viernes, 30 de abril de 2021

Trampa mortal (1963)




Director: Antonio Santillán
España, 1963, 77 minutos

Trampa mortal (1963) de Antonio Santillán


Estrenada el mismo año que Senda torcida, aunque con algunos meses de diferencia, Trampa mortal (1963) volvía a ser una producción de la Cooperativa Cinematográfica Constelación rodada en los barceloneses Estudios IFI. Que contó de nuevo en el reparto con la presencia de los actores Marta Padovan y Víctor Valverde, si bien el protagonismo recae, en esta ocasión, en Ismael Merlo, quien interpreta a un inspector de policía un tanto sui géneris cuya joven (y celosa) mujer no para de apremiarlo con continuas llamadas telefónicas para que se marchen de vacaciones, pero al que las responsabilidades de su trabajo retienen, una y otra vez, en la Ciudad Condal.

La comisaría de Vía Layetana, tristemente célebre, hoy en día, por las torturas que allí se cometieron durante el franquismo, se convierte en el centro de operaciones desde el que don Tomás (Merlo) dirige las pesquisas para clarificar lo que en principio parece una muerte accidental, tal vez simulada por el antiguo jefe de Raúl (Valverde), pero que, en realidad, oculta un oscuro ajuste de cuentas entre socios de una misma empresa del ramo del automóvil.



Presencia estelar del mítico Mario Cabré (Sr. Valle) en una cinta policíaca con las características habituales del cine de Santillán: ambientes tenebrosos de una Barcelona nocturna e inhóspita, trama detectivesca (basada en una novela de José María Lliró) y hasta un par de canciones que Clara (Marta Padovan) interpreta en un sórdido nightclub con el acompañamiento de una orquesta de jazz.

La novedad, sin embargo, es una breve estancia de Raúl en Sevilla, por motivos laborales, que los productores de Trampa mortal aprovechan para insertar exteriores de la Giralda o la Torre del Oro a orillas del Guadalquivir, mientras la banda sonora de Martínez Tudó adquiere unos repentinos aires andaluces. Toque "exótico" en la filmografía de Antonio Santillán que culmina con la visita de Raúl a un tablao en el que actúa el cuadro flamenco Los Trigueros.



jueves, 29 de abril de 2021

Senda torcida (1963)




Director: Antonio Santillán
España, 1963, 83 minutos

Senda torcida (1963) de Antonio Santillán


Con cada nueva entrega en nuestro particular periplo por la filmografía de Antonio Santillán se van perfilando una serie de constantes en su estilo. De entrada, el especial apego del cineasta madrileño (y barcelonés de adopción) hacia el cine policíaco, género en el que se inscriben la inmensa mayoría de las producciones por él dirigidas. En el caso concreto de Senda torcida (1963), se aprecia de inmediato una idea que, diez años antes, ya estaba presente en Almas en peligro (1952): la preocupación respecto a una juventud descarriada que no va por buen camino pese a haber contado siempre con el amor incondicional de sus padres. Rafael (Víctor Valverde) forma parte, precisamente, de dicho colectivo...

Cuando, durante la cena, la pobre señora se escandaliza por la noticia que su marido acaba de leer en el periódico (a saber: que la policía ha detenido a un individuo responsable de agredir a un sereno para quitarle la pistola), no sabe que su propio hijo, al que ellos creen un santo, se dispone a salir a dar una vuelta por los callejones del Barrio Chino de la Ciudad Condal con la intención de cometer justamente el mismo delito. Y es que el muchacho, cuya novia (Marta Padovan) es una artista de varietés que actúa en El Molino, aspira a llevar una existencia más holgada que la de sus progenitores, beneficiarios habituales de los servicios de Cáritas.



Pero las cosas se precipitan y Rafael, que se ha asociado con un grupo de maleantes sin escrúpulos, emprende la huida en compañía del sanguinario Silvestre (Gérard Tichy) con la esperanza de alcanzar la frontera francesa y así eludir los controles policiales. Mientras, el comisario de turno (Antonio Casas) y el inspector Castillo (Estanis González) intentarán dar con los indicios necesarios para detener al culpable de la espiral de crímenes que están asolando la ciudad.

La excelente banda sonora jazzística del maestro Federico Martínez Tudó aporta el tono ideal a este ejercicio de cine negro en el que el artesano Santillán sigue dando muestras de su pericia a la hora de narrar historias de gansterismo en el contexto de una Barcelona gris y miserable que hoy se nos antoja lejanamente familiar. Con el matiz, en esta ocasión, de una leve influencia hitchcockiana (véase el recurso de unas tijeras que sirven de arma homicida, en clara referencia a la célebre escena de Crimen perfecto) y el poderoso ascendente que puede llegar a ejercer la figura materna sobre la conducta de un criminal. A fin de cuentas, y tal y como se repite en un par de ocasiones a lo largo de la película: "La mejor servidora del hombre es su madre...".



miércoles, 28 de abril de 2021

Hospital de urgencia (1956)




Director: Antonio Santillán
España, 1956, 86 minutos

Hospital de urgencia (1956) de Antonio Santillán


Hasta ocho personas diferentes intervinieron en la escritura de Hospital de urgencia (1956), entre ellas José Antonio de la Loma, que por aquel entonces era un afamado guionista a las órdenes de Iquino en Producciones IFI. Otros nombres ilustres que también participaron en su rodaje fueron el portugués José María Nunes como ayudante de dirección y el compositor Ricardo Lamotte de Grignón (1889–1962) en la banda sonora. Un equipo de colaboradores que es esencialmente el mismo que en El ojo de cristal (1956), la anterior película dirigida por Antonio Santillán, con la salvedad de que ahora la temática noir quedaba relegada a un segundo plano en beneficio del protagonismo concedido a un grupo de médicos.

