sábado, 30 de junio de 2018

Tres mujeres (1952)




Título original: Kvinnors väntan
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1952, 107 minutos

Tres mujeres (1952) de Ingmar Bergman


La urdimbre episódica de Tres mujeres esconde una de las historias más profundamente freudianas de las concebidas por la siempre tortuosa mente del sueco Ingmar Bergman. Una película en la que se habla abiertamente de sexo, adulterio y otras pasiones inconfesables aprovechando la estancia de cuatro mujeres, casadas con cuatro hermanos, en la apacible residencia estival donde la familia se dispone a pasar sus vacaciones. Así pues, y mientras las cuatro cuñadas esperan la inminente llegada de los maridos, se irán contando historias, a cuál más íntima, sobre sus respectivos matrimonios, si bien una de ellas declinará la oferta, lo cual explica el título elegido por el director.



La ventaja de una estructura tan peculiar es que permite alternar momentos de intenso drama, como el episodio en el que Marta (Maj-Britt Nilsson), a consecuencia de su relación con un pintor de la bohemia parisina, se queda embarazada, con la cómica y accidentada crónica de lo acontecido entre Karin (interpretada por la actriz, y posteriormente escritora, Eva Dahlbeck) y su esposo en el interior del ascensor en el que se quedan encerrados tras una solemne recepción con el príncipe heredero y demás miembros eminentes de la aristocracia sueca.



Bergman, consumado maestro a la hora de manejar los tiempos dentro de una tan compleja red de confidencias, plantea la primera de dichas situaciones con semejante alarde de sutileza que nos hará creer, hasta el último segundo, que Marta, tras haber rechazado a un oficial americano que pretendía casarse con ella, acude a la clínica con la intención de abortar, cuando, en realidad, está a punto de dar a luz. En la segunda, en cambio, opta por una ironía rayana en el sarcasmo para "desnudar" a una pareja, habituada a ignorarse valiéndose de la hipocresía de los convencionalismos sociales y forzada a abandonar esa zona de confort en la estrechez de la cabina que se ven obligados a compartir durante unas horas.



Como ya sucediera con el relato de Rakel (Anita Björk), marcado por la tensión sexual no resuelta entre ésta y un amigo de la infancia con el que acabará engañando a su marido, en los restantes casos expuestos quien sale mejor parada es invariablemente la mujer, vista no ya como un ser sumiso a la voluntad masculina, sino como alguien capaz de tomar las riendas de su vida. En ese aspecto, adquiere una importancia notable el hecho de que la joven Maj (Gerd Andersson) decida fugarse con su novio tras haber escuchado el testimonio de las demás: con apenas diecisiete años, tal y como señala el comentario mordaz de uno de los hombres de la casa, ella cree que actuando así está haciendo algo prohibido, cuando lo más probable es que no tarde en regresar al redil.


Pasión en el mar (1956)




Director: Arturo Ruiz Castillo
España/Francia, 1956, 83 minutos

Pasión en el mar (1956) de Ruiz Castillo


Hace cinco lustros llegaron hasta las playas de Huelva desertores de las minas de cobre con sus fuerzas quemadas al servicio del extranjero. Hombres a los que les llamaba el mar o huían del mar. Hombres que, en parajes perdidos del Atlántico, pretendían esconder una vida de aventura proscrita por la sociedad. Veinticinco años después todo aquello es recuerdo. Amargo recuerdo de unos hechos que sucedían así...

Como la Fedra de Manuel Mur Oti (estrenada en noviembre del 56), Pasión en el mar, que llegaría a la salas comerciales el 21 de enero del año siguiente, es una película de ambientación marítima que adolece de las mismas virtudes y defectos. En primer lugar, la cuidada fotografía en Agfacolor de Aguayo confiere al conjunto una apariencia de postal idílica en la que los intérpretes tienden a la pose con excesiva frecuencia. Lo cual debe de ser algo inevitable en producciones de este tipo, teniendo en cuenta que otras películas ya comentadas aquí (caso de Mar abierto de Ramón Torrado) presentan una factura visual semejante. Cuya dimensión épica se ve reforzada, en el caso que nos ocupa, mediante la banda sonora de ecos heroicos compuesta por Salvador Ruiz de Luna.

Rodada en localizaciones de la provincia de Huelva, la cinta de Arturo Ruiz Castillo no destaca precisamente por la profundidad de su trama (una maniquea historia de rencillas entre hermanos) ni tampoco por la trascendencia de otros temas abordados, como un impreciso contrabando de relojes de gama alta en la ciudad portuaria de Tánger o las "reivindicaciones" laborales de quienes se ven forzados a practicar la pesca de arrastre en las abruptas playas onubenses.



En ese contexto, Vicente (Fernando Sancho) es el capataz despiadado que explota a los pescadores en connivencia con el pérfido Jorge (Jean Danet), mientras que la díscola Alicia (Pascale Roberts) aspira a mejorar su posición a cualquier precio, aunque sea traicionando al bonachón Carmelo (Conrado San Martín). Y entre la nómina de secundarios destaca el siempre creíble Xan das Bolas en un papel de sabio marinero gallego hecho a su medida.

