domingo, 19 de agosto de 2018

Saraband (2003)




Director: Ingmar Bergman
Suecia/Dinamarca/Noruega/Italia/Finlandia/Alemania/Austria, 2003, 107 minutos

Saraband (2003) de Ingmar Bergman


Recuerdo haber ido a ver Saraband, creo que en el Verdi Park, al poco de haberse estrenado, a principios de 2006. Y aunque uno en general tiene buena memoria, confieso que cuando la he vuelto a ver esta tarde he tenido la sensación de que lo hacía por primera vez. Que revisar todas las películas de Bergman, seguidas, en un ciclo tan completo como el de la Filmoteca, no sólo es un gozo y un privilegio, sino, sobre todo, la ocasión idónea para apreciar los rasgos definitorios de su estilo, aquellos elementos que, aquí y allá, se repiten en la mayoría de sus filmes de forma recurrente.

Y claro: estamos hablando de su último trabajo, el puerto de llegada de tantas y tantas historias que contó a lo largo de casi sesenta años de carrera. Hay, por tanto, alguna que otra autocita (lo cual es inevitable siempre que se hace balance). Y no me refiero al hecho de que Saraband sea la secuela o segunda parte oficiosa de Secretos de un matrimonio (1973), sino a detalles mucho más precisos que remiten a otros títulos de la extensa filmografía del sueco. Así, por ejemplo, cuando Marianne (Liv Ullmann) deje pasar un minuto contemplando su reloj, será forzoso acordarse de aquel pintor tan extravagante que interpretaba Max von Sydow en La hora del lobo (1968); como ineludible es no pensar en Los comulgantes (1963) cuando, de nuevo Marianne, a solas en la iglesia, vea penetrar un rayo de sol a través de las vidrieras.



Johan (Erland Josephson) sigue siendo el mismo ser un poco engreído y un poco pueril de tres décadas atrás, sólo que ahora está derrotado por la edad. Con el agravante, además, de que la llegada repentina de quien fuese su esposa durante más de quince años le hará revivir emociones que él creía del todo extintas. "La chanson des vieux amants...", que diría Brel. Aunque conviene tener muy presente la subtrama de Henrik (Börje Ahlstedt) y Karin (Julia Dufvenius), padre e hija, violonchelistas ambos (como el matrimonio protagonista de La vergüenza: ¿otro guiño?) y entre los que se intuye una malsana atracción incestuosa tras la muerte de la madre.

Como en ocasiones anteriores, Saraband iba precedida de un prólogo y culminaba con un epílogo. Una estructura muy musical que Bergman frecuentó a menudo y que esta vez servía de marco a las diez partes en que se divide la película. Es lo que tienen los testamentos: ese irremediable sabor a déjà vu, molesto pero a la vez admirable, que revela el orgullo ante la propia obra y preludia un adiós que será para siempre.


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