Como su propio título indica, ésta es una de aquellas cintas concebida para despertar vocaciones: las de los futuros facultativos que, como los personajes de la clínica del doctor Villanueva (Daniel Clérice), se entregarán en cuerpo y alma a la profesión para salvar a los niños del mañana de gravísimas y aparatosas dolencias. Se trata, por tanto, de una obra coral, en la que el verdadero protagonista, además de los abnegados doctores, es el propio centro hospitalario.



Tres son las líneas argumentales que pueden rastrearse: por una parte, la crisis matrimonial entre el mencionado Villanueva y su esposa Aurelia (Claude Godard), como consecuencia de la irrupción de un nuevo cirujano (Armando Moreno), formado en Alemania y que en el pasado había sido pareja de la mujer; en segundo lugar, un grupo de atracadores, liderados por un tal Andrés ('Saza'), planean asaltar una plaza de toros para hacerse con la recaudación; por último, el día a día en el propio hospital, con sus pacientes (caso de la huerfanita a la que deben operar a vida o muerte) y demás personas que allí trabajan: don Hipólito (Fernando Vallejo), el viejo y entrañable celador a punto de jubilarse, o un caradura llamado Santos (Tony Leblanc) que vive de dar el sablazo y se pasa el día galanteando con las enfermeras.

Mezcla de géneros (drama, comedia, acción...), Hospital de urgencia podría considerarse un producto típico de la factoría Iquino, repleto de pequeñas historias en las que los personajes deben enfrentarse a algún dilema de difícil solución: el profesional sanitario que sacrifica su vida familiar en aras de la ayuda al prójimo; la esposa que, al sentirse ignorada, casi comete adulterio; el villano que se debate entre la paternidad y el crimen organizado; la rivalidad entre dos profesionales que a punto están de llegar a las manos...



martes, 27 de abril de 2021

Almas en peligro (1952)




Director: Antonio Santillán
España, 1952, 72 minutos

Almas en peligro (1952) de Antonio Santillán


Arranca y concluye la acción de Almas en peligro (1952) bajo una apariencia de filme de cine negro que contrasta con su verdadera vocación redentora. Y es que el avispado Iquino, productor a la sazón de la cinta, se las sabía todas cuando se trataba de captar la atención del respetable. En ese sentido, la Barcelona nocturna de tiroteos y asaltos a mano armada en la que se desarrolla la acción no es sino el anzuelo perfecto para dorarle la píldora a un espectador deseoso de acción, pero destinatario final de esa moralina que aparece sobreimpresa tras los títulos de crédito iniciales y que a continuación reproducimos íntegramente:

La corriente de inmoralidad que invade el mundo ha tenido siempre una presa fácil en la juventud. Muchachos sin experiencia, lanzados a la vida en inferioridad de condiciones, caen víctimas del instinto del mal ejemplo o del abandono familiar para convertirse en pequeños delincuentes. Frente a tan grave problema social, esta película constituye un homenaje a la abnegada labor de los Tribunales Tutelares de Menores y otras instituciones similares, creadas para encauzar a la juventud. La falta de medios, la indiferencia de muchos y, sobre todo, el trabajo desmesurado hacen de este servicio un penoso deber. Pero al cumplirlo les alienta una esperanza: la redención de esas ALMAS EN PELIGRO.

A tiro limpio con la estatua de Colón al fondo


Queda claro, pues, que estamos ante un producto cuyo verdadero protagonista no son tanto los gánsters de poca monta que traman dar un golpe en el puerto de la Ciudad Condal, sino los jóvenes descarriados que tendrán la oportunidad de reconducir sus vidas tras su ingreso en el reformatorio regentado por el Padre Fernando (Manuel Monroy). Claro que, antes de aterrizar en los dominios del beatífico sacerdote, los mozalbetes habrán tenido que vérselas también con el adusto inspector Lérida (Manuel Gas). Vamos: que la policía y el clero forman la alianza perfecta a la hora de mantener a raya la podredumbre del mundo.

El oscuro Antonio Santillán se ponía, por vez primera, a las órdenes de Producciones IFI para dirigir una película con voluntad de denuncia social en la que tanto los hijos de buena familia como los pobres de solemnidad corren el riesgo de dejarse arrastrar por el camino de perdición que conduce a la mala vida. Tal es el caso del díscolo Gerardo (Miguel Ángel Valdivieso). O de Emilio (Pedro Anzola), cuyos padres, que nadan en la abundancia, han criado, sin saberlo, a un egoísta. No falta, por último, un cierto toque sensiblero en la figura del pequeño Jorge (alias "Gusano"): el niño que, tras sufrir un grave percance doméstico, se debate entre la vida y la muerte para congoja del resto de internos y mayor gloria del Todopoderoso.



lunes, 26 de abril de 2021

Agítese antes de usarla (1983)




Director: Mariano Ozores
España, 1983, 81 minutos

Agítese antes de usarla (1983) de Mariano Ozores


El éxito popular que en su momento obtuvieron las películas de Pajares y Esteso pudiera parecer hoy día algo insólito, rayano en lo delictivo, de analizarse bajo el prisma de la actual e imperante corrección política. Sin embargo, y es ahí donde reside la clave para contextualizar adecuadamente lo que aquel fenómeno supuso, conviene tener en cuenta que esos filmes eran cutres porque el país en el que se rodaron también lo era. Y mucho. Dicho lo cual, ni tiene sentido rasgarse las vestiduras ni ponerse en plan exquisito ni, menos aún, avergonzarse de lo que fuimos.

