sábado, 18 de agosto de 2018

La mujer del ministro (1981)















Director: Eloy de la Iglesia
España/Méjico, 1981, 114 minutos



La sordidez habitual del cine de Eloy de la Iglesia se daba de nuevo cita en La mujer del ministro, uno de esos engendros a los que el malogrado director vasco era tan aficionado y que sólo superó en cutrerío José Antonio de la Loma con la saga de Perros callejeros. Aunque el calificativo quinqui no sería, en este caso, el que mejor se ajusta a la película que nos ocupa, dado el trasfondo político de una trama ambientada en plena Transición, por lo que más bien convendría hablar de híbrido a medio camino entre otras producciones suyas como El diputado (1978) y Navajeros (1980).

Uno de los detalles que llama enseguida la atención es que, pese a haberse evitado cuidadosamente el mencionar nombres propios de personalidades o agrupaciones de la vida pública española del momento, resulta de una claridad meridiana ponerle cara a todas y cada una de las alusiones que se llevan a cabo a lo largo de sus casi dos horas de metraje. Así, cada vez que se habla de grupo terrorista es fácil comprender que el referente oculto sería ETA o el GRAPO. Y en cuanto al ministro Fernández Herrador (Simón Andreu) y al aparato que lo rodea parece evidente que se trata de un trasunto de la antigua UCD (Unión de Centro Democrático), en aquel entonces en el poder.



Por otra parte, lo de que la desconsolada esposa de un miembro del Ejecutivo (Amparo Muñoz) convierta a su jardinero (Manuel Torres) en su amante no deja de ser un burdo pretexto. En realidad, son muchos los temas de candente actualidad en 1981 de los que, directa o indirectamente, se hace eco el filme, tales como los secuestros de políticos, los escándalos de corrupción entre altos cargos del Gobierno, la guerra sucia contra el terrorismo, el paro o, incluso, el aborto.

Y también, como no podía ser menos, la drogadicción en tanto que punto flaco de una juventud desorientada. En ese aspecto, la presencia de "El Pirri", mítico personaje surgido del madrileño barrio de San Blas y rostro habitual como secundario en este tipo de cintas, contribuye a subrayar el carácter naturalista de una historia en la que ni nada ni nadie son lo que parecen, excepto el pobre yonqui, siempre encasillado en el mismo papel (a ambos lados de la pantalla) y que, con apenas 23 años, perdería la vida por sobredosis un aciago día de mayo de 1988.


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