, el hijo arquitecto se marchará a trabajar a Brasilia, al jugador de baloncesto lo seleccionan para ir a Italia, los gemelos se marchan becados a Gijón...

El Padrino, en cambio, seguirá eternamente haciendo el indio

Pero como don Carlos Alonso es un hombre íntegro que se debe a los suyos aceptará las cosas como vengan, sin rechistar y sin resignación. Por eso hará caso omiso de los cantos de sirena, en forma de atractivas candidatas, una formal y morena (Julia Gutiérrez Caba) y otra exótica y rubia (Rossana Yani), que se le insinúen para ocupar el lugar dejado por su difunta esposa.

Título representativo donde los haya del cine comercial de una época, hoy en día, sin embargo, sería inviable que este tipo de formato viese la luz en forma de largometraje estrenado en salas comerciales, toda vez que se ha convertido (y ahí están los Alcántara para confirmarlo) en un producto exclusivamente televisivo, mucho más rentable si se presenta como serie dividida en capítulos indefinidos que se vayan emitiendo por temporadas.


Léon Morin, sacerdote (1961)




Título original: Léon Morin, prêtre
Director: Jean-Pierre Melville
Francia/Italia, 1961, 129 minutos

Léon Morin, sacerdote (1961)


Creer que Jean-Pierre Melville sólo dirigió películas policíacas sería tan abusivo como afirmar que Cervantes sólo escribió el Quijote. Pues no: el realizador francés también fue el responsable de interesantísimos trabajos de introspección psicológica (y aun religiosa) como este Léon Morin, prêtre, adaptación de la novela homónima de Béatrix Beck que fuera galardonada con el prestigioso Premio Goncourt en 1952.

Filmada con la destreza de los grandes maestros y una excepcional fotografía en blanco y negro de Henri Decaë, cuenta un caso de conciencia a la altura de los expuestos en La Regenta o en San Manuel Bueno, mártir. Se trata de Barny, una joven viuda (Emmanuelle Riva), madre de una niña, y que, viéndose forzada a salir adelante en una pequeña localidad francesa durante la Segunda Guerra Mundial, buscará ser confortada por el apuesto sacerdote Morin (Jean-Paul Belmondo). Pese a no ser, en principio, una persona excesivamente creyente, la mujer se irá sintiendo gradualmente atraída por él, aunque la relación que se establece entre ambos comienza a través de los libros que el cura le presta semanalmente.



Barny es, sin duda, un personaje de una osadía tan inusual como transgresora, y no sólo por los sentimientos que acabará desarrollando hacia su confesor, sino, sobre todo, porque, previamente, se atreve a verbalizar la atracción que experimenta hacia otra mujer, la bella Sabine (Nicole Mirel), que además es su jefa en la oficina.

Por su contenido espiritual, así como por la fascinación experimentada entre caracteres opuestos y las implicaciones morales que de ello se derivan, sería fácil ver en Léon Morin, prêtre un precedente del clásico de Rohmer Ma nuit chez Maud (1969). Curiosamente, otro futuro cineasta (el alemán Volker Schlöndorff) actuó de ayudante de dirección de Melville en esta película, interviniendo, además, en un breve papel: es el soldado nazi que riñe a Barny. En lo concerniente a los actores, tanto Riva como Belmondo están soberbios en sus respectivas interpretaciones, probablemente a años luz del trabajo llevado a cabo por Marine Vacth y Romain Duris en La confession, el irregular remake que dirigiera Nicolas Boukhrief en 2016.


Le magasin des suicides (2012)




Título en español: La tienda de los suicidas
Director: Patrice Leconte
Francia/Bélgica/Canadá, 2012, 76 minutos



A las comodidades modernas falta añadir una sola cosa: una manera decente y fácil de abandonar el escenario; una salida trasera hacia la libertad o, como dije hace un momento, una entrada privada hacia la muerte. Esto, queridos compañeros rebeldes, es lo que proporciona el Club del suicidio...

Robert Louis Stevenson
El Club del suicidio
Traducción de Carlos Silvi

Totalmente inédita en España, Le magasin des suicides supuso la primera experiencia del realizador francés Patrice Leconte en el terreno de la animación. Tal vez debido a ello quiso aprovechar, ya que estaba, para darle un giro aún más radical a su filmografía, abundante en comedias amables tipo Les bronzés (1978) o Mon meilleur ami (2006), realizando un musical de temática macabra al estilo de Pesadilla antes de Navidad (1993).

Aunque, en realidad, la fuente directa de inspiración no fue tanto el universo de Tim Burton, sino la novela homónima de Jean Teulé en la que se recreaba un mundo tan triste que lo normal en él era quitarse la vida en lugar de disfrutarla y donde el niño "rarito" es Alan, el sonriente benjamín de la familia Tuvache que siempre está de buen humor...



Probablemente resulte inevitable tener una sensación de déjà vu ante un filme de tales características, pues, si bien posee una factura impecable a nivel artístico, la historia que cuenta nos hará pensar enseguida, aparte de en el ya mencionado Tim Burton y pelis como Sweeney Todd (2007), en referentes aún más antiguos, en la línea de, por ejemplo, La tienda de los horrores (1960).

Étienne Perruchon, por último, llevó a cabo un trabajo espléndido componiendo una banda sonora cuyas canciones transmiten la misma idea de lasitud que atenaza a los protagonistas. Por cierto: todos ellos llevan el nombre de algún insigne suicida: Mishima (como el escritor japonés), Lucrèce (en alusión a la matrona romana violentada por Tarquinio el Soberbio), Marilyn (por la Monroe), Vincent (o sea, van Gogh)... Pero, claro: conociendo al vitalista Leconte, ¿habrá quien dude que su película, a pesar de la mucha ironía que contiene, no es sino un canto a la vida?