Cierto que la cosificación a que se somete el cuerpo de la mujer resulta, cuando menos, denigrante; que su sentido del humor es esencialmente chabacano. Y que, por si no fuera poco, se banalizan cuantos temas son abordados. Aunque, y ello es todavía más cierto, tales productos no son precisamente arte y ensayo, sino que fueron concebidos con el firme propósito de entretener a un público ávido de sal gorda, los mismos espectadores de la época del destape, ahora algo más comedidos respecto a aquella efervescencia de los días de la Transición.



Para el rodaje de Agítese antes de usarla (1983) Mariano Ozores y los suyos se desplazaron hasta Torremolinos, donde pergeñaron una de sus comedias más disparatadas. Tanto, que una pierna ortopédica repleta de billetes se acaba convirtiendo en el preciado botín tras el que corren los protagonistas. Ni que decir tiene que el estamento médico no sale muy bien parado. Sobre todo a juzgar por las terribles estadísticas de mortandad que detentan los facultativos de la Clínica La Operadora. Claro que, viendo el dudoso criterio por el que se rigen galenos como el doctor Roberto Branquia (Antonio Ozores), cualquiera se fía de ponerse en manos de semejantes medicastros.

Desmadre que se acentúa definitivamente cuando entra en escena un diputado socialista (Juanito Navarro) al que, con el pretexto de curarle un simple uñero, convierten en una especie de chivo expiatorio sobre el que se ceban con tal de darle notoriedad a la clínica y así evitar su cierre. Planteamiento tan inverosímil como ingenuo, más propio de una historieta de dibujos animados, y cuya intrascendencia, unida al carácter rijoso de unos personajes que pierden el norte cada vez que se les pone una hembra delante, hizo las delicias de aquellos españolitos de principios de los ochenta.



domingo, 25 de abril de 2021

Después de los nueve meses (1970)




Director: Mariano Ozores
España, 1970, 95 minutos

Después de los nueve meses (1970) de Mariano Ozores


Típico producto de la factoría Ozores en torno a las vicisitudes de cuatro matrimonios que dan a luz a sus respectivas criaturas el mismo día y en el mismo hospital. Entre los padres hay un poco de todo: novatos obsesionados con el bienestar del neonato (caso de Nicolás Bernabé, el personaje interpretado por Antonio Ozores); progenitores, como Antón (Manolo Gómez Bur), con una larga prole a su cargo; un publicista, de nombre Cristóbal (Juanjo Menéndez), más pendiente de su trabajo que del crío, y un guaperas tirando a playboy (Juan Luis Galiardo) que se resiste a asumir su paternidad.

Las mamás, en cambio, responden a perfiles mucho más convencionales: la parturienta temerosa de si, en lo sucesivo, ya no resultará atractiva para su marido (Patty Shepard); la madura y prolífica Valentina (Julita Martínez); la modelo (Teresa Gimpera) deseosa de disfrutar de su recién estrenada condición, pese al pasotismo de su esposo, y hasta una insólita madre soltera (Concha Velasco) que se debate entre los cuidados excesivos de la suya propia (María Luisa Ponte) y el miedo al compromiso del padre de la niña.



La vis cómica recae, la mayor parte de las veces, sobre el carácter histriónico de Antonio Ozores y Manolo Gómez Bur: el primero, por sufrir durante el alumbramiento incluso más que la madre (de hecho es ella quien tiene que cuidarlo, dados sus continuos desmayos); el otro, por la poca fiabilidad de los muchos métodos anticonceptivos, a cuál más estrambótico, que ha ensayado con su señora. También un dibujito animado, representando la efigie de un bebé, aparece de vez en cuando para edulcorar la trama con su relato en primera persona.

Ni que decir tiene que detrás de semejante "portento" se intuye la indisimulada voluntad de incentivar la natalidad por parte de las autoridades del tardofranquismo, ávidas de dar buen ejemplo con películas que, además de entretener al público, hiciesen apología de la familia y el crecimiento demográfico. Hoy en día, su planteamiento ha quedado totalmente obsoleto (y no digamos el machismo subyacente en la obcecación de Nicolás por saciar su abstinencia sexual con otras mujeres mientras dure la cuarentena de la suya), si bien conviene destacar el atrevimiento de haber incluido en el reparto a una chica dispuesta a llevar adelante su embarazo pese a no estar casada.



sábado, 24 de abril de 2021

Volver a empezar (1982)




Director: José Luis Garci
España, 1982, 87 minutos

Volver a empezar (1982) de José Luis Garci


El pasado 28 de febrero habría cumplido cien años Antonio Ferrandis (1921–2000), actor que pasará a la posteridad por haber sido el Chanquete de la serie televisiva Verano azul y, casi por aquellas mismas fechas, el protagonista de la primera película de habla hispana en alzarse con un Óscar de Hollywood. Volver a empezar (1982) narra la historia de un exiliado republicano, flamante ganador del Nobel de literatura, que, en su viaje de regreso a San Francisco tras recoger el premio, hará escala en Gijón durante unos días para reencontrarse con la ciudad y los recuerdos de su juventud.

La quietud que transmite la puesta en escena de Garci, adornada, aquí y allá, con la canción de Cole Porter que sirve de subtítulo ("Begin the Beguine") y, sobre todo, el omnipresente Canon de Pachelbel, pone de manifiesto una cierta nostalgia que, a partir de este filme, se iba a convertir en uno de los rasgos más característicos de su particular forma de entender el cine. No en vano, la segunda oportunidad que les brinda la vida a Antonio Albajara (Ferrandis) y Elena (Encarna Paso) hace revivir en ellos la ilusión de un antiguo amor que la guerra y los avatares del destino truncaron y que ahora, más de cuarenta años después, retoman con la serenidad propia de la madurez.



