Director: Manuel Mur Oti
España, 1955, 105 minutos
Que ya no hay tuyo ni mío;
que ya todo es de los dos
y habrá un puente sobre el río,
porque así lo quiere Dios...
Es Orgullo, como el resto de la filmografía de Manuel Mur Oti, película preciosista, de réplicas contundentes y emociones a flor de piel. Puesta al día de las rivalidades familiares entre Montescos y Capuletos, sólo que la remota Verona de Romeo y Julieta es aquí reemplazada por el más cercano paisaje montaraz e indómito de los Picos de Europa. Un sabor de la tierruca que rezuman tanto las imágenes como los diálogos: "La tierra es hermosa. Y se la quiere pronto y para siempre. Es el único amor que, por lo visto, no se olvida..."
Lo dice una mujer fuerte, acostumbrada a mandar y a ser obedecida. La madre (Cándida Losada) que un día envió a su hija a estudiar al extranjero para que supiera "lo hermosa que es su tierra". Pero a pesar de los baúles y cuantiosas maletas que Laura (Marisa Prado) se trajo de París, a pesar de lo mucho que dice haber aprendido sobre música, ciencias o literatura, lo que se espera de ella es que tome las riendas de la finca que les fue legada tras la muerte del padre. Una hacienda cuyo sólido casalicio de piedra recuerda al de don Juan Manuel Montenegro en las Comedias bárbaras. Porque Mur Oti, gallego como Valle-Inclán, supo conciliar en el guion de Orgullo las exquisitas referencias literarias autóctonas con el universo del wéstern norteamericano.
En efecto, la larga caravana de personas y bueyes en busca de agua a través de los escarpados serratos, con sus carretas repletas de enseres, será tan accidentada y penosa como las de los pioneros que se lanzaron a la conquista del Oeste. Aunque Laura Mendoza, contagiada ya del orgullo de su estirpe, no cederá ni un ápice frente a las adversidades:
CAPATAZ: ¿Piensa seguir?
LAURA: Todavía no hemos llegado a Monteoscuro.
CAPATAZ: Después de esto, la gente tendrá miedo.
LAURA: Yo también. Pero sigo...
Y no sólo en el cine hollywoodense hemos visto situaciones similares: en la versión sonora de La aldea maldita (1942), Florián Rey también optó por hacer emigrar a sus personajes en semejante procesión hacia tierras más acogedoras. Lo cual no es nada descabellado, ya que, al fin y a la postre, de lo que realmente habla esta historia, a pesar de su planteamiento de drama shakespeariano, es del enfrentamiento entre dos bandos que bien pudieran ser los de la guerra civil española. De ahí las continuas referencias a una concordia que se perdió y que sería deseable restablecer en aras de la ansiada reconciliación. En ese sentido, tanto Laura como Enrique (Alberto Ruschel) representan la esperanza de un mundo mejor, puesto que, con su amor, están llamados a no repetir los mismos errores que cometieron sus respectivos padres en el pasado: estacas en un río que separan una única tierra.
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