viernes, 31 de agosto de 2018

La gran ilusión (1937)




Título original: La grande illusion
Director: Jean Renoir
Francia, 1937, 109 minutos

La gran ilusión (1937) de Jean Renoir

Clásico entre clásicos, La gran ilusión de Renoir está en la base de muchas otras películas que vendrían después. Desde las tentativas de evasión por parte de presos minuciosamente entregados a excavar un túnel valiéndose de las herramientas más rudimentarias —The Great Escape (1963) de John Sturges o The Shawshank Redemption (1994) de Frank Darabont— hasta los alegatos pacifistas de Chaplin (el globo terráqueo de Hynkel en The Great Dictator iguala en patetismo poético al geranio del capitán von Rauffenstein) y Kubrick (el culto a la jerarquía militar por parte de los oficiales de Paths of Glory y la repulsa que ésta acabará suscitando en el coronel interpretado por Kirk Douglas se asemeja un tanto a la relación entre Boeldieu y su homólogo alemán). Más evidente aún, el embrión de la célebre escena de "La Marsellesa" en Casablanca (1942) estaba ya en la cinta de Renoir, así como el actor Marcel Dalio (Rosenthal), quien años más tarde sería el crupier del Rick's Café. Incluso el travestismo de Some Like It Hot (1959) hace acto de presencia cuando algunos internos organizan un número de vodevil para divertirse.

Y es que estamos hablando de palabras mayores: el presidente Roosevelt solicitó una proyección privada en la Casa Blanca; Goebbels declararía objetivos prioritarios a exterminar lo mismo al director que a su obra; que finalmente sería el primer filme extranjero en optar al Óscar a la mejor película. ¿Qué tiene La gran ilusión para haber llegado a generar tantas expectativas desde el mismo momento de su estreno?



Probablemente, Renoir acertó a tomar el testigo de Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930) de Lewis Milestone, pero sólo en lo tocante al mensaje antimilitarista, llevando a cabo una verdadera proeza: un filme ambientado en la Primera Guerra Mundial que no contiene ni un solo combate. Y, lo que es más importante, demostrando que lo bélico no está reñido con el sentido del humor. Hombre de una inteligencia considerable, sus diálogos prefiguran la posterior causticidad de, pongamos por caso, un Billy Wilder. Baste mencionar, al respecto, el irónico silogismo mediante el que Boeldieu minimiza los inconvenientes de su condición de prisionero: "Un campo de golf es para jugar al golf. Una cancha de tenis es para jugar a tenis. Un campo de prisioneros es para escaparse..."

Aunque lo verdaderamente revolucionario de La gran ilusión es cómo Renoir opta por contagiar a sus personajes el espíritu fraterno del Frente Popular, por aquel entonces en el poder. Así pues, y en contraste con el clasismo obsoleto que defiende von Rauffenstein (Erich von Stroheim), los reclusos franceses se muestran solidarios entre ellos a pesar de poseer distintos orígenes sociales, de modo que el judío Rosenthal comparte con los demás los paquetes de comida que le envían sus familiares. Pero lo curioso del caso es que Renoir demuestra una enorme valentía al huir de los estereotipos imperantes, haciendo que sean personajes en los que a priori no cabría esperar actitudes altruistas los que nos sorprendan y viceversa: pese a hacer gala de un esnobismo aparente, Boeldieu no dudará ni un segundo en sacrificarse para que se salven sus hombres; la alemana Elsa (Dita Parlo) acoge en su granja a los dos fugitivos en lugar de delatarlos... Es, curiosamente, el obrero Maréchal (Jean Gabin) quien, en ocasiones, manifiesta una intransigencia considerable: como cuando le confiesa a Rosenthal que no acaba de sentirse cómodo con Boeldieu, de quien siente que todo les separa, o en el momento de la huida, cuando, disponiéndose a dejar tirado a su compañero, aquejado de una lesión en el pie, la letra de la canción que entona le hará sentir remordimientos de su repentino antisemitismo, al recordar que fue precisamente el pobre Rosenthal quien le socorrió en prisión cuando a él le faltaron los víveres.


jueves, 30 de agosto de 2018

Moderato cantabile (1960)




Director: Peter Brook
Francia/Italia, 1960, 91 minutos

Moderato cantabile (1960) de Peter Brook


Veux-tu lire ce qu’il y a d’écrit au-dessus de ta partition? demanda la dame.
— Moderato cantabile, dit l’enfant.
La dame ponctua cette réponse d’un coup de crayon sur le clavier. L’enfant resta immobile, la tête tournée vers sa partition.
— Et qu’est-ce que ça veut dire, moderato cantabile?
— Je ne sais pas.
Une femme, assise à trois mètres de là, soupira.
— Tu es sûr de ne pas  savoir ce que ça veut dire, moderato cantabile? reprit la dame.
L’enfant ne répondit pas. La dame poussa un cri d’impuissance étouffé, tout en frappant de nouveau le clavier de son crayon. Pas un cil de l’enfant ne bougea.

Marguerite Duras
Moderato cantabile (1958)
Les Éditions de Minuit

Languidez. Como si de un poema de Machado se tratase, "Monotonía de lluvia tras los cristales...", tiene lugar la lección de piano de un niño burgués; la adusta profesora se impacienta ante la ausencia de progresos de su pupilo; la madre, sentada en un rincón, asiste impasible a la escena. Y, de repente, un grito desgarrador provocará que el vecindario se congregue en la taberna de abajo.