Se ha dicho en más de una ocasión que la escena en la que el protagonista recibe una llamada telefónica del rey para darle la enhorabuena por el premio resulta forzada y hasta de hacer sentir vergüenza ajena. En todo caso, y que conste que lo decimos sin socarronería, ésta no desentona con el resto de una cinta en la que también se incluye una visita al Molinón y un almuerzo con los jugadores del Sporting: detalles que perfilan el talante mitómano de un director al que nunca le han faltado detractores por ello.

Hay un momento, entre las muchísimas confesiones que se hacen el uno al otro, en el que Antonio declara que le gusta más la primera parte de su vida porque en ella estaba Elena. Sutil declaración de amor que se complementa, ya al día siguiente, con otras bellas palabras: "Los hombres y las mujeres son capaces de amar hasta el último momento de la vida. En realidad, sólo se envejece cuando no se ama..." La verdad es que sabe bien de lo que habla, ya que los médicos le dan apenas siete meses de vida. Sin embargo, él preferirá no decirle nada para no enturbiar la magia de su reencuentro. A fin de cuentas, ya se había sincerado previamente, en una escena muy emotiva, con su viejo amigo Roxiu (José Bódalo), de modo que es muy probable que le haya llegado el chivatazo a Elena o que ésta simplemente intuya el fatal desenlace. Y así, el viejo profesor regresa a sus clases en la Universidad de Berkeley: se ha cumplido un ciclo y las cuentas pendientes con el pasado han quedado saldadas.



viernes, 23 de abril de 2021

Mi calle (1960)




Director: Edgar Neville
España, 1960, 91 minutos

Mi calle (1960) de Edgar Neville


Tras treinta años de profesión, Edgar Neville ponía el broche de oro a su carrera como director con un filme coral que era, además, el compendio perfecto de todo su universo creativo. Hay en Mi calle (1960) un protagonismo absoluto del Madrid con solera, enjambre humano cuya evolución a lo largo de la película abarca aproximadamente medio siglo de la historia de España. Arranca la acción en 1906, con un niño vestido de escocés y los ecos del atentado contra la comitiva nupcial de Alfonso XIII, y acaba, después de haber revisado el período de la Segunda República y la Guerra civil, con un autobús de dos pisos encallado en el mismo socavón de siempre.

Los tipos que habitan el lugar son hombres y mujeres de muy diversa condición social a los que una voz en off irá presentando durante los primeros compases. Se trata del señor Marcelino (Roberto Camardiel), "constructor de acordeones, bandurrias y guitarras"; el carnicero Pablo López (Rafael Alonso), enamorado de una señorita cursi con vocación de tiple, o el republicano Rufino Meléndez (Pedro Porcel), "un hombre dedicado a la fabricación de paraguas en un país donde no llueve casi nunca". La peluquera Julia (Conchita Montes) se encarga de llevar chismes todo el día de aquí para allá, mientras la pobre Petra (Susana Campos) bebe los vientos por un organillero llamado Lesmes (Antonio Casal) que no le hace demasiado caso.



Son varios los momentos musicales en los que se intercala alguna canción. Por ejemplo, ya en los títulos de crédito iniciales, la voz de Nati Mistral nos deleita con la "Balada de Madrid", aunque luego es Milagros (Lina Canalejas) quien, en compañía de otras criadas, se marca el cuplé "¡Ay, mi Tomás!" en el patio de luces de la comunidad en donde sirven. Y entre la pléyade de secundarios que integran el reparto una sorpresa: el escritor francés de origen argentino Héctor Bianciotti (1930–2012) dando vida al hermano pintor de la solterona Purita (Gracita Morales).

A pesar de su apariencia amable, lo cierto es que la panorámica que Neville lleva a cabo tomando como pretexto un rincón del Madrid castizo obedece a un planteamiento ideológico completamente sesgado. Sobre todo en lo tocante a cómo son retratados los personajes de ideología progresista, desde el estrambótico  matrimonio Peluquistáin (él será nombrado ministro de la República) hasta el bisoñé de don Rufino y su lorito entonando el Himno de Riego. Por no hablar del arisco Fabricio (Agustín González), quien ya desde pequeño da muestras de un carácter especialmente huraño. Queda claro, a este respecto, que Neville siente mucha más simpatía por el afable Marqués de Abantos (Jorge Rigaud), quien encarna un ideal aristocrático similar al del propio cineasta. No en vano, la alabanza que lleva a cabo a propósito de las bondades de la equitación coincide de pleno con lo expuesto por el director, una década antes, en El último caballo (1950).



jueves, 22 de abril de 2021

El presidio (1930)




Directores: Edgar Neville y Ward Wing
EE.UU., 1930, 85 minutos

El presidio (1930) de Edgar Neville


De entre las muchas sorpresas que depara la filmografía de Edgar Neville, El presidio (1930) supone, sin duda, una de las más gratas. Producida por la Metro-Goldwyn-Mayer en los albores del cine sonoro, el filme ilustra a la perfección el sistema de las dobles versiones que auspiciara Hollywood cuando aún se creía que al público de cada país había que hablarle en su idioma para que fuesen a ver la película. Curiosa forma de vender el producto que, como es lógico, no dio el resultado apetecible, toda vez que, además de encarecer enormemente los gastos de producción, daba lugar a un extraño batiburrillo de acentos según la procedencia de los actores, muchos de ellos hispanoamericanos. En todo caso, esas dobles versiones facilitaron el que muchos españoles (entre ellos, nombres ilustres como Jardiel Poncela o el propio Neville) se liaran la manta a la cabeza para, cruzando el charco, ir a probar fortuna a la Meca del cine.