Desde el punto de vista narrativo, la historia relatada en Pasión en el mar no deja de ser un larguísimo flashback cuyo trágico e incendiario desenlace no debe hacernos olvidar que la acción había comenzado con Carmelo y la casta Gloria (María Rivas) disfrutando de los alegres bailes de la romería de la Virgen de la Cinta, en las inmediaciones de la Ermita del mismo nombre, por lo que el final no es tan funesto como las llamas que devoran las endebles chozas harían pensar, sino un mero acto de justicia poética del que Alicia y Jorge salen indemnes por el poder redentor de la pasión que se profesan y cuya única víctima propiciatoria es el taimado Vicente, un ser absolutamente incapaz de amar y por ello digno de morir como el diablo que fue en vida.


miércoles, 27 de junio de 2018

Sicario (2015)














Director: Denis Villeneuve
EE.UU., 2015, 121 minutos



¿Qué hace un canadiense francófono en la frontera entre Estados Unidos y Méjico? Pues dirigir eso que se suele llamar un thriller intenso a propósito de las complejas redes de narcotráfico que operan en aquella zona: con Sicario (2015) el québécois Denis Villeneuve afrontaba su tercer largometraje en Hollywood, escrito por Taylor Sheridan (el mismo guionista que triunfaría poco después con Comanchería) y protagonizado por Emily Blunt, Josh Brolin y, sobre todo, por un Benicio Del Toro que borda su papel de justiciero vindicador (de hecho, optó al BAFTA como mejor actor de reparto).

Ni que decir tiene que el punto de vista adoptado en una película de tales características tiende a subrayar la supremacía del norte frente al sur empobrecido y corrupto. Y aunque también haya elementos de las altas instancias estadounidenses que se dejen tentar por las corruptelas que genera el suculento "negocio" de la droga, lo cierto es que, en líneas generales, son los personajes latinos, frente a la íntegra agente Macer (Blunt), los que salen peor parados en el retrato que se hace de ellos.



Maniqueísmo hasta cierto punto "normal" tratándose de un filme de acción, pero que pone de manifiesto la poca o nula voluntad de cambiar determinados clichés por parte de las majors de la Meca del cine. Lo mismo da: estamos frente a un producto diseñado conforme a unos determinados parámetros repetidos hasta la saciedad en años recientes, probablemente como consecuencia de la política adoptada por la administración americana en materia de seguridad. Una, en cierto modo, sensación de déjà vu que nos hace relacionar enseguida determinadas escenas de Sicario con filmes como La noche mas oscura (2012) de Katryn Bigelow o El francotirador (2014) de Clint Eastwood.

Ya en el plano de las distinciones de las que fue merecedora la producción, Sicario obtuvo tres nominaciones en la edición de los premios Oscar de 2016, todas ellas del ámbito técnico: mejor fotografía para Roger Deakins; mejor banda sonora para el islandés (recientemente desaparecido) Jóhann Jóhannsson y mejor sonido para Alan Robert Murray. No se hizo con ninguno de los galardones, que fueron a parar, respectivamente a El renacido (Emmanuel Lubezki), Los odiosos ocho (Ennio Morricone) y la sobrevalorada Mad Max: Furia en la carretera.


martes, 26 de junio de 2018

La alegría (1950)




Título original: Till glädje
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1950, 97 minutos

La alegría (1950) de Bergman


Comenzando por el desenlace y en claro contraste con su título, La alegría (1950) se abre con la terrible noticia del fallecimiento de la protagonista femenina y de su hija a consecuencia de una explosión de gas. A partir de ese instante, el marido, violinista en una orquesta sinfónica al igual que su difunta esposa, se retrotraerá en el tiempo para rememorar los momentos más relevantes de su vida en común.

Stig (Stig Olin) y Marta (Maj-Britt Nilsson)


Que no son demasiados, todo hay que decirlo, a juzgar por el carácter atormentado de ambos: ella (Maj-Britt Nilsson) acabará rechazando cualquier contacto carnal con el hombre como consecuencia de una educación excesivamente puritana; él (Stig Olin) termina en los brazos de una mujer más sensual, sí, lo cual no significa que lo haga más feliz.

Nelly (Margit Carlqvist) y Stig


En su habitual línea de intensidad dramática, Bergman perfila un sólido retablo en el que la introspección de los personajes viene dada por el abrumador protagonismo de la música, una banda sonora formada por piezas de Mendelssohn, Mozart, Smetana y, sobre todo, Beethoven, cuya Novena sinfonía marcará el clímax en un soberbio desenlace en el que las notas del Himno a la alegría traducen la emoción que las palabras no alcanzan a expresar, en perfecta simbiosis con la vehemencia de las imágenes: un conjunto y coros magistralmente liderados bajo la batuta de Victor Sjöström, vieja gloria del cine mudo que aquí encarna a un quisquilloso director de orquesta y que, un lustro después, protagonizará la extraordinaria Fresas salvajes (1957).