Haciendo honor a su título, en Moderato cantabile se respira una atmósfera mesuradamente mortecina. La misma que rezuma el texto de Marguerite Duras en el que se inspira la película y que el británico Peter Brook, poseedor de un depurado estilo en el ámbito de las artes escénicas que, en años venideros, haría de él una figura de referencia a nivel mundial, logró trasladar a la pantalla con suma eficacia, valiéndose de la sobriedad de las Sonatinas 1, 6 y 8 del compositor Antonio Diabelli (1781–1858).



Anne (Jeanne Moreau) y Chauvin (interpretado por el mismo y jovencísimo Jean-Paul Belmondo que acababa de rodar, ese mismo año, À bout de souffle a las órdenes de Godard) comparten una similar sensación de hastío, motivada por la vacuidad de sus respectivas existencias. Y, aunque pertenezcan a distintos grupos sociales, les une el hecho de haber sido testigos de un crimen pasional.

Acontecimiento éste absolutamente fortuito, si se quiere, pero que, por lo que tiene de paralelismo desgarrador con la situación personal que ambos atraviesan, va a suponer el detonante de un cambio drástico en la vida de dos seres enfrentados a la incómoda y asfixiante apatía de su entorno.


Grupo salvaje (1969)




Título original: The Wild Bunch
Director: Sam Peckinpah
EE.UU., 1969, 145 minutos

Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah


¿Cuántos tiros se llegan a disparar en Grupo salvaje? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Un millón? En cualquier caso, es casi seguro que la cinta debe de figurar en el Libro Guinness de los récords por éste o algún otro asunto parecido. En el plano estrictamente cinematográfico, baste decir que sobran presentaciones para lo que es ya hoy un clásico incontestable en su género, lo que dio en llamarse y se sigue llamando wéstern crepuscular.

Cuando ya se le daba por muerto, Peckinpah en Estados Unidos y los italianos del espagueti en Europa demostraron que aún quedaba un amplio margen por explorar, no tan estilizado ni apolíneo como la senda marcada por los Ford, Hawks y demás deidades de la época dorada, sino más brusco y estéticamente mugriento. Probablemente, fue Lang, merced a la fisicidad con que filmara las refriegas entre pistoleros en películas como Rancho Notorius (1952), uno de los primeros en sentar las bases de lo que sería la posterior evolución del género.



Que Peckinpah, sabedor de que el progreso que trajo consigo el siglo XX era, en buena medida, incompatible con el aura romántica del lejano oeste, no dudará en trasladar al Méjico del desierto de Sonora, espacio mítico donde aún se mantenían intactas aquellas esencias y, por ende, idóneo para prolongar la larga tradición de enfrentamientos suicidas entre clanes rivales.

En el caso de The Wild Bunch ello implica traiciones entre antiguos compañeros, y de ahí los ajustes de cuentas que habrán de dirimir las facciones lideradas por Deke (Robert Ryan) y Pike (William Holden), así como una manifiesta corrupción a todos los niveles (político, económico, militar...) encarnada en la figura del General Mapache (Emilio Fernández) y su amplia cohorte de prosélitos y soldaderas. De todo lo cual resulta un cóctel, sin duda, explosivo, pero cuya pólvora, por mor de su ya mencionado carácter decadente, irá aderezada con unas gotas de comicidad, que se manifiesta, por ejemplo, en escenas como la de la ametralladora desbocada.


miércoles, 29 de agosto de 2018

En presencia de un payaso (1997)




Título original: Larmar och gör sig till
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Dinamarca/Noruega/Italia/Alemania, 1997, 119 minutos

En presencia de un payaso (1997)


Ya hemos señalado en más de una ocasión, con motivo de esta retrospectiva Bergman organizada por la Filmoteca, el particular juego de referencias y autocitas que el cineasta sueco diseminó a lo largo de su obra, sobre todo en el tramo final. Todos los grandes artistas lo han hecho a partir de un momento u otro de su carrera, generalmente cuando presienten que se acerca el final y necesitan hacer balance.

De acuerdo con esta premisa, el rostro blanco del payaso que visita a Åkerblom (Börje Ahlstedt) en el psiquiátrico remite directamente al de la Muerte en El séptimo sello (1957). Con una pequeña salvedad que vale la pena remarcar: si en aquel entonces la parca era representada con aspecto de severo monje, ahora, al encarar la última década de su vida, Bergman la concibe como un Pierrot malévolo, personaje procedente de la Commedia dell'Arte, al fin y al cabo. El temor a morir del hombre joven ha dado paso a la mueca desengañada del anciano, que elige una cita de Macbeth para titular su película: "La vida no es más que una sombra ambulante, un actor pobre que se pavonea y pasa su hora sobre el escenario..."



Otras de dichas referencias son apenas guiños puntuales, detalles más o menos simpáticos que aluden fugazmente a tal o cual título de su extensa filmografía: Åkerblom fanfarroneando sobre su capacidad para apagar varias velas con el aire de uno de sus pedos o los farolillos con cara de sol que Vogler sacará a escena durante la recreación de la vida de Schubert. La fuente de procedencia sería, en ambos casos, Fanny y Alexander (1982).

Es, por último, En presencia de un payaso la más pirandelliana de las obras concebidas por su autor, habida cuenta de cómo deben ingeniárselas los personajes para sacar adelante una película viviente y parlante (como aquellas que, a principios del siglo XX, debieron de proyectarse en la Sala Mercè de las Ramblas, "local de arte integral" que fuera decorado por el mismísimo Gaudí) o, en su defecto, una obra teatral sobre el mismo tema: los amoríos del compositor vienés con la condesa/prostituta Mizzi, quien se quitó la vida, manteniendo intacta su virginidad, en 1908, pese a que Schubert había fallecido en 1828... Argumento absurdo, plagado de incoherencias, que sólo pudo salir de la imaginación de un loco, pero que da pie para que Bergman reflexione a propósito de la esencia y la crisis del cine, así como sobre el regreso a los orígenes teatrales del mismo.