Patrice Leconte

martes, 2 de enero de 2018

¡Viva lo imposible! (1958)

















Director: Rafael Gil
España, 1958, 98 minutos



Una obra de Joaquín Calvo Sotelo adaptada por Miguel Mihura dio pie a esta entrañable comedia del prolífico Rafael Gil. Y es curioso, pero, como sucede en tantísimas películas de la época, fue Fernando Rey el encargado de poner su voz como narrador. No es el único dato digno de resaltar: la banda sonora corrió a cargo del compositor vasco Jesús Guridi y la fotografía, de Alfredo Fraile, se realizó en un magnífico Eastmancolor.

El planteamiento de ¡Viva lo imposible! responde a una premisa tan simple como universal: nadie está del todo contento con la vida que le ha tocado en suerte. El funcionario envidia la existencia nómada y bohemia del artista de circo, mientras que el domador de leones anhela formar una familia y tener casa propia y sueldo fijo.



Así que haciendo alarde de un planteamiento genuinamente mihurino (si se nos permite el palabro), don Sabino López (Manolo Morán) decidirá liarse un día la manta a la cabeza y cambiar la gris oficina del ministerio por la siempre más atractiva carpa de un circo, donde él y sus dos hijos pasarán a ser el trío ilusionista Nagasaki. Adriani (Miguel Gila) no tardará en conectar con ellos, aunque Eusebio (Julio Núñez) preferirá abandonar a su padre y hermana para retomar las oposiciones, lo mismo que Palmira (Paquita Rico) cuando la reclame su antiguo y estricto novio Vicente (José María Rodero). Pero el padre, firme en sus convicciones, decide seguir adelante hasta alcanzar el éxito a escala internacional.

La concepción del mundo que subyace bajo tan singular historia es, en esencia, calcada a la expuesta por Mihura en Tres sombreros de copa (estrenada en 1952, aunque escrita en 1932). En ambos casos, el protagonista siente un pavor similar ante la perspectiva de dejarse atrapar por la monotonía de una realidad en apariencia segura, pero exenta de todo aliciente. Eterno dilema del hombre moderno, a menudo atrapado en las convenciones de una sociedad que pone freno a la imaginación y que coarta nuestra libertad individual.


Una bolsa de canicas (2017)




Título original: Un sac de billes
Director: Christian Duguay
Francia/Canadá/República Checa, 2017, 110 minutos

Una bolsa de canicas (2017)


La bille roule entre mes doigts au fond de ma poche.
C'est celle que je préfère, je la garde toujours celle-là. Le plus marrant c'est que c'est la plus moche de toutes : rien à voir avec les agates ou les grosses plombées que j'admire devant la devanture de la boutique du père Ruben au coin de la rue Ramey, c'est une bille en terre et le vernis est parti par morceaux, cela fait des aspérités sur la surface, des dessins, on dirait le planisphère de la classe en réduction.
Je l'aime bien, il est bon d'avoir la Terre dans sa poche, les montagnes, les mers, tout ça bien enfoui.
Je suis un géant et j'ai sur moi toutes les planètes.

Joseph Joffo
Un sac de billes
Le Livre de Poche

Para quienes estudiamos francés en secundaria, Un sac de billes fue, a menudo, de lectura obligatoria: la típica novela que nos hacían leer en 2º o 3º de BUP. Lo cual tiene su lógica, teniendo en cuenta que el protagonista era un adolescente y que el contexto histórico en el que se desarrolla la acción invitaba a tomar conciencia sobre la gravedad de lo acontecido durante el holocausto judío. De modo que semejante best-seller, publicado originariamente en 1973, no tardaría en ser llevado a la pantalla dos años más tarde. Jacques Doillon fue su director. Y como parece que el texto autobiográfico de Joseph Joffo sigue teniendo gancho comercial, nos llega ahora una segunda adaptación, en este caso a cargo del quebequés Christian Duguay, de quien ya hablamos hace algunas semanas al comentar Jappeloup, su anterior película.

En realidad, estamos ante una maniobra similar a la que se llevó a cabo con La guerra de los botones, otro clásico de la literatura juvenil en el país vecino que ha sido objeto de no pocas versiones cinematográficas, la última de 2011. Por no hablar de Los chicos del coro (2004), otro éxito de taquilla que, como la anteriormente citada, también dirigió Christophe Barratier.

Dorian Le Clech (Jojo) junto a Christian Clavier (Dr. Rosen)


Todas ellas comparten el denominador común de estar ambientadas en la época de la ocupación alemana y de mostrar los hechos a través de los ojos de uno o varios niños. Detalle, este último, que favorece el que se busque alimentar la emotividad del espectador a través de unas criaturitas tan monas como enternecedoras. Sí: en Una bolsa de canicas hallaremos poco rigor historiográfico y mucha lágrima fácil. No se engañe nadie, no: esto no es Au revoir les enfants

Prueba de ello son las escenas en las que vemos a los Joffo bajo una lluvia de plumas en plena batalla de almohadas o jugueteando con las olas en la playa o, incluso, lanzándose patatas peladas: todo muy bonito, muy en la línea de otra película moralmente perversa como fue La vida es bella (1997). Por eso no es de extrañar que en el reparto encontremos algunos de los rostros más conocidos del cine comercial francés: Patrick Bruel, Christian Clavier... Francamente: lo raro es que no intervengan también François Cluzet u Omar Sy. Debían de tener sus respectivas agendas muy llenas...

Joseph Joffo posando con los actores durante una pausa del rodaje