Stig y Sönderby (Victor Sjöström)

The Florida Project (2017)




Director: Sean Baker
EE.UU., 2017, 111 minutos

The Florida Project (2017) de Sean Baker


En su reciente libro Paraísos perdidos: la infancia en 50 películas, el periodista y crítico cinematográfico Jordi Picatoste lleva a cabo un recorrido a través de los títulos más significativos de la historia del cine que han abordado el tema de la niñez. En ediciones sucesivas, a buen seguro que la ya de por sí exhaustiva lista de filmes analizados se verá enriquecida con nuevas incorporaciones como The Florida Project, drama hiperrealista que explora las sombras del universo Disney y que le valió a Willem Dafoe una nominación al Oscar, materia esta última (la de los premios concedidos por la Academia de Hollywood) en la que, por cierto, el propio Picatoste es un consumado especialista.

Sea como fuere, lo que enseguida salta a la vista es que el director Sean Baker ha bebido de unas fuentes de inspiración muy concretas (a las que el filme alude en mil y una referencias fácilmente reconocibles para cualquier espectador medianamente cinéfilo) y que el cineasta sabe llevarse al terreno de la América real con notable habilidad.



Por ejemplo, es inevitable no pensar en Los cuatrocientos golpes (1959) cuando, en la escena final, la pequeña Moonee arranque a correr junto con su mejor amiga. Manera de concluir la puesta en escena que no es la única similitud con la obra maestra de Truffaut, toda vez que ambas historias comparten un mismo punto de vista: el de la sordidez del mundo de los adultos contemplada desde la inocencia de la mirada infantil. Aunque, en ese aspecto, el contexto social en el que vive Moonee sea todavía más degradado que el de Antoine Doinel: paradójicamente, el colorido de Florida esconde una realidad mucho más gris que el París en blanco y negro de la Nouvelle vague.

Y si en algún momento la madre de la criatura (interpretada por Bria Vinaite) pudiera suscitar nuestra simpatía como espíritu libre que vive al margen de las convenciones sociales, es prácticamente imposible no sentir repugnancia hacia el personaje a partir de la secuencia en la que agrede a la madre de Scooty delante del niño: punto de inflexión en el que tomamos repentinamente conciencia de lo grave de la situación en contraste con la relativa normalidad con la que, hasta ese preciso instante, se habían presentado los hechos. De ahí el momento catártico que suponen las lágrimas de Moonee cuando vaya a buscar a Jancey: recurso del que también se vale Carla Simón en Estiu 1993 y que marca el despertar de la niña desde la zona de aparente confort en que vivía instalada. Por eso, remedando el planteamiento de El Mago de Oz, las dos amigas deciden huir más allá del arco iris en busca de su particular Ciudad Esmeralda: el castillo de Disney World que se divisa en lontananza y donde tal vez logren dar esquinazo a las "inquietantes" funcionarias de los servicios sociales.

Somewhere over the Rainbow...

lunes, 25 de junio de 2018

Cuadrilátero (1970)




Director: Eloy de la Iglesia
España, 1970, 90 minutos

Cuadrilátero (1970) de Eloy de la Iglesia


Tras un arranque notable, con un tema jazzístico a cargo del mismísimo Jesús Franco sonando de fondo, la fuerza de Cuadrilátero se irá, sin embargo, desbravando a medida que avancen sus casi noventa minutos de metraje. Lo cual es, sin duda, una lástima, habida cuenta del magnífico reparto con el que contó la película: José María Prada, el alemán Gérard Tichy, el estadounidense Dean Selmier, la argentina Rosanna Yanni, Irene Daina y hasta un campeón del mundo de los pesos pluma: el hispanocubano José Legrá.

Pese a tratarse de un encargo, el director Eloy de la Iglesia deja su personal impronta con una recurrente obsesión por filmar el rostro de los intérpretes en primer plano, recurso que hoy puede parecer más bien ingenuo, pero que en el contexto de un cineasta que luchaba por abrirse camino cuando su carrera apenas sí estaba en ciernes revela su ímpetu por desmarcarse del estilo entonces imperante en un cine español que languidecía a base de insípidas producciones comerciales al servicio del landismo y la habitual cáfila de cómicos patrios.

Valdés (Dean Selmier)

En ese aspecto, la puesta en escena de Cuadrilátero permite entrever la firme voluntad de su joven realizador (a la sazón, Eloy de la Iglesia contaba con apenas veintiséis años, aunque ya había dirigido un par de largometrajes) de emparentar con un determinado cine americano, del que Cuerpo y alma (1947) de Robert Rossen o El ídolo de barro (1949) de Mark Robson serían los referentes clásicos. Sin olvidar, claro está, el precedente local que había supuesto la incursión de Mario Camus en los ambientes pugilísticos mediante Young Sánchez (1964), adaptación del relato homónimo de Ignacio Aldecoa.

Atreverse a hablar de relaciones extramaritales como las que protagonizan Óscar (Gérard Tichy) y los aspirantes a héroe del ring que el arrogante apoderado acoge bajo su égida, así como la violencia soterrada (más tarde explícita) a que ello acabará dando pie, son sólo algunos de los rasgos definitorios de esa nueva manera de hacer cine, titubeante aún y por pulir, pero de la que, en cierta manera, tomarán el relevo, ya en la década siguiente, jóvenes talentos como el Almodóvar de Matador (1986).