Ángel de venganza (1981)




Título original: Ms .45
Director: Abel Ferrara
EE.UU., 1981, 80 minutos

Ángel de venganza (1981) de Abel Ferrara


Partiendo de elementos que ya utilizaran previamente el Scorsese de Taxi Driver (1976), el Brian De Palma de Carrie (1976) o incluso el William Friedkin de A la caza (1980), un Abel Ferrara de apenas treinta años daba los primeros pasos en su carrera como director. Y lo hacía con esta cinta de bajo presupuesto, ambientada en Nueva York, donde narra la historia de una joven muda que, tras ser violada dos veces en un mismo día, dará rienda suelta a su particular vendetta contra los hombres que se crucen en su camino.

Simple pero efectiva, la iconografía a que dio lugar Ángel de venganza (labios rojos, disfraz de monja y balas del calibre 45) ha hecho de ella una película de culto, precursora, en cierto modo, de un feminismo combativo que ya recogía el eslogan promocional del filme: "It's no longer a man's world..."



Ferrara, quien había protagonizado su primer largo, El asesino del taladro (The Driller Killer, 1979), se reservó esta vez un breve papel: aunque aparezca enmascarado, encarna al primero de los violadores que abusan de Thana (la malograda Zoë Lund, que fallecería en trágicas circunstancias en 1999, con apenas 37 años). Nombre, el de la protagonista, que procede de abreviar el término griego para designar a la muerte: θάνατος (thánatos).

Hemoglobina a raudales y escenas míticas que quedarán para la posteridad, como los miembros del atacante al que logra desnucar mediante un golpe de plancha en la cabeza (detalle de innegable regusto hitchcockiano, por cierto) y que irá dejando desperdigados por la ciudad, cuando no se los da como carne picada al perro de su fisgona vecina.


martes, 28 de agosto de 2018

La Humanidad (1999)




Título original: L'Humanité
Director: Bruno Dumont
Francia, 1999, 141 minutos

La Humanidad (1999) de Bruno Dumont


Una pequeña localidad de provincias, el cadáver de una niña con evidentes señales de violencia, un comisario y un inspector en busca del asesino... Con ingredientes similares, Ladislao Vajda realizó El cebo (1958), excelente filme policíaco a partir de una novela de Friedrich Dürrenmatt que Sean Penn volvería a adaptar años más tarde, con Jack Nicholson como protagonista, bajo el título de El juramento (The Pledge, 2001).

Pero L'Humanité, pese a partir de esos mismos elementos, trasciende por completo el marco de las investigaciones policiales. Porque Bruno Dumont, cineasta de la peculiaridad, posee el insólito don (para otros, insufrible defecto) de no dejar a nadie indiferente. Y aunque en ocasiones, caso de Camille Claudel 1915 (2013), se muestre algo más comedido, hay en su estilo una serie de rasgos, enseguida reconocibles, que ponen de manifiesto una mirada tan personal como transgresora.



Quien no entre en su juego creerá estar presenciando una sarta de disparates, la historia de un pobre imbécil que vive con su madre y cuyo comportamiento, parsimonioso en exceso, delata algún tipo de trastorno mental. Craso error, ya que en la obra de Dumont lo aparentemente estrafalario esconde razones muchísimo más profundas. Así pues, cuando sepamos que Pharaon (Emmanuel Schotté) perdió a su mujer y su hija en un grave accidente, empezará a quedar claro por qué le está afectando tanto el caso que intenta resolver.

Una empatía hacia los que sufren que quizá explique la particular forma que tiene de consolar a los detenidos en comisaría. He ahí la humanidad a la que alude el título, la misma que, en un arrebato de altruismo extremo, le habría llevado a autoinculparse de un crimen que realmente no ha cometido para, de ese modo, salvar al novio de su adorada Domino (Séverine Caneele). ¿Quién sabe? Esto es sólo una posible explicación que se deduce del último plano. Aunque, teniendo en cuenta que antes habremos visto a Pharaon levitar en su huerto, también quedaría la puerta abierta a posibles interpretaciones sobrenaturales.


Rodin (2017)




Director: Jacques Doillon
Francia/Bélgica, 2017, 119 minutos

Rodin (2017) de Jacques Doillon


Lo que, en un principio, debía ser un documental sobre Auguste Rodin (1840-1917), con motivo del centenario de la muerte del artista, ha terminado siendo un biopic protagonizado por Vincent Lindon. Y compruebo, no sin cierto estupor, que en IMDB, tras haberla valorado 745 usuarios, apenas recibe un mísero 4,7. Vamos a ver: ya se sabe que en este tipo de cintas se corre el riesgo de que lo histórico acabe fagocitando lo cinematográfico; que Lindon no es un intérprete que despierte excesivas simpatías entre ciertos sectores del público y de la crítica; que la puesta en escena que ha llevado a cabo el realizador Jacques Doillon resulta, como suelen decir los que siempre tienen prisa, lenta... Pero de ahí a cargársela sin contemplaciones hay (o debería haber) una gran diferencia.

En cualquier caso, y a pesar de que su recepción esté siendo tan pésima, merece la pena destacar dos aspectos de Rodin: uno sería la fotografía de Christophe Beaucarne, opaca y algo melancólica, pero precisamente por ello capaz de transmitir el estado anímico de los personajes; el otro es la banda sonora compuesta por Philippe Sarde, una partitura de cámara que es la idónea para cierta idea de austeridad que flota en el ambiente.



