Director: Alfredo B. Crevenna
Méjico, 1956, 99 minutos
Talpa (1956) de Alfredo B. Crevenna |
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Juan Rulfo
"Talpa"
El llano en llamas (1953)
Apenas tres años habían transcurrido desde la publicación de El llano en llamas (1953), cuando la potente industria cinematográfica mejicana del momento se fijó en uno de los relatos allí incluidos para llevar a cabo un majestuoso melodrama en cinemascope y filmado en Eastmancolor. Formalmente, la puesta en escena de Talpa (1956) no difiere gran cosa del modelo hollywoodense por entonces tan en boga, si bien el sabor autóctono se aprecia especialmente durante la peregrinación del trío protagonista hacia el santuario. De hecho, son sobre todo las danzas de los indígenas, con sus coloridos atuendos, las que aportan una nota local hasta cierto punto etnográfica.
Por lo demás, el típico triángulo adúltero entre Juana (Lilia Prado) y Esteban (Jaime Fernández), unidos en apasionado romance mientras el doliente Tanilo (Víctor Manuel Mendoza) padece su lenta e inexorable agonía, queda un tanto lejos del tremendismo de su fuente literaria. Tal vez porque Alfredo B. Crevenna (1914-1996), prolífico cineasta de origen alemán, con una filmografía heterogénea en la que pueden encontrarse películas de muy diverso tipo, optó por potenciar el preciosismo de las imágenes, tanto a nivel paisajístico como monumental. A este respecto, destacan en especial los exteriores rodados en las inmediaciones de San Pedro Cholula, cuyo convento franciscano aparece en varias ocasiones.
Asimismo, el carácter melodramático del argumento, escrito por Edmundo Báez, pone el acento en el valor metafórico de los espacios, de modo que la fragua familiar representaría el ardiente delirio amoroso por el que se dejan arrastrar los cuñados (frente a la impotencia del marido, quien, a causa de su enfermedad, ya no puede trabajar el hierro candente), de la misma manera que la romería y la basílica simbolizan la penitencia a la que se ven expuestos unos personajes condenados a pagar eternamente la osadía de su relación pecaminosa.
El caso es que la figura de la suegra (Hortensia Santoveña) adquiere aquí una relevancia de la que carecía en el texto de Rulfo, donde la protagonista se abrazaba a su madre una vez confirmada la tragedia. Ahora, sin embargo, convertida en rencorosa madre de la víctima, la anciana rezará para que la adúltera de su nuera sobreviva a la doble deshonra de haber sido infiel y haber estado a punto de morir a manos de su propio amante.
No se cómo estará la adaptación, pues el texto de Rulfo, de gran riqueza y complejidad, con un tema aparente y otro simbólico, no es sencillo de trasladar a la pantalla.
ResponderEliminarNo lo es, desde luego, porque son tres o cuatro páginas que esbozan una situación sin tampoco entrar demasiado en detalles. En cualquier caso, y si bien la película no pasa de ser un simple producto de su época, merece la pena por la espectacularidad de su formato.
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