The Big House (1930), cinta de la que El presidio vendría a ser la réplica hispana, obtuvo dos premios Óscar (Mejor Guion, Mejor Sonido), además de estar nominada en otro par de categorías: Mejor Película y Mejor Actor Protagonista. Chester Morris, Wallace Beery y Robert Montgomery interpretaron los papeles principales. Protagonismo que, en la cinta hablada en español, corresponde, respectivamente, a José Crespo (Morgan), Juan de Landa (Butch) y el chileno Tito Davison (Kent).



Nada bueno se aprende en el interior de una cárcel. O eso es, al menos, lo que se desprende de los avatares que allí viven los protagonistas. Tensión que acabará saltando por los aires cuando los presos, hartos de las duras condiciones de vida a que son sometidos, acaben por insubordinarse. A este respecto, resulta antológica la escena en la que se muestra cómo los reclusos, que se hallan en pleno oficio religioso, se van pasando la munición a escondidas mientras, paralelamente, rezan todos juntos el padrenuestro.

Drama carcelario en toda regla, los internos del centro penitenciario en el que transcurre la acción son sometidos a una estricta disciplina que por momentos recuerda a la de los esclavizados obreros de Metrópolis (1927). Y no sólo por la rigidez con la que se les obliga a desfilar, sino, sobre todo, por el aparatoso motín que encabezarán, y que los alguaciles reprimen expeditivamente con metralletas y hasta carros de combate blindados. Tras lo cual, y como no podía ser menos, dado el carácter moralizante de la cinta, se obra el milagro y el otrora cínico Morgan manifiesta unas bondades hasta entonces ocultas que justifican su reinserción en la sociedad. La misma que no supo acoger en su seno al indómito (y, sin embargo, más puro) Butch.



martes, 20 de abril de 2021

El último caballo (1950)




Director: Edgar Neville
España, 1950, 75 minutos

El último caballo (1950) de Edgar Neville


El protagonista de este filme es un tipo de clara raigambre quijotesca, poseedor de unos ideales en la más estricta tradición romántica. En consecuencia, será capaz de renunciar a su boda con Elvirita (Mary Lamar) o hacer que le despidan de un empleo como oficinista por anteponer sus principios a la estabilidad personal y laboral. Y todo porque al tal Fernando (Fernán Gómez) no le entra en la cabeza que su adorado caballo Bucéfalo, después de toda una vida de servicio en el Regimiento de Caballería, tenga que convertirse en pasto de las reses bravas en la arena de cualquier ruedo o, lo que sería aún peor, acabar sus días en un matadero donde convertirán sus carnes en comida para perros.

En realidad, El último caballo (1950) encierra una crítica amable contra la idea de progreso, entendido como el fin de un determinado statu quo que valdría la pena preservar frente a la paulatina deshumanización de lo por venir. A este respecto, tanto Fernando como sus amigos Isabel (Conchita Montes) y el bombero Simón (José Luis Ozores) encarnan la defensa de unos valores tradicionales cuyo símbolo más evidente sería el porte distinguido del caballo, animal noble por excelencia y, por ende, emblema de un mundo que agoniza.



Un cierto toque neorrealista impregna la odisea del jinete en su afán por hallar algún espacio de supervivencia en un medio motorizado que se va volviendo progresivamente inhóspito. Así, el objetivo de localizar una cuadra en el Madrid de principios de los años cincuenta resulta misión casi imposible, más aún cuando la manutención del animal supone un dispendio difícilmente abordable para un simple trabajador asalariado.

Todo lo cual nos lleva a concluir, en esa misma línea de quijotismo a la que antes se aludió, que estamos ante un drama disfrazado de comedia: la desdicha de saberse defensor de una forma de entender la vida que toca a su fin y que Neville, con su acostumbrada elegancia, edulcora hasta el extremo de hacernos creer que aún es posible el milagro de rebelarse contra lo inexorable.



lunes, 19 de abril de 2021

Domingo de carnaval (1945)




Director: Edgar Neville
España, 1945, 79 minutos

Domingo de carnaval (1945) de Edgar Neville


Un inequívoco aire goyesco flota en el ambiente de esta película. Más que nada porque su diseño de producción, a cargo de José María García Briz, denota la influencia directa de El entierro de la sardina, así como de los aguafuertes de Los caprichos. Además, Domingo de carnaval (1945) deja entrever, ya desde su propio título, la fascinación de Neville por los bailes de máscaras, si bien este tipo de celebraciones (conviene no olvidarlo) estaban rigurosamente prohibidas durante el franquismo. De ahí que la acción transcurra a principios del siglo XX, en ese Madrid castizo de serenos y cupletistas que resultaba tan del agrado del cineasta.

Retrato costumbrista no exento de un cierto toque documental cuando la cámara se traslada hasta la Plaza de Cascorro para captar el bullicio de los ambientes populares. Contexto de vendedoras y charlatanes de feria, pues, cuyo sosiego se va a ver alterado a causa del asesinato de doña Reme: la típica ancianita que una buena mañana aparece muerta en su apartamento con evidentes señales de violencia.



A partir de ese instante, dará comienzo una accidentada investigación policial en la que el debutante Matías (Fernán Gómez), sobre el que su superior delega toda la responsabilidad, se enfrenta a su primer caso con la presión de detener al culpable y el aliciente de haber conocido, durante las pesquisas, a la bella Nieves (Conchita Montes).