Le sobrará, es verdad, el enfoque un tanto morboso de la relación que el escultor mantuvo con Camille Claudel (Izïa Higelin), de las disputas con su compañera (Séverine Caneele) o de ciertos escarceos sexuales con sus modelos. Tal vez se pase de puntillas sobre la amistad que le unió al poeta Rilke o la presencia de otras personalidades (Mirbeau, Monet, Cézanne...) queda, a lo mejor, un poco diluida.

Pero, en cambio, Doillon, cineasta veterano y sensible, acierta de lleno cuando muestra al protagonista en plena naturaleza, palpando la corteza de los árboles, abrazando su tronco, en busca de la inspiración que sólo la tierra podía brindarle. Poco a poco, las obras maestras de Rodin irán cobrando vida: La puerta del Infierno, Los burgueses de Calais, el Monumento a Balzac... ¿Por qué acabar la película en Japón, en el Museo al aire libre de Hakone, donde grupos de escolares juegan a los pies de una de sus esculturas? Pues quizá para remarcar la trascendencia de un legado cuya magnitud pervive en todo el mundo, aunque es probable que, también en esto, los detractores de la película verán un añadido gratuito.


lunes, 27 de agosto de 2018

Bombas para la paz (1959)




Director: Antonio Román
España, 1959, 83 minutos

Bombas para la paz (1959) de Antonio Román


Ciertamente sería estupendo que las bombas provocasen estallidos de concordia en vez de masacrar poblaciones enteras, a menudo ajenas al conflicto. Antonio Román y su nutrido equipo de guionistas (Iglesias, Paso, Vich, Elorrieta) así debieron considerarlo al pergeñar, a finales de la década de los cincuenta, la entrañable Bombas para la paz. Conviene tener en cuenta que, por aquel entonces, la amenaza nuclear era uno de los temores que más acongojaba a la humanidad, por lo que no deja de ser lógico que, entre bromas y veras, el tema se prestase como idea de fondo para hacer una comedia.

En la estela de clásicos hollywoodenses de la categoría de Me siento rejuvenecer (Monkey Business, 1952) de Howard Hawks, el hallazgo de estos científicos españoles (geniales Félix Fernández en el papel de don Carlos y Fernán Gómez como su fiel discípulo Alfredo) resulta incluso más trascendental que la fórmula de la eterna juventud.



En realidad, la cuestión que planea entre líneas —a pesar de una primera parte sainetesca en la que Alfredo es hostigado por su prometida, su oronda futura suegra y un as de la lucha libre— es el miedo a qué barbaridades no será capaz de inventar la ciencia en aras del progreso, cuando no de la supremacía política o militar de las naciones si ésta se pone al servicio de los poderosos. Por eso, el que unos investigadores conciban explosivos benignos gracias a "un cuerpo químico nuevo" debe considerarse un sarcasmo en toda regla, aún más, si cabe, a la luz de cómo se desarrollará la Gran (y accidentada) Conferencia de la Paz que tiene lugar en París.

Llegados a este punto, se hace necesario puntualizar qué línea ideológica deja traslucir una película todo lo cómica que se quiera, sí, pero rodada en pleno franquismo al fin y al cabo. Y la conclusión es más bien desalentadora, puesto que las ocurrencias y demás agudezas de sus diálogos, sin duda brillantes, encubren, en cambio, una visión de lo que se estaba cociendo allende nuestras fronteras con evidente tendencia al menosprecio. Sirva de ejemplo la ya mencionada cumbre parisina: el continuo galimatías en el que se enzarzan unos y otros, ante la mirada atónita de Alfredo en representación de los Países Libres Unidos Tras (sic) Oceánicos (PLUTO), no deja de ser una manera un tanto burda de mofarse de las democracias occidentales (EE.UU., Francia, Reino Unido...) lo mismo que de la URSS, de los regímenes comunistas y del propio sistema parlamentario. Por no hablar, en el plano cultural, del tugurio existencialista que visitan Alfredo y Cecilia (la argentina Susana Campos en su primer papel en España): apenas una atracción turística en la que los parroquianos son mostrados por un guía como si fuesen las fieras del zoológico y donde, tras arrojar uno de esos artefactos "pacificadores", hasta los propios barbudos se vuelven "normales", avergonzándose de la vida ociosa y contemplativa que hasta ese momento llevaban.

"¡Menos pum y más pan!"

Promesa al amanecer (2017)




Título original: La promesse de l'aube
Director: Éric Barbier
Francia, 2017, 131 minutos

Promesa al amanecer (2017) de Éric Barbier


La vi bajar del taxi, frente a la cantina, con el bastón en la mano y un cigarrillo en los labios y, ante la mirada burlona de los soldados, me abrió los brazos con un gesto teatral, esperando que su hijo corriera hasta ella, siguiendo la mejor tradición. […]
-Serás un héroe, serás general, Gabriele d'Annunzio, embajador de Francia... ¡Esos golfos no saben quién eres tú! […]
Ya no oía las risas, ya no veía las miradas burlonas, rodeaba sus hombros con el brazo y pensaba en todas las batallas que iba a librar por ella, en la promesa que me había hecho, al alba de mi vida, de hacerle justicia, de dar sentido a su sacrificio y de volver algún día a casa, después de haber disputado victoriosamente la posesión del mundo a aquellos cuyo poder y crueldad había aprendido a conocer tan bien, desde que empecé a dar los primeros pasos.