Las guardianas (2017)




Título original: Les gardiennes
Director: Xavier Beauvois
Suiza/Francia, 2017, 138 minutos

Las guardianas (2017)


A sus apenas cincuenta años, el actor y director Xavier Beauvois va camino de convertirse en una de las voces más singulares del cine francés. Como intérprete hace poco que lo veíamos en Un sol interior de Claire Denis, mientras que el penúltimo de los diez títulos que hasta la fecha ha dirigido, la comedia negra El precio de la fama, se remonta a 2014: clicando sobre la etiqueta que lleva su nombre al final de esta entrada accederéis al comentario que, en su día, dedicamos a ambas películas. 

Aunque el filme que, sin duda, le ha valido un mayor reconocimiento por parte de crítica y público es De dioses y hombres (2010), aquella reposada cinta sobre las tribulaciones de una comunidad de frailes que decidía arriesgarse a permanecer en suelo argelino durante los aciagos días del fundamentalismo islámico.

Y es curioso porque en Las guardianas, la que, de momento, es la más reciente de sus incursiones en la dirección, parece haber recuperado aquel mismo tempo narrativo lánguido y sereno, ahora para centrarse en la labor de un grupo de mujeres en la retaguardia mientras sus maridos, hermanos e hijos se juegan la vida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

Para interpretar a la adusta Hortense, la actriz Nathalie Baye
(izquierda) no ha dudado en avejentar su apariencia física


Por el retrato que lleva a cabo, en pleno contexto rural, a propósito de un matriarcado que debe apañárselas para sobrevivir sin presencia masculina a resultas de un conflicto armado que reclama sus servicios, la película de Beauvois presenta no pocas similitudes con la reciente La mujer que sabía leer. Y no sólo por el tema, sino también, a nivel visual, por una dirección de fotografía claramente inspirada en el universo pictórico de las espigadores de Millet.

"La guerra de los hombres / La batalla de las mujeres": el eslogan publicitario de Les gardiennes resume certeramente cuáles han sido las intenciones de su director a la hora de adaptar la novela homónima de Ernest Pérochon (1885-1942). Un texto que data de 1924 y cuya versión cinematográfica protagonizan Nathalie Baye (Hortense) y Laura Smet (Solange), madre e hija en la ficción y en la vida real: de hecho, casualidades del destino, el estreno de la película en Francia coincidió con el fallecimiento de Johnny Hallyday, exmarido y padre, respectivamente, de las susodichas.

Madre e hija: Nathalie Baye (Hortense) y Laura Smet (Solange)

domingo, 24 de junio de 2018

Tres amores extraños (1949)




Título original: Törst
Título alternativo: La sed
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1949, 84 minutos

Tres amores extraños/La sed (1949)


A pesar de que también se la conoce como La sed, el título Tres amores extraños refleja el origen literario de un guion que, cosa insólita en el director sueco, no fue escrito por el propio Bergman. Así pues, lo que, en un principio, eran tres relatos de Birgit Tengroth (1915–1983) se acabaría convirtiendo en una película que prefigura algunos de los temas de la filmografía posterior del cineasta.

La base de la trama la forma el regreso en tren desde Italia de un matrimonio que no atraviesa su mejor momento. Al margen de las rencillas que broten entre ambos, alimentadas por el hecho de que la acción transcurre en el espacio minúsculo de un compartimento, es interesante la secuencia en la que hacen escala en Basilea: acuciados por el hambre, cientos de refugiados alemanes se agolpan en la ventanilla del vagón implorando algunos de los víveres que la pareja lleva consigo. Apenas un detalle en la línea sobrecogedora que marcará el estilo bergmaniano, pero que nos recuerda que la contienda mundial había finalizado poco antes.



Las otras dos historias, interpretadas por Birgit Tengroth, la autora del texto, muestran a una mujer sucesivamente acosada por un psiquiatra y por una antigua compañera de colegio, por lo que, desesperada, acaba arrojándose a las aguas del río. Momento de gran delicadeza lírica, dado que Bergman opta por dejar el suicidio fuera de campo: apenas el sonido del cuerpo al impactar contra la superficie y unas ondas en el agua nos hacen deducir el fatal desenlace.

Y entonces llega lo más divertido (o no...): el proyector de subtítulos de la sala Laya de la Filmoteca decide estropearse. Tras unos minutos de espera, el personal advierte que la avería no va a tener remedio, de modo que el pase continuará única y exclusivamente en versión original... La inmensa mayoría de espectadores opta por marcharse (y eso que la sala estaba llena hasta los topes). Pero rendirse es de cobardes y resistir es vencer, así que somos de los pocos que deciden quedarse hasta el final. Lo cual no deja de tener su gracia, teniendo en cuenta que el cine nórdico acostumbra a ser parco en diálogos y que una imagen vale más que mil palabras (sobre todo si son en sueco...)