Buena parte de la vis cómica del filme reside en la espléndida nómina de secundarios con los que Neville solía rodearse. Actrices como la oronda Julia Lajos, omnipresente en la mayoría de títulos de la filmografía del director, y que aquí interpreta a la tía de Nieves, complemento ideal e inseparable de la muchacha. Relación que tiene su paralelismo, a nivel de contraste, en la que entablan Matías y el vecino al que da vida Manuel Requena: especie de don Quijote y Sancho detectivescos, dotados, como el resto de personajes, de un especial encanto cheli.



domingo, 18 de abril de 2021

El crimen de la calle de Bordadores (1946)




Director: Edgar Neville
España, 1946, 88 minutos

El crimen de la calle de Bordadores (1946)


El inequívoco sabor castizo que, ya desde sus primeros compases, rezuma esta película nos retrotrae a una época de verbenas, tertulias y coplas de ciego en la que los vecinos de la villa seguían con vivo interés los pormenores de las crónicas de sucesos que inundaban las páginas de los periódicos. Uno de aquellos crímenes, verdadero fenómeno social que hizo correr ríos de tinta, fue el cometido a principios de julio de 1888 en el número 109 de la calle Fuencarral. La víctima, una viuda oriunda de Vigo, apareció acuchillada en el interior de su domicilio y con el cuerpo cubierto de paños empapados de petróleo con los que se pretendió calcinar el cadáver. En una habitación contigua, la criada yacía inconsciente bajo los efectos de algún narcótico...

Inspirándose en tales hechos, el cineasta Edgar Neville escribió y dirigió El crimen de la calle de Bordadores (1946), interesante mezcla de géneros en la que tienen cabida, además de la recreación histórica del Madrid finisecular, los intríngulis del proceso judicial, algún que otro número zarzuelero e incluso flamenco (con la presencia estelar de 'El niño de Almadén') y hasta ciertos toques humorísticos en determinados momentos de la trama.



Pese a que los nombres y algunos detalles varían respecto a lo acontecido cincuenta y ocho años atrás, lo cierto es que Neville reproduce con exactitud la enorme repercusión que tuvo el caso entre las clases populares, con partidarios y detractores de cada uno de los sospechosos, capaces de llegar a las manos en su afán por demostrar si el culpable había sido Miguel (Manuel Luna) o bien la infeliz Petra (Antonia Plana).

Sin embargo, el papel más atractivo del reparto es probablemente el de Lola la billetera (Mary Delgado), vendedora ambulante de lotería a la que Neville, aun respetando (en este caso sí) el nombre auténtico del personaje, convierte, mediante un giro folletinesco de guion, en la hija a la que Petra se vio forzada a abandonar durante su juventud, cuando era apenas una indefensa madre soltera. Curiosa y edulcorada forma de darle un remate feliz, con indulto de la reina en el último suspiro, a lo que en la vida real se saldó con una condena al garrote vil.



sábado, 17 de abril de 2021

Gran Casino (1947)




Director: Luis Buñuel
Méjico, 1947, 92 minutos

Gran Casino (1947) de Luis Buñuel


Para mi primera película mejicana, Gran Casino, Óscar Dancigers tenía contratadas a dos grandes figuras latinoamericanas, el cantante Jorge Negrete, extremadamente popular, verdadero charro mejicano que cantaba el Benedicite antes de sentarse a la mesa y no se separaba nunca de su profesor de equitación, y la cantante argentina Libertad Lamarque. Se trataba, pues, de una película musical. Yo propuse una historia de Michel Veber que se desarrollaba en los medios petrolíferos. La idea fue aceptada. […] Yo no había estado detrás de una cámara desde Madrid, desde hacía quince años. No obstante, si bien el argumento de la película no tiene ningún interés, creo que la técnica es bastante buena.

Luis Buñuel
Mi último suspiro
Traducción de Ana Mª de la Fuente

Pudiera pensarse que a Buñuel, exiliado republicano recién llegado a su país de adopción, debieron de caérsele los anillos por tener que aceptar la dirección de un producto comercial al servicio de las estrellas de la canción del momento. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Cuando, a mediados de los años treinta, se hizo cargo de la compañía Filmófono, ése fue, precisamente, el tipo de películas que produjo. Cierto que también contaba en su haber con los experimentos surrealistas que él y Dalí habían sacado adelante en el contexto de las vanguardias, pero eso no impidió que el director aragonés se integrase en la industria cinematográfica con la naturalidad de quien busca un medio de vida.

No puede decirse que su debut en tierras mejicanas fuese lo que se dice un éxito. Más bien al contrario. La prueba está en que tardaría dos largos años en rodar otra película. En cualquier caso, escuchar a Jorge Negrete cantando aquello de "Dueña de mi amor", junto al Trío Calaveras, mientras sus compañeros de celda se dedican a limar los barrotes para poder huir de la cárcel nos da una idea de la inconsistencia de una historia donde lo de menos es la verosimilitud de los hechos que se narran.

Negrete en el papel de Gerardo Ramírez


Una vez fugados, y ya trabajando a las órdenes del argentino don José Enrique (Francisco Jambrina) en los pozos de La Nacional, Gerardo y los suyos tendrán que habérselas con el propietario del casino que da título a la película: un tal Fabio (José Baviera) que, además de regentar el local, actúa como capo de una mafia empeñada en impedir la actividad petrolífera en aquellos terrenos. Dimes y diretes que no harán sino agravarse cuando el susodicho José Enrique desaparezca misteriosamente, y sin dejar huella, poco antes de la ansiada visita de su hermana Mercedes (Libertad Lamarque).