Romain Gary
La promesa del alba
Traducción de Noemí Sobregués

Uno de los libros con cuya lectura más he disfrutado en toda mi vida es La promesse de l’aube del irrepetible Romain Gary, autor de títulos igualmente notables como La vie devant soi o Chien blanc. De hecho, la existencia del propio Gary, paradigma del self made man, ya fue en sí misma una magnífica novela: aparte del recorrido vital que se relata en las susodichas "memorias", bastará decir que ganó el Goncourt dos veces, en 1956 y 1975 (algo insólito y que va contra las bases del premio, pero que fue posible porque los miembros del jurado ignoraban la identidad que se escondía tras el seudónimo Émile Ajar), que estuvo casado con la mítica actriz Jean Seberg entre 1962 y 1970 o que dirigió dos películas: Les oiseaux vont mourir au Pérou (1968) y Kill! (1971). Se suicidó en París el 2 de diciembre de 1980.

La relación de Gary con el cine no fue, ni mucho menos puntual. De entrada, no pocas de sus obras fueron objeto de adaptaciones, ya en vida del autor: John Huston llevó a la pantalla Las raíces del cielo (1958); Nunnally Johnson, Sin tiempo para vivir (1959); Peter Ustinov, Lady L (1965); el egipcio Moshé Mizrahi, Madame Rosa (1977); Costa-Gavras, Una mujer singular (1979); Samuel Fuller, Perro blanco (1982)... ¡Y no las hemos dicho todas!



Pero, volviendo a La promesa del alba, nos llega ahora otra versión. Otra, porque en 1970 la novela autobiográfica ya fue adaptada por el norteamericano afincado en Europa Jules Dassin, con su admirada Melina Mercouri en el papel de madre y el israelí Assi Dayan haciendo de Romain. Filme cuyo metraje no llegaba a los cien minutos, frente a las más de dos horas de esta nueva recreación que dirige Éric Barbier (Aix-en-Provence, 1960), en lo que supone su quinto largometraje, rodado en localizaciones de cuatro países distintos y con un presupuesto de infarto. El tándem Gainsbourg-Niney, actores con una sólida trayectoria a sus espaldas (sobre todo ella) y solvencia contrastada, aporta la credibilidad necesaria para que se obre el milagro y, así, Nina y su hijo se materialicen ante nuestros ojos como verdaderos personajes de carne y hueso. ¿Que hay que hablar en polaco? Hecho: los grandes intérpretes no se arredran frente a los retos.

Ésa sería la parte positiva. En cambio, parece mucho menos convincente la estructura por la que al final se decanta Barbier: hacer que la acción arranque en Méjico y que una amiga de Gary, mientras a él lo aquejan fuertes dolores de cabeza, lea el manuscrito de la novela sirve de excusa para que la omnipresente voz en off del protagonista narre la historia de pe a pa. Recurso facilón donde los haya y en absoluto imaginativo que le resta enteros al resultado final. De todos modos, que Romain Gary y su obra estén de actualidad siempre es una buena noticia, especialmente porque Promesa al amanecer (y en eso la película sabe captar la esencia del texto) es uno de los más bellos homenajes que se hayan hecho jamás a las madres, seguido muy de cerca por el Réquiem para una madre de Albert Cohen, otro tótem de la literatura francesa. Recuerdo que en Mis tardes con Margueritte (2010) de Jean Becker, cinta mucho más modesta aunque no menos entrañable, uno de los libros que la casi centenaria Gisèle Casadesus le leía al gaznápiro Germain (Gérard Depardieu) era precisamente La promesse de l'aube, lo cual da una idea bastante precisa de la relevancia de la que goza este clásico en nuestro país vecino.


domingo, 26 de agosto de 2018

La bahía de los ángeles (1963)




Título original: La baie des anges
Director: Jacques Demy
Francia, 1963, 90 minutos

La bahía de los ángeles (1963)


Tal vez sea la luminosidad de Niza o el rubio platino de Jeanne Moreau; quizá se deba a la fotografía en blanco y negro de Jean Rabier o, sin duda, a la pericia de Jacques Demy para dar con la puesta en escena perfecta, subrayada por el arrebato apasionado de la partitura del siempre impetuoso Michel Legrand. Pero lo cierto es que La baie des anges desprende una luz especial, aquella que sólo los jóvenes entusiastas de la Nouvelle vague supieron captar.

La historia que cuenta es tan sencilla como el ardor de todo amour fou, como la turbulenta relación de los protagonistas de À bout de souffle (1960) o el triángulo retozón y travieso de Jules et Jim (1962). Al igual que Godard o Truffaut, Demy huye de la senda recta y previsible de todo convencionalismo para focalizar su mirada en dos seres que han elegido vivir al margen y al límite.



Cansado de un rutinario puesto como empleado de banca, Jean (Claude Mann) decide seguir los pasos de su compañero Caron (Paul Guers), quien lo introduce en los tentadores cenáculos del juego de la Costa Azul. Allí, en uno de tantos casinos y tras debutar con un golpe de suerte, Jean conoce a Jackie (Moreau), adicta a la ruleta y a la vida y que, como él, también dejó atrás las obligaciones de una existencia reglada (marido e hijo incluidos).

Ganen o pierdan, el denominador común de ambos es su completa amoralidad, lo cual no es óbice para que sintamos una irresistible simpatía hacia la pareja conforme se vayan exponiendo los detalles de su periplo. Puede que ella sea una mujer fatal ludópata; puede que él, un hijo pródigo. Poco importa: cuando la cámara se distancie de ellos, cerrando así el círculo que se había abierto con un trávelin de alejamiento durante los títulos de crédito iniciales, la suerte estará echada, quien sabe si para siempre...