La batalla del domingo (1963)




Director: Luis Marquina
España, 1963, 99 minutos

La batalla del domingo (1963) de Luis Marquina


Más que una película, La batalla del domingo fue un publirreportaje, un panegírico narrado por Matías Prats que hoy sólo sería posible como especial televisivo (y aun ni eso). Se trata de un formato típico de una época en la que la política oficial del Régimen podría resumirse bajo el lema "pan y fútbol" y cuyo ídolo indiscutible, Alfredo Di Stéfano, capitaneaba el buque insignia madridista a lo largo y ancho del solar patrio e incluso del europeo, adonde el equipo blanco se paseaba ganando las copas por docenas.

Para 1963, sin embargo, la saeta rubia era ya un delantero en horas bajas y su traspaso al Espanyol de Barcelona no tardaría mucho en llegar. Es por ello que el filme desprende una cierta aura de despedida, sobre todo cuando, en la primera y en la última escenas, el jugador contempla las gradas vacías del Santiago Bernabéu.



No puede decirse que Di Stéfano poseyera unas grandes dotes interpretativas: lo suyo era el balón y así queda claro desde el minuto uno. En su lugar, y dadas las carencias expresivas del protagonista, son el resto de intérpretes quienes llevan la iniciativa en una serie de situaciones, a cuál más estrambótica, para repasar su trayectoria en clave humorística. Antonio Garisa, por ejemplo, será Mister Thompson, un productor cinematográfico claramente inspirado en la figura del mítico Samuel Bronston y empeñado en llevar a la pantalla la vida del futbolista. Y Mary Santpere, que en Once pares de botas era una criada que escuchaba tras las puertas, comenzará siendo la guionista de la futura superproducción para terminar encandilada por las costumbres españolas y su gastronomía (incluido el aceite de oliva, que antes aborrecía).

Y como el argumento era un mero pretexto para que el hispanoargentino luciese en todo su esplendor, los secundarios irán desfilando hasta completar los casi cien minutos de metraje. Aparte de los arriba mencionados, cabe destacar la presencia de Ismael Merlo haciendo de gánster, Manolo Gómez Bur como mánager del jugador, Félix Fernández encarnando al viejo conserje del estadio y un largo etcétera que incluye a Agustín González, Manuel Alexandre, Queta Claver, Ángel de Andrés o la venerable Isabel Garcés.

Junto a doña Aurorita (Isabel Garcés)

sábado, 23 de junio de 2018

El valle de las muñecas (1967)




Título original: Valley of the Dolls
Director: Mark Robson
EE.UU., 1967, 123 minutos

El valle de las muñecas (1967) de Mark Robson


En el argot norteamericano de los narcóticos, durante los ácidos días de la ya de por sí convulsa década de los sesenta, la metadona era conocida como doll ('muñeca') dada su similitud fonética con Dolophine, marca bajo la que dicha droga era comercializada. De ahí que el, en apariencia, inocente título del best-seller de Jacqueline Susann (1918–1974) se preste a un juego de palabras más que revelador, en alusión a las adicciones en las que tanto viejas glorias como aspirantes al estrellato se verán atrapadas.

La adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por el canadiense Mark Robson, supuso un sonado éxito de taquilla pese a ser mucho más light en su contenido que el libro, llegando a recaudar cincuenta millones de dólares en todo el mundo (rodarla había costado cinco...) La banda sonora, por otra parte, a cargo de John Williams, le valió al compositor la primera de la larga serie de nominaciones que atesora. Sin embargo, ni la crítica ni el paso del tiempo han sido clementes con una cinta que, tres años después de su estreno, tendría una secuela dirigida por Russ Meyer: Más allá del valle de las muñecas (1970).



De lo primero no hay por qué sorprenderse, habida cuenta de la absoluta falta de credibilidad de unas interpretaciones que han hecho que la película figure habitualmente en las listas de peores filmes de la historia. Y de cómo el más de medio siglo transcurrido desde su estreno tampoco ha contribuido a revalorizarla dan fe los abultados tupés esculpidos a golpe de laca que lucen las actrices, entre las que destaca la hermosa Sharon Tate, ajena al aciago final que le esperaba, en un papel inspirado parcialmente en Marilyn Monroe.

Porque, siguiendo la senda marcada previamente por títulos como Ha nacido una estrella, ése había de ser el atractivo de una historia basada en las biografías de algunas de las "muñecas rotas" más célebres de Hollywood, con Judy Garland a la cabeza, quien, irónicamente, se rumorea que fue despedida del set de rodaje de Valley of the Dolls por culpa de la misma dependencia del alcohol y las pastillas que se pretendía reflejar en la pantalla. Su puesto lo ocuparía Susan Hayward, encargada de dar vida a Helen Lawson: una artista en horas bajas, pero dispuesta a todo con tal de mantener a ralla a las jóvenes arribistas que se disputan su reinado.


Once pares de botas (1954)




Director: Francisco Rovira Beleta
España, 1954, 96 minutos

Once pares de botas (1954)
de Rovira Beleta


Decir Once pares de botas suena tan contundente como decir once pares de "narices" o algo todavía más fuerte. Que los eventos futbolísticos suelen ir acompañados de altas dosis de testosterona. Sabedor seguramente de ello, Rovira Beleta quiso darle a esta película un cierto toque femenino haciendo que parte del protagonismo dependiese de dos mujeres y una farola...

