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domingo, 12 de agosto de 2018

Gritos y susurros (1972)




Título original: Viskningar och rop
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1972, 91 minutos

Gritos y susurros (1972) de Ingmar Bergman


Rojo y blanco. Y un director con las ideas muy negras... Viskningar och rop, con sus cinco candidaturas a los Óscar (de los cuales obtuvo el de Mejor fotografía para Sven Nykvist), es una película de secretos musitados en la penumbra de una alcoba, de cadencias de una mazurca de Chopin que el aire dilata en la sombras. Es lo más recóndito del alma, la vida que agoniza y la enésima recreación decimonónica de los recuerdos de infancia de Bergman.

De no haber sido por Roger Corman, que vio en la cinta sueca la apuesta perfecta para convertirse en productor de prestigio, Gritos y susurros difícilmente se habría llegado a comercializar en Estados Unidos, mercado tradicionalmente reacio a propuestas tan arriesgadas. Pero la jugada salió redonda y hoy es uno de los títulos más célebres de la filmografía de su autor.



Rodada en el castillo de Taxinge-Näsby, si hay un elemento definitorio de Gritos y susurros ése es el color carmesí que todo lo inunda: las paredes, las cortinas, el mobiliario, la iluminación en los momentos de mayor tensión dramática... Lo cual, viniendo de un cineasta al que habitualmente se relaciona con la austeridad del blanco y negro, ya es de por sí toda una estridencia cargada de valor simbólico.

De hecho, cuando Karin (el personaje de Ingrid Thulin) se autolesiona en sus partes íntimas con un cristal, además de revelarnos de dónde sacó la inspiración Michael Haneke para la escena análoga que protagoniza Isabelle Huppert en La pianista (2001), la sangre exterioriza una frustración largamente incubada en el seno de su infeliz matrimonio. Aunque también para las otras hermanas, Maria (Liv Ullmann), más superficial y caprichosa, y la moribunda Agnes (Harriet Andersson), el color rojo traduce el tormento de sus respectivas interioridades. Sólo la sumisa Anna (Kari Sylwan), vilipendiada por Maria y Karin, que la despiden tras la muerte de Agnes a pesar de tantos años de abnegado servicio a la familia, parece hasta cierto punto confortada al recibir el diario de la difunta, a la que tanto veneró en vida.


jueves, 19 de julio de 2018

El rito (1969)




Título original: Riten
Dirección: Ingmar Bergman
Suecia, 1969, 72 minutos

El rito (1969) de Ingmar Bergman


Intensa y estimulante como la gran mayoría de títulos que conforman la vasta filmografía de Bergman, Riten (1969) es, sin embargo, considerada bastante a menudo una obra menor dentro de su trayectoria debido al origen televisivo del proyecto.

Con apenas cuatro actores en escena, la pieza se articula en nueve cuadros de innegable regusto teatral. De hecho, parece ser que la génesis de la misma habría que buscarla en la rabia acumulada por el cineasta sueco tras su desafortunado paso por la dirección del teatro Dramaten de la capital sueca.



En ese aspecto, la cinta que nos ocupa entroncaría directamente con lo que Pasolini se propondrá hacer algunos años más tarde en Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975), puesto que ambos filmes, concebidos como un desquite por parte de sus respectivos directores, nacieron con la firme voluntad de incordiar.

Así pues, las relaciones de poder que se darán entre los personajes de El rito van a oscilar desde la sumisión hasta el desacato a la autoridad, es decir, desde el respeto timorato a la ley hasta, en el polo opuesto, unas fuerzas atávicas que, en la secuencia final, se rebelan contra lo establecido para acabar revirtiendo el orden jerárquico.


viernes, 13 de julio de 2018

El séptimo sello (1957)




Título original: Det sjunde inseglet
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1957, 96 minutos

El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman


-¿Quién eres?
-Soy la Muerte.
-¿Has venido a buscarme?
-Hace mucho que camino junto a ti...
-Así lo he notado.
-¿Estás listo?
-Mi cuerpo está preparado, pero yo no.

La que, casi con total certeza, es la cinta más célebre de cuantas dirigiera Ingmar Bergman debe su popularidad a la convergencia de muy diversos factores en ella, entre los que cabe destacar el hecho de que acierta a reunir bajo un mismo epígrafe la mayor parte de cuestiones que el director sueco tratará a lo largo de su ya de por sí dilatada filmografía. Así, por ejemplo, están presentes la obsesión por la muerte, en su doble vertiente teológica y metafísica, que va a ser de vital importancia en su trilogía El silencio de Dios (1961-1963); la misma ambientación medieval de El manantial de la doncella (1960); un cierto toque de comedia, en determinados momentos, a lo Sonrisas de una noche de verano (1955) o en la línea cínica de Noche de circo (1953) y una puesta en escena en la que lo iconográfico y la música juegan un papel de vital importancia, tal y como sucederá en títulos posteriores como Fanny y Alexander (1982) o La flauta mágica (1975).