Un extraño en mi vida (1960)




Título original: Strangers When We Meet
Director: Richard Quine
EE.UU., 1960, 117 minutos

Un extraño en mi vida (1960) de Richard Quine


Beverly Hills en Cinemascope, violines con sordina, el glamur de las estrellas de Hollywood y uno de aquellos temas que tanto excitaban la morbosidad de nuestros padres y abuelos: ¡adulterio! El hecho de que Kirk Douglas, protagonista de Strangers When We Meet junto a Kim Novak, ejerciese, además, las funciones de productor ejecutivo de la película tuvo que ver, sin duda, en la elección de un tema tan sumamente atrevido para la moralidad puritana de aquel entonces.

En activo desde 1955, año en que el actor fundara la productora bautizándola con el nombre de su madre, la Bryna Productions se apuntaría algunos éxitos sonados a lo largo de sus más de tres décadas de existencia, entre los que destacan Senderos de gloria (1957), Espartaco (1960) o Siete días de mayo (1964). Con el poder que le otorgaba el que su sola presencia prácticamente garantizase el éxito en taquilla, Douglas apostó a menudo por proyectos arriesgados que después encomendaba al talento de jóvenes directores emergentes como Kubrick.



Claro que, para justificar la infidelidad de Larry con Maggie y así meterse al espectador en el bolsillo, era necesario hacer un poco de "trampa" (todos los melodramas son, en el fondo, bastante tramposos). Así pues (y en eso el cartel que adjuntamos arriba es bastante explícito), los personajes que forman el entorno de la pareja son deliberadamente antipáticos: Eve (Barbara Rush) es una esposa fiel y eficiente pero sin apenas sentido del humor; Ken (John Bryant), hombre cortés aunque con poca sangre en las venas, vive más pendiente de su trabajo que de Maggie (Novak). Y ¿qué decir de Roger Altar (al que interpreta el malogrado Ernie Kovacs), novelista de éxito, tan inseguro para encajar las críticas como para encontrar a la mujer ideal? Ni siquiera la casa de ensueño que Larry diseña para él parece satisfacerle. Por último, Felix (Walter Matthau), antiguo carnicero y entremetido vecino de los adúlteros, es el más odioso del reparto: en contraste con su zafio comportamiento, rayano en el chantaje, Larry parece a su lado hasta buen tipo y todo. De modo que, ante semejante panorama ¿cómo no iban a caer el arquitecto y la rubia explosiva el uno en brazos del otro, si es la propia monotonía del ambiente asfixiante en el que viven inmersos la que los empuja a hacerlo?

Por ese mismo afán de intentar comprender qué mueve a dos personas casadas a ser infieles, el guion, escrito por Evan Hunter a partir de su novela, contiene dos o tres momentos divertidos. Como cuando Maggie le pregunta a Larry (Douglas) que cómo se las apaña para afeitarse el hoyuelo de la barbilla y él responde: "Tengo una cuchilla cilíndrica y la hago girar". O en la escena en la que Felix, sabedor de la aventura extramarital de sus vecinos, le pide a Larry que no sobreactúe al negar los hechos: a Douglas, como a tantos actores del Hollywood dorado, se les acusó con bastante frecuencia de hiperactuar en sus papeles.


sábado, 25 de agosto de 2018

Fanny y Alexander (1983) Serie TV
















Título original: Fanny och Alexander
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Francia/Alemania, 1983, 312 minutos

Fanny y Alexander (1983)

La mentira y la realidad son una. Cualquier cosa puede pasar. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas, nuevos destinos.

August Strindberg
El sueño (1901)

Si no fuera porque la etiqueta realismo mágico lleva consigo asociada una connotación literaria que de inmediato nos hace pensar en "novelistas caribeños", lo cierto es que vendría de perlas para definir de forma bastante precisa el universo familiar que recrea Bergman en Fanny y Alexander. Porque, como los Buendía, los Ekdahl poseen la facultad de conversar con los espíritus u obrar un milagro, según les convenga. Son, a todos los efectos, una estirpe de lo más singular, lo cual, lejos de suponer problema alguno, los convierte en detentadores del secreto de la felicidad, sin que, probablemente, ni ellos mismos sean demasiado conscientes de tal fortuna.

Pero lo cierto es que en su hogar se respira un ambiente vitalista que contrasta vivamente con la austeridad monástica reinante en la perturbadora morada del obispo Vergerus (Jan Malmsjö). En ese sentido, el palacete donde habitan el prelado y su siniestra cohorte de hermanas y sirvientas enlaza directamente con el castillo de La hora del lobo (1968), sobre todo a partir del momento en el que Emilie (Ewa Fröling) y sus hijos se establezcan allí. Es por ello que, frente a la acogedora atmósfera que la abuela y matriarca Helena (Gunn Wållgren) ha sabido crear a su alrededor, la estancia de los dos hermanos y de la madre en los dominios de Vergerus será un auténtico calvario que tiene mucho de pesadilla en alguna oscura mazmorra sacada de las narraciones de Dickens.



Comparados con la versión cinematográfica de tres horas, los cinco capítulos de la serie televisiva ofrecen la posibilidad de disfrutar de escenas antológicas que quedaron fuera de aquel otro montaje. Así, por ejemplo, la tensa reunión que, tras el rapto de los niños, mantienen el sanguíneo Gustav Adolf (Jarl Kulle) y el apocado Carl (Börje Ahlstedt) con el ya mencionado obispo a propósito de la posibilidad de que Emilie y él se divorcien. O la hermosa canción que el personaje de Gunnar Björnstrand interpreta en el teatro regentado por la familia y que supondría, al fin y a la postre, el último trabajo del actor ante las cámaras.