Ésta, artista de variedades, recela, en un principio, de las intenciones de Gerardo. Aun así, y pese a que su relación no había comenzado con buen pie, el consabido idilio entre los protagonistas, ineludible en este tipo de producciones, terminará cuajando finalmente: broche agridulce para un filme en el que la mujer debe renunciar a las propiedades que heredó de su hermano a cambio de la libertad del hombre al que ama.



viernes, 16 de abril de 2021

La muerte en este jardín (1956)




Título original: La mort en ce jardin
Director: Luis Buñuel
Francia/Méjico, 1956, 104 minutos

La muerte en este jardín (1956) de Luis Buñuel


En cuanto a La mort en ce jardin, recuerdo sobre todo los dramáticos problemas de guion, que es lo peor de todo. No conseguía resolverlos. A menudo, me levantaba a las dos de la madrugada para escribir durante la noche escenas que, al amanecer, le daba a Gabriel Arout para que corrigiese mi francés. Debía rodarlas durante el día. Raymond Queneau vino a pasar quince días en México para intentar —en vano— ayudarme a resolver la situación. Recuerdo su humor, su delicadeza. Nunca decía: "Eso no me gusta, no es bueno", sino que comenzaba siempre sus frases con un: "Me pregunto si..."

Luis Buñuel
Mi último suspiro
Traducción de Ana Mª de la Fuente

Es probable que esas dificultades durante la fase de escritura del filme, a las que alude don Luis en sus memorias, sean la explicación más plausible del poco predicamento del que ha gozado La mort en ce jardin (1956), coproducción francomejicana que, junto con Cela s'appelle l'aurore (1956), supuso la reanudación del contacto entre el cineasta y el viejo continente. A decir verdad, ni la historia ni los personajes poseen excesiva consistencia, más allá de formar un grupo heterogéneo que se adentra en las profundidades de la selva con un destino tan errático como mortífero.

Antes de eso, la película muestra una revuelta de mineros duramente reprimida por el ejército, poniendo especial énfasis en la descripción de un microcosmos cuyos habitantes principales son un joven sacerdote (Michel Piccoli), el viejo Castin (Charles Vanel) y su hija muda (Michèle Girardon), una célebre prostituta (Simone Signoret) y un trotamundos sin escrúpulos (Georges Marchal) que llega al pueblo precedido de su mala fama, motivo por el que dará con sus huesos en el calabozo, acusado de atracar un banco en una localidad cercana.



Como se puede apreciar, Buñuel no sólo dirigió cine de autor, sino que también cuenta en su haber con títulos que, como éste, tienen más de cinta de acción convencional que no de experimento surrealista. Toda una superproducción, magníficamente fotografiada en color por Jorge Stahl Jr., en la que no faltan proclamas subversivas en forma de altercados entre la población civil y las fuerzas de orden público. En todo caso, y ya en el tramo final del filme, la naturaleza se convierte en protagonista indiscutible: escenario exuberante en el que los personajes son devorados por su propia codicia.

Parece ser que la Signoret (según refiere el de Calanda en sus ya mencionadas memorias) era tan reacia a participar en el rodaje de La mort en ce jardin que fue capaz de incluir propaganda comunista en su pasaporte con la esperanza de que las autoridades estadounidenses no le permitieran continuar su viaje rumbo a Méjico. Ello explicaría, tal vez, la aparente falta de convicción con la que interpreta su papel de fulana con aspiraciones de convertirse en la esposa de Castin y, de regreso a Francia, abrir un restaurante en Marsella. Aun así, y a pesar de la dudosa calidad del resultado final, Buñuel se congratulaba de que gracias a esta película tuvo la suerte de conocer a Michel Piccoli, actor con el que trabajaría en varias ocasiones y al que le unió una gran afinidad.



jueves, 15 de abril de 2021

Ensayo de un crimen (1955)




Título alternativo: La vida criminal de Archibaldo de la Cruz
Director: Luis Buñuel
Méjico, 1955, 89 minutos

Ensayo de un crimen (1955) de Luis Buñuel


La película obtuvo bastante éxito. Para mí, queda ligada al recuerdo de un extraño drama. En una de las escenas, Ernesto Alonso, el actor principal, quemaba en un horno de ceramista un maniquí que era reproducción exacta de la actriz, Miroslava. Muy poco tiempo después de terminado el rodaje, Miroslava se suicidó por contrariedades amorosas y fue incinerada, según su propia voluntad.

Luis Buñuel
Mi último suspiro
Traducción de Ana Mª de la Fuente

Ya desde la melodía de órgano que acompaña los títulos de crédito iniciales, Ensayo de un crimen (1955) se halla envuelta en una extraña atmósfera entre lo humorístico y lo morboso, a la vez sádica e inusualmente fetichista. A este respecto, hasta seis elementos distintos suscitan la fascinación del protagonista, comenzando por la caja de música que había pertenecido a su madre, así como la colección de navajas de afeitar que atesora (una para cada día de la semana), las piernas de las señoras, las prendas de ropa interior femenina que guarda en el cajón de su cómoda, el maniquí de Lavinia (Miroslava) y hasta las llamas del horno crematorio, evocación de las que rodeaban el rostro de la mujer la primera vez que la vio.