Efectivamente, las mujeres fueron Mari Carmen Pardo, que interpreta a la hija de un directivo y Elisa Montés, quien encarna a una intrépida reportera. Y en cuanto a la farola cuya voz en off narra la película (aquí Rovira Beleta quiso, sin duda, superar la proeza de Billy Wilder en Sunset Boulevard donde esa misma labor le correspondía a un cadáver flotando en una piscina) se trata, ni más ni menos, que de la monumental pieza art déco ubicada al principio de la Rambla de Canaletes.



Aun así, y al margen de su innegable tono festivo, si por algo llama hoy en día la atención un filme de tales características no es tanto por ver a los ases del esférico de aquel lejano 1954, sino por los roles tan marcadamente machistas de una sociedad en la que ellas estaban prácticamente predestinadas a llevar una existencia sumisa a la sombra del varón. Por eso tiene tanto mérito que Rovira Beleta ridiculizase dicha situación en la escena en la que un avasallador y bastante pueril Manolo Morán (acérrimo hincha del imaginario Hispania Club de Fútbol) apremia a su abnegada esposa para que le sirva la comida porque no quiere llegar tarde al partido.

Y en cuanto al argumento, y a pesar de que, en principio, no parece ser lo primordial en una cinta que usaba como reclamo a figuras de la talla de Ramallets, Aldecoa, Samitier e incluso Di Stéfano y Kubala, sí que resulta destacable el hecho de que el equipo de guionistas no quisiera dejarse en el tintero aspectos menos agradables como la compra de partidos (con un par de futbolistas que se dejan untar por el rival) o las estrecheces económicas de quienes un día fueron estrellas (caso de Martín), así como el vínculo entre deporte, religión y prácticas supersticiosas, tal y como queda patente cuando el párroco don Roque (Pepe Isbert) recomienda a su monaguillo que le ponga una vela a San Isidro si marca la selección española o a Santa Rita, patrona de los imposibles, en caso de que lo hiciera el equipo contrario.

José Suárez en el papel de Ariza

viernes, 22 de junio de 2018

Cosas de la edad (2017)




Título original: Rock'n Roll
Director: Guillaume Canet
Francia, 2017, 123 minutos

Cosas de la edad (2017) de Guillaume Canet


La tan cacareada crisis de los cuarenta le ha servido al actor y director Guillaume Canet para autoparodiarse en la última película que dirige y protagoniza, una comedia irreverente que entre nosotros pierde su icónico título originario (Rock'n Roll) en beneficio del más convencional Cosas de la edad. Y, pese a que son él mismo y su mujer Marion Cotillard el centro de interés en torno al cual gira la acción, no resulta, sin embargo, complicado hallar similitudes con modelos semejantes que tal vez podrían haber servido como inspiración. Así, a bote pronto, son tres los que se nos ocurren.

En primer lugar, viendo a Canet con esas gafas de pasta que luce en algunas escenas, es fácil pensar enseguida en el Woody Allen torpe y acuciado por las mismas obsesiones de los filmes que solía coprotagonizar junto a las actrices (Mia Farrow, Diane Keaton...) con las que por aquel entonces formaba pareja artística y sentimental. Así pues, toda la subtrama ligada a sus infructuosos intentos por presentarse ante Camille Rowe como el actor joven y atractivo que ya no es posee un innegable toque de antihéroe a lo Allen.

Guillaume Canet y Camille Rowe

Claro que las escenas de matrimonio, rodadas en el domicilio conyugal, remiten directamente al universo creado por John Cassavetes en compañía de Gena Rowlands, quienes, por ejemplo, en Opening Night (1977) también interpretaban a una pareja de actores. Es en esa línea, entre histriónica y surrealista, que podrían entenderse las secuencias de una Marion Cotillard empecinada en imitar a la perfección el acento quebequés para intervenir en el próximo proyecto de Xavier Dolan o capaz de metamorfosearse en Céline Dion en uno de los momentos más delirantes de la película.

No tan antiguo, y citado expresamente, es el filme Ma femme est une actrice, dirigido por Yvan Attal en 2001, actor-productor, al igual que su hermano Alain, a ambos lados de la cámara en Rock'n Roll, y con la que plantea algunos paralelismos en lo referente a la no siempre fácil convivencia (en aquel caso junto a Charlotte Gainsbourg) entre un hombre y una estrella que le supera en fama: en ese aspecto, es muy sintomática la escena en la que, la misma noche en que su marido ve cómo el César a mejor actor va a parar a Pierre Niney, Marion Cotillard obtiene su cuarto galardón, ideal para ser utilizado como pata de la mesa del salón...

Parece Joaquín Reyes, pero es Guillaume Canet junto a su esposa

Por último, más que un modelo propiamente dicho, en el progresivo cambio físico experimentado por Cantet como consecuencia de las múltiples intervenciones de cirugía estética a las que se somete habría que ver la sátira de personalidades del mundo del espectáculo como Mickey Rourke, Sylvester Stallone o, en clave francesa, el desaparecido Johnny Hallyday, quien se prestó a interpretarse a sí mismo en una escena un tanto onírica que supondría el penúltimo papel de su carrera.