Puede que suene a tópico el decirlo, pero, con sus más de trescientos minutos de duración, ilustrados con las notas del Quinteto para piano de Schumann, la versión televisiva de Fanny y Alexander es incluso mejor que cualquier otra de sus variantes "reducidas". Por lo menos llena más huecos en la difícil tarea de reconstruir las vivencias que moldearían el carácter de su autor. Son, al respecto, muy sintomáticas las palabras que, ya casi hacia el final, le dirige el fantasma de Vergerus al niño después de haberlo hecho caer al suelo: "¡No te será tan fácil deshacerte de mí!" 

En cualquier caso, vale la pena terminar con una sabia reflexión que Helena le dedica en su residencia veraniega a otro espectro, el de su difunto hijo Oscar (Allan Edwall), vestidos ambos de blanco como en Fresas salvajes (1957), y que tanto recuerda, en el fondo, a aquellos versos de La vida es sueño que decían: "Y en el mundo, en conclusión,/todos sueñan lo que son,/aunque ninguno lo entiende..." Compárese, si no, con lo que afirma la abuela: "De cualquier modo, todo es actuar. Algunos papeles son agradables y otros no. Interpreté el papel de una madre, a Julieta y Margarita. Y, de repente, a una viuda y a una abuela. Un papel sigue al otro. La cuestión es no irse apocando".

El gran teatro del mundo

viernes, 24 de agosto de 2018

Adonde fue el amor (1964)














Título original: Where Love Has Gone
Director: Edward Dmytryk
EE.UU., 1964, 111 minutos

Adonde fue el amor (1964) de Edward Dmytryk

Ya desde los títulos de crédito iniciales se nota enseguida el toque distintivo del productor Joseph E. Levine en este dramón típicamente de los sesenta: música de Walter Scharf, exteriores filmados en San Francisco en Technicolor, guion de John Michael Hayes, dirección artística de Hal Pereira y vestuario diseñado por la mítica Edith Head. Horas bajas para Hollywood y para el director Edward Dmytryk, uno de los Diez que sufrieron el acoso del Comité de Actividades Antiamericanas por una supuesta militancia comunista de la que terminaría abominando para delatar después, como también hiciera Elia Kazan, a sus antiguos compañeros.

Adonde fue el amor dista mucho de poseer la fuerza de Encrucijada de odios (1947), quizá la cinta mejor valorada de un Dmytryk al que apenas consideraban simple director de Serie B cuando la llevó a cabo para la RKO. Y eso que la adaptación de la novela de Harold Robbins del mismo título contaba con un reparto encabezado por la siempre carismática Bette Davis en el papel de madre adinerada y dominante y Susan Hayward como la hija escultora que lucha en vano por librarse del ascendiente materno y fundar una familia junto a Luke (Mike Connors), arquitecto, y antiguo combatiente en la Segunda Guerra Mundial, con mucha ambición pero escasos recursos.



Pese a que tanto los responsables de los estudios Paramount como el propio novelista lo negaron reiteradamente en su momento, hubo quien creyó ver en Where Love has gone ciertas similitudes con el caso del asesinato, en 1958, del amante de Lana Turner: Johny Stompanato, un violento gánster de origen italiano, había muerto apuñalado por Cheryl Crane, la hija de la actriz, en el transcurso de una disputa doméstica mientras su madre, como en tantas ocasiones, era maltratada. Tras un sonado juicio, la joven fue finalmente absuelta.

Hoy en día, el planteamiento de un drama familiar de tales características carece de la misma fuerza dramática que pudiera tener en su origen: el mundo, junto con los valores que lo sustentan, han cambiado por completo, de modo que ni el contenido erótico de unas cartas ni el hecho de si la hija menor de edad de los Miller ha perdido la virginidad o no (circunstancias sobre las que se insiste una y otra vez por ser consideradas, en aquel entonces, escandalosas) difícilmente podrán ya causar en nosotros el mismo efecto.


Sully (2016)




Director: Clint Eastwood
EE.UU./Canadá, 2016, 96 minutos

Sully (2016) de Clint Eastwood


No vamos a descubrir nada nuevo si decimos que Clint Eastwood sabe hacer películas: a sus 88 años y tras una carrera repleta de éxitos, basta con que el nombre del actor y director figure al frente de cualquier producción para tener la certeza de que estará bien narrada, milimétricamente diseñada para accionar los resortes hasta del espectador más impasible.

Ahora bien: tampoco debería sorprenderse nadie, a estas alturas, al señalar que, ideológicamente, en su cine priman unos valores que podrían ser calificados de reaccionarios o, como mínimo, discutibles. Aparte de que, con el tiempo, se le ha ido acentuando la vena lacrimógena, subrayada mediante partituras, a menudo compuestas por él mismo, con las que el público agradece que quien fuera el duro más duro (y más sucio) de la historia muestre asimismo su lado más emotivo.



Pese a que el guion de Sully no sea suyo sino de Todd Komarnicki, la cinta no puede sustraerse al dichoso tono pastelón made in Eastwood: desconocidas que besan o abrazan espontáneamente al protagonista, tipos que lo invitan a una copa en el bar... y todo para demostrar que América no sólo necesita héroes, sino que el honesto ciudadano de a pie es agradecido y los sabe reconocer enseguida. En realidad, el eco de los atentados terroristas a las Torres Gemelas está más presente de lo que en un principio cabría imaginar, como lo atestiguan las pesadillas del personaje encarnado por Tom Hanks en las que su avión acaba estrellándose contra los rascacielos de Nueva York.