Sin embargo, lo decíamos más arriba, son muchos los momentos y giros de guion relativamente cómicos que contiene la película. Por ejemplo, aquella réplica lapidaria que suelta el dependiente del anticuario: "Peor es decente y pobre que granuja y rico". O los inoportunos turistas gringos, que aparecen de improviso en los lugares más insospechados. Toques magistrales que quizá se deben al cineasta aragonés o que tal vez procedan de la pluma de Rodolfo Usigli (1905-1979): notabilísimo dramaturgo, del que la novela Ensayo de un crimen, originalmente publicada en 1944, fue una de sus escasas incursiones narrativas.



Tal y como relata él mismo al comienzo de la película, la vocación asesina de Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) parece ser que tuvo su origen en los días aciagos de la revolución mejicana, cuando una bala perdida atravesó la sien de su hermosa institutriz. Fruto de aquel trauma infantil, el otrora niño mimado se acabará convirtiendo en un adulto que busca la obtención del placer perpetrando el feminicidio de cuantas mujeres se pongan a su alcance.

Convencido, por el juez ante el que ha confesado sus "crímenes", de que "el pensamiento no delinque", Archibaldo no tiene más remedio que deshacerse de un lastre tan pesado e iniciar, ya sin complejos ni manías, el recorrido de una nueva vida, sencilla y placentera, en compañía de su adorada Lavinia.



martes, 13 de abril de 2021

Simón del desierto (1965)




Director: Luis Buñuel
Méjico, 1965, 44 minutos

Simón del desierto (1965) de Luis Buñuel


Hirsuta la pelambrera, profética barba, Simón (Claudio Brook) resiste las inclemencias del páramo desde lo alto de una columna en la que lleva varios años encaramado. Poco importa que se le aparezca el Diablo para tentarlo bajo la apariencia de una bella moza (Silvia Pinal): la fuerza de voluntad del estilita aleja las asechanzas del maligno con la determinación de un casi santo. Sin embargo, una pirueta final trasladará la acción hasta el ambiente atronador de una sala de fiestas donde un conjunto yeyé hace vibrar a la concurrencia hasta retorcerse en extrañas contorsiones...

Los escasos tres cuartos de hora de Simón del desierto (1965) evidencian, una vez más, la particular relación de Buñuel con los dogmas de la doctrina cristiana. Así pues, cuando el anacoreta obra el milagro de devolverle sus manos a un manco, éste reacciona como si tal cosa, sin la menor gratitud y soltándole un sopapo a su hija: prueba fehaciente de esa mala leche tan característica del director aragonés a la hora de mostrar cómo la santurronería contrasta con la depravación humana.



Las dificultades financieras del productor Gustavo Alatriste dejaron inconcluso uno de los filmes más iconoclastas de cuantos dirigiera el genio de Calanda (cuyos tambores, por cierto, se dejan oír de fondo, junto con el lánguido "Himno de los peregrinos" compuesto especialmente para la ocasión por Raúl Lavista). La fuerza de sus imágenes recupera algún elemento de clara filiación surrealista. Como ese ataúd que se desplaza sobre las arenas del erial y en cuyo interior acecha el demonio con cuerpo de mujer.

Hasta cinco premios obtuvo en el Festival de Venecia esta parábola sobre el triunfo de la vulgaridad en la civilización moderna: una alegoría de cómo los antiguos profetas han sucumbido ante el empuje imparable de la sociedad de consumo. Por eso Simón, impertérrito mientras la multitud de jóvenes que lo circunda baila al ritmo de "Carne radiactiva", tiene toda la pinta de un existencialista que mira el mundo con hastío, como si la cosa no fuera con él.



lunes, 12 de abril de 2021

Una mujer sin amor (1952)




Título alternativo: Aventura
Director: Luis Buñuel
Méjico, 1952, 86 minutos

Una mujer sin amor (1952) de Luis Buñuel


Una mujer sin amor, sin duda mi peor película. Se me pidió que hiciera un remake de una buena película que André Cayatte había realizado en Francia sobre Pierre et Jean, de Maupassant. Se trataba de instalarme una moviola en el plató para que yo copiase a Cayatte plano por plano. Naturalmente, me negué y decidí rodar a mi manera. Resultado mediocre.

Luis Buñuel
Mi último suspiro
Traducción de Ana Mª de la Fuente

Las opiniones vertidas por los cineastas a propósito de su propia obra suelen tener un peso determinante en lo que a la posterior recepción de la misma se refiere. El caso de Una mujer sin amor (1952) resulta, a este respecto, paradigmático y la crítica sin ambages que Buñuel le dedica al filme en sus memorias ha contribuido, en buena medida, a que sea uno de los títulos menos vistos y/o comentados de los que integran su producción mejicana.

Ciertamente, el hecho de que se trate de un encargo propicia que la personalidad del director quede desdibujada en un producto que poco o nada tiene que ver con su habitual universo de resonancias surrealistas. Hay, eso sí, un conflicto latente entre padre e hijo, así como un adulterio que, a ojos del espectador, queda plenamente justificado debido al carácter adusto del esposo, aunque estos elementos sean más propios de la tradición folletinesca que no de un cineasta con vocación vanguardista.



A raíz de lo anteriormente expuesto, se aprecia un cierto cainismo que preside la relación entre los dos hermanos, siendo Carlos (Joaquín Cordero) quien se siente desplazado frente a la ventajosa herencia que recibe Miguel (Xavier Loyá). No obstante, el tono melodramático de la cinta impide que los hechos vayan más allá de una simple historia de celos en la que sobran aspavientos y falta convicción.

De todas formas, es esa mujer desprovista de afectos a la que alude el título (interpretada por Rosario Granados) la que padece los envites de unos y otros hasta el extremo de quedarse sola, acompañada exclusivamente del recuerdo de su único amor verdadero y de lo que pudo haber sido y no fue.