Quizá sea por lo que tiene de comedia generacional, pero lo cierto es que se escucha muchísima música a lo largo de las más de dos horas de metraje de Cosas de la edad, desde las melifluas baladas de Demis Roussos hasta la incombustible "Ça plane pour moi", popularizada en su día por el belga Plastic Bertrand y que en esta ocasión interpreta el propio Guillaume Canet como sarao y fin de fiesta de una comedia más profunda de lo que parece sobre los peligros de no saber envejecer.


jueves, 21 de junio de 2018

Prisión (1949)




Título original: Fängelse
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1949, 79 minutos

Prisión (1949) de Ingmar Bergman


Un hombre camina por un sendero... A través de un descampado solitario, avanza hasta alcanzar su destino: unos estudios cinematográficos donde se está rodando una película. El individuo en cuestión es un viejo profesor de matemáticas recién salido de un manicomio; el director, su antiguo alumno. Y el proyecto que le va a proponer resulta tan tentador como extraño: el diablo confiesa la existencia del infierno, que sería nuestro propio mundo...

Afrontar cualquier filme de Bergman suele ser una experiencia entre críptica y desasosegante. Prisión no fue el primero de su larga filmografía (ya había rodado cinco largometrajes previamente), pero sí que inaugura las hondas preocupaciones metafísicas del director sueco, cuyo centenario, por cierto, se cumplirá el próximo 14 de julio, una fecha tan revolucionaria como su propio cine.



Son, tal vez, las escenas oníricas, con ese aire de pesadilla que anuncia lo que va a ser una constante estilística en buena parte de su carrera, las más interesantes de Fängelse, aunque los títulos de crédito, leídos en voz alta por Hasse Ekman mientras la cámara avanza a través de una calle de Estocolmo, resultan también de una modernidad apabullante.

Cine dentro del cine, las secuencias que presenciamos no sólo podrían corresponder a la película proyectada por el profesor, sino que, en el cuarto que comparten en la pensión, Thomas (Birger Malmsten) proyecta para Birgitta Carolina (Doris Svedlund) un cortometraje mudo de resonancias chaplinescas que remite directamente a los orígenes teatrales del cineasta.


miércoles, 20 de junio de 2018

Los 50 son los nuevos 30 (2017)




Título original: Marie-Francine
Directora: Valérie Lemercier
Francia/Bélgica, 2017, 95 minutos

Los 50 son los nuevos 30 (2017)


Directora e intérprete, Valérie Lemercier presenta en su última comedia una situación muy similar a la que hace un par de años planteaba Éric Lavaine en Vuelta a casa de mi madre (2016). Y que, a su vez, remite en parte al ya clásico Tanguy (2001) de Étienne Chatiliez. Lo cual confirma la tendencia del cine francés a tirar de fórmulas fijas cuyo éxito parece asegurado de antemano, quizá porque conectan plenamente con cambios sociales que están redibujando el concepto clásico de familia, así como la edad y las relaciones de pareja.

Los 50 son los nuevos 30... reza el poco afortunado título español de Marie-Francine. Su protagonista, encarnada por la propia realizadora, es torpe, fea y pasada de moda, con lo que rompe por partida triple el cliché establecido por las heroínas fílmicas al uso. Y encima la han echado del trabajo y su marido la deja por una treintañera. En ese sentido, el filme que nos ocupa se inscribe en otra corriente, más amplia y de alcance internacional, cuyo modelo referencial sería El diario de Bridget Jones (2001) de Sharon Maguire y de la que, por esos "azares" de la cartelera, se acaba de estrenar otro espécimen: I Feel Pretty (2018) de Abby Kohn y Marc Silverstein.


Imagen promocional claramente inspirada en el cartel de Tanguy

Evidentemente, los personajes de una película de tales características responden a un perfil muy extremado: los padres maniáticos, conservadores e hipócritas, incapaces de asumir la mayoría de edad de su hija; el marido egoísta que no tiene en cuenta los sentimientos de su mujer, a la que abandona caprichosamente para luego requerirla de nuevo; el "príncipe azul" que, bajo la apariencia de chef de origen portugués, aparecerá para rescatar a Marie-Francine de la monotonía... Todo ello en aras de una vis cómica acentuada por el hecho de que Lemercier interpreta también a Marie-Noëlle, la hermana gemela de la protagonista.

Al margen de lo logrado o no que pueda resultar el conjunto, quizá lo más llamativo sean las múltiples y variadas referencias cinéfilas y musicales que contiene, sobre todo a través de su banda sonora, en la que conviven piezas de Moustaki, Aznavour y hasta Julio Iglesias con la Danza macabra de Saint-Saënts, los fados de Amália Rodrigues y el apasionado tema central de Los paraguas de Cherburgo. Mejunje variopinto y heteróclito coronado por una guinda de lo más ochentero: "L'amour c'est comme une cigarette", perla que hiciera célebre Sylvie Vartan y cuya letra, amén de ser entonada por madre e hijas en una de las escenas culminantes, resume a la perfección el mensaje entre optimista y melancólico de la película.