La gesta llevada a cabo por el capitán Chesley Sullenberger (Denison, Texas, 1951) salvó la vida de los 155 pasajeros que viajaban a bordo del Airbus A320 por él pilotado, de acuerdo. Pero también es comprensible que se abriera una investigación posterior para esclarecer los hechos: ése es, al menos, el proceder habitual en los países civilizados. De lo contrario, sería muy fácil que cada cual se tomase la justicia por su mano. Por eso, cuando en Sully se muestra a los responsables de las aseguradoras como mezquinos burócratas empeñados en culpabilizar al valiente aviador, se están tergiversando los hechos en aras de un patrioterismo demagógico que da por sentado que el factor humano está por encima de la propia ley.

Sully (Tom Hanks) y Skiles (Aaron Eckhart)

jueves, 23 de agosto de 2018

Fanny y Alexander (1982)














Título original: Fanny och Alexander
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Francia/Alemania, 1982, 181 minutos

Fanny y Alexander (1982)

La que, en un principio, había de ser la última película de Bergman destinada a ser exhibida en salas de cine, situaba su acción en la Upsala de 1907, lugar de residencia de la familia Ekdahl. Un universo aparentemente acogedor, pero bajo cuyo refinamiento burgués subyacían las mismas obsesiones y traumas que atraviesan el conjunto de la filmografía del director sueco. De lo que cabe inferir, por enésima vez, un componente autobiográfico considerable, en especial en esa mirada tan sumamente imaginativa que Alexander, alter ego del cineasta, proyecta sobre el mundo de los adultos.

Ya desde la escena inicial, queda claro que en ese niño (interpretado por Bertil Guve, hoy doctor en Ciencias Económicas) se observa una tendencia casi enfermiza a refugiarse en un mundo de fantasía, alentado por pasatiempos como la linterna mágica o la lectura de cuentos, pero, sobre todo, por dos actividades que forman parte del día a día de sus mayores: el teatro y las marionetas.



Es interesante remarcar el ambiente de tolerancia que se respira en la mansión de los Ekdahl, escenario de cálidas celebraciones familiares, como el banquete de Navidad, así como de una inaudita flexibilidad en lo tocante a moral. En ese sentido, tal vez a causa de la susodicha predilección por el mundo de la farándula, se da la circunstancia de que Gustav Adolf (Jarl Kulle) corteja abiertamente a Maj, una de las criadas (Pernilla August, la que fuera esposa del director Bille August), sin que ni su mujer ni su madre se preocupen excesivamente por ello. Cosa que, hasta cierto punto, no deja de tener su lógica, habida cuenta de que la vieja Hellena (Gunn Wållgren) es la amante del judío Jacobi (Erland Josephson), quien es recibido en casa como un miembro más del clan familiar.

Con todo, la imagen de conjunto que proporciona el fresco esbozado por Bergman en Fanny y Alexander tiene algo de canto de cisne, de paraíso perdido incluso. Atmósfera y tono que otro gran cineasta, John Huston, elegirá también, poco después, para el que se considera su testamento fílmico: Dublineses (1987), película que guarda no pocas similitudes con ésta.

*                   *                  *

Sin duda, habría muchos más aspectos que analizar de uno de los títulos capitales de la cinematografía europea y aun mundial. Pero como en un par de días tenemos previsto comentar la versión televisiva de cinco horas, os emplazamos a la correspondiente entrada que, como es habitual, se le dedicará en este mismo blog.


Dokument Fanny och Alexander (1984)




Título en español: Documental sobre Fanny y Alexander
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1984, 110 minutos



Suele ocurrir a menudo con muchos making-of, sobre todo cuando versan sobre obras maestras de la historia del cine, que a veces resulta hasta casi más interesante el "cómo se hizo" que no la propia película. Ahora bien: el caso que nos ocupa sobrepasa ampliamente los límites del género, pues hasta en eso era Bergman excepcional.

En ese sentido, Dokument Fanny och Alexander (1984), con sus cerca de dos horas de metraje, no sólo permite conocer cuál era el método de trabajo de uno de los directores más emblemáticos de su generación, sino que logra transmitir al espectador cuán laborioso e intrincado es el proceso de rodaje de un filme. Baste un único ejemplo al respecto: la escena en la que el médico comunica a la familia Ekdahl que no se puede hacer nada por salvar la vida de Oscar. Apenas un minuto en el montaje final, sí, pero cuya minuciosa elaboración, toma tras toma, supuso más de tres horas de trabajo...



Y así, sabremos que ese gato negro que se cruza ante el carro del judío Jacobi dio más guerra de la prevista, que hubo algún percance grave a consecuencia de trabajar con fuego, o que Bergman estaba a treinta y nueve de fiebre el día que se filmaron los funerales del patriarca, por lo que se vio forzado a delegar sus funciones en el resto del equipo. Lo cual no parece haber sido ningún problema, teniendo en cuenta la pericia del director de fotografía. Efectivamente, otro de los atractivos de este documental es comprobar el grado de confianza que el cineasta sueco tenía depositado en Sven Nykvist, al que elogia enormemente pese a no estar siempre de acuerdo en la manera de solucionar los movimientos de cámara.

Por cómo vibra con cada secuencia o por el cariño con el que trata a sus actores, en especial a la pareja de niños protagonista, se nota que Bergman, que a la sazón cuenta ya con 64 años, disfruta de su quehacer como el primer día, si no más. Por la complicidad que se establece entre ambos, resulta, al respecto, muy interesante cómo dirige a Gunnar Björnstrand al ensayar la canción que éste interpreta vestido de payaso. No en vano, trabajaron juntos en más de veinte películas y toda la escena —un portento en el que el actor, además de cantar mirando a cámara con una vela encendida sobre la cabeza, sostiene un paraguas bajo la lluvia— destila un innegable sabor crepuscular que preludia la muerte de Björnstrand cuatro años más tarde.