El séptimo sello ocupa, por tanto, un espacio crucial en la evolución artística de Bergman, constituyendo lo que podríamos denominar el punto de inflexión entre sus trabajos previos, a menudo caracterizados por un marcado componente coral, y las inmediatas obras de cámara que acometerá a partir de la década siguiente, en las que la introspección y un mayor pesimismo van a ir paulatinamente ganando terreno. En ese aspecto, Persona (1966) tal vez sea el ejemplo más representativo.



Jugarse la vida (o una prórroga, al menos) a una partida de ajedrez es una metáfora de lo más sugestivo, capaz de evocar la imaginería del medievo, pero también con notables conexiones cinéfilas antes y después del estreno de Det sjunde inseglet. De hecho, el semblante serio del actor Bengt Ekerot, así como el negro atuendo que luce la Parca parecen remitir directamente al mismo personaje tal y como lo concibiera Fritz Lang en Las tres luces (1921). Y en cuanto a la quema de la bruja en la hoguera el referente inmediato que nos viene a la memoria es el del Dies irae (1943) de Dreyer.

En definitiva, ni el cruzado Antonius Block (Max von Sydow) saldrá indemne de su particular disputa con la dama de la guadaña ni el sensitivo bufón Jof (Nils Poppe) dejará de tener visiones marianas mientras él y su familia se dirigen rumbo a Elsinor a bordo de su desvencijado carromato de cómicos de la legua. Referencia al Hamlet shakespeariano que no debe pasarse por alto, toda vez que los personajes de El séptimo sello, como el desdichado príncipe de Dinamarca, acaban entonando su particular "ser o no ser" al son de la danza que les marca la propia Muerte.


jueves, 5 de julio de 2018

Noche de circo (1953)




Título original: Gycklarnas afton
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1953, 93 minutos

Noche de circo (1953) de Ingmar Bergman


De no ser porque es notoria y de sobras conocida la predilección que Bergman sentía hacia La carreta fantasma (1921), ésta sería fácilmente deducible con tan sólo contemplar el plano inicial de Noche de circo: recortada contra el horizonte, una procesión de carromatos avanza lentamente tirada por hercúleos caballos percherones. Cortejo circense que integran andrajosos cómicos de la legua y que, por lo abigarrado de la composición, hace pensar enseguida en modelos pictóricos que podrían ir desde La balsa de la Medusa hasta los arlequines picassianos.

Pero volviendo a las similitudes con la obra maestra de Sjöström, conviene remarcar que el flashback en el que el cochero rememora el encuentro de Alma, la mujer del payaso Frost, con un regimiento a orillas del mar está filmado como si de una secuencia de cine mudo se tratase: por más que los actores gesticulan, ni una sola palabra llega a escucharse.

El patetismo de Frost (Anders Ek) es uno de los rasgos icónicos
de Noche de circo

Y no sólo eso, sino que tanto dicha escena como la apariencia general de la película desprenden un aura de pesadilla equiparable al de las adaptaciones shakespearianas de Orson Welles: buscado o no, el parecido físico entre el capataz del circo Alberti (Åke Grönberg) y el creador de Ciudadano Kane es enorme. Algo que definitivamente se subraya cuando, ya hacia el final y tras haberse mostrado especialmente celoso de Anne (Harriet Andersson), Frost le espete que su actitud se asemeja a la de Otelo (de hecho, la versión cinematográfica de Welles data de apenas dos años antes). Quizá es por ello que la imponente figura del engolado señor Sjuberg, responsable del grupo teatral de la aldea al que da vida Gunnar Björnstrand, aparezca captada por la cámara mediante bruscos encuadres en contrapicado, recurso, como bien es sabido, definitorio del estilo visual forjado por el director americano.

Temáticamente, la cosa no queda atrás: si Welles se lamentaba al final de sus días de haber dedicado ímprobos esfuerzos a una industria que lo arrinconó y vilipendió hasta la saciedad, Albert Johansson también sueña con abandonar la vida errante para volver junto a su esposa y llevar una plácida existencia sin sobresaltos. Desmitificación de la bohemia que Bergman recoge en una cinta en la que se sirve en repetidas ocasiones de los espejos, aunque sin llegar al excesivo expresionismo laberíntico de La dama de Shanghai (1947). Que sus preocupaciones siempre fueron más de raigambre existencial, como se pone de manifiesto cuando le hace decir al desengañado Johansson aquello de: "Todos estamos presos, Anne: presos del mismo infierno..."