Normandía al desnudo (2018)















Título original: Normandie nue
Director: Philippe Le Guay
Francia, 2018, 105 minutos

Normandía al desnudo (2018)

Normandía al desnudo es una de esas comedias reto en las que una comunidad se ve forzada a superar un peliagudo dilema: ¿deben los vecinos de Mêle-sur-Sarthe, la mayoría ganaderos acuciados por los efectos de la crisis económica, aceptar la suculenta oferta de un excéntrico fotógrafo americano que pretende retratarlos a todos desnudos en mitad de un idílico prado? 

Su director, el francés Philippe Le Guay, parece muy dado a las disyuntivas de grupo, toda vez que en Las chicas de la 6ª planta (2010) centraba su interés en la evolución que experimenta un corredor de bolsa del París de los años sesenta al frecuentar a unas simpáticas criadas españolas instaladas en la buhardilla de su mismo edificio.



En esta ocasión, son varios habitantes del pueblo los que tendrán que vencer algún tipo de reticencia: el candoroso carnicero (Grégory Gadebois), un farmacéutico de lo más reaccionario (Philippe Duquesne) y hasta, en otro orden de cosas, un parisino tan convencido de las bondades de residir en el campo junto con su familia que se empeña en negar las múltiples alergias que ello le provoca (François-Xavier Demaison).

Al frente de todos ellos, el carismático alcalde Balbuzard (François Cluzet) representa la tenacidad del líder capaz de aglutinar en torno a su figura el consenso necesario para sacar a la aldea de la apatía en la que vive instalada desde hace décadas. Un hombre que, sin embargo, también atraviesa sus propios altibajos al ver cómo tanta implicación no siempre se traduce en agradecimiento por parte de sus paisanos.


domingo, 17 de junio de 2018

La teoría del todo (2014)




Título original: The Theory of Everything
Director: James Marsh
Reino Unido/EE.UU./Japón, 2014, 123 minutos

La teoría del todo (2014) de James Marsh


Por paradójico que parezca, hay películas en las que lo cinematográfico queda en un segundo plano: surgidas del empeño por convertir la vida de alguna celebridad en materia fílmica, al final, este tipo de proyectos, conocidos en la jerga cinéfila como biopics, acaban siendo vehículos al servicio de las excepcionales dotes interpretativas del actor o actriz encargados de meterse en la piel del personaje en cuestión. Como Ray (Taylor Hackford, 2004) o La vie en rose (Olivier Dahan, 2007), The Theory of Everything formaría parte de dicha nómina. A la cual podríamos añadir el Gandhi (1982) de Lord Richard Attenborough, por citar algún ejemplo anterior en el tiempo.

¿Significa eso que la ardua tarea llevada a cabo, respectivamente, por Jamie Foxx, Marion Cotillard, Eddie Redmayne o Ben Kingsley carece de mérito? No, ni mucho menos: que la mímesis, como ya estableció Aristóteles, es fin esencial del arte. Sin embargo, hay un detalle que conviene no pasar por alto: todos ellos, sin excepción, fueron merecedores del Oscar (y aun del Globo de Oro e, incluso, del BAFTA). Y ya se sabe que los premios son el más poderoso mecanismo de promoción del que se ha dotado la industria para publicitar sus películas.

Hawking (Eddie Redmayne) y sus hijos

¿Cómo puede uno, por tanto, tomarse mínimamente en serio La teoría del todo después de que Pasolini y otros autores realizasen la mayor parte de sus obras maestras con el único concurso de actores no profesionales? Evidentemente, no hay ni punto de comparación posible entre uno y otro planteamiento, aunque es muy probable que para cualquiera que se tenga a sí mismo por cinéfilo el centro de interés gravite en torno al mensaje y, en menor medida, alrededor de la habilidad del intérprete para metamorfosearse.

Dicho lo cual, llegamos al caso concreto de la película que nos ocupa. Y, ¿qué es lo que encontramos? Pues, precisamente, muchas intimidades y poca ciencia. Porque, en su afán vulgarizador de llegar a todo tipo de públicos, los responsables del mismo deben de haber considerado más interesante centrarse en aspectos de tipo personal (la vida afectiva y familiar de Stephen Hawking, los primeros síntomas y la evolución posterior de su enfermedad degenerativa...) que no profundizar en ninguna de las trascendentales teorías que formuló, por lo que el título elegido se nos antoja más bien equívoco y un tanto tramposo. Aun así, si juzgamos la mayoría de cintas que han abordado la figura de alguna personalidad importante del ámbito científico, entre ellos los filmes sobre Pasteur (el de Sacha Guitry de 1935 y el de William Dieterle del 36), Marie Curie (Marie Noëlle, 2016) o Una mente maravillosa (Ron Howard, 2001), veremos que el denominador común en la mayoría de casos es que lo humano tiende a imponerse sobre lo erudito.

Los auténticos Stephen y Jane Hawking en 1965 (izquierda)