domingo, 31 de diciembre de 2017

Cyrano de Bergerac (1923)




Título original: Cirano di Bergerac
Director: Augusto Genina
Italia/Francia, 1923, 113 minutos



Vous voyez la noirceur d’un long manteau qui traîne,
J’aperçois la blancheur d’une robe d’été :
Moi je ne suis qu’une ombre, et vous qu’une clarté !
Vous ignorez pour moi ce que sont ces minutes !
Si quelquefois je fus éloquent …

Edmond Rostand
Cyrano de Bergerac
Acto III, Escena VII

Nuestra segunda entrega a propósito de los Cyranos más notables que ha dado el celuloide nos lleva esta vez a la adaptación que realizara el italiano Augusto Genina en 1923. Más conocido entre nosotros por haber dirigido, a principios de los cuarenta, la producción bélica Sin novedad en el Alcázar, Genina fue, sin embargo, un habilidoso artesano ya desde la época del cine mudo, habiendo comenzado su andadura tras las cámaras en 1912, cuando apenas contaba veinte años. Addio, giovinezza!, basada en la pieza teatral de Camasio (y de la que llevó a cabo dos versiones, una en 1927 y otra, anterior, en 1918), es quizá uno de sus títulos más representativos en dicho período. Con el permiso del presente Cyrano de Bergerac, claro está...

Ante todo, hay que decir que el colorido de sus imágenes (fruto de un minucioso proceso que se prolongó durante casi tres años, consistente en pintar, fotograma a fotograma, las dos horas de metraje) es una gozada para los sentidos, sobre todo tras la restauración a que fue sometido el filme en 1999. Tonalidades muy vivas, de una textura que recuerda ligeramente la de las acuarelas y que, sin duda, debieron ser una de las bazas principales para el éxito de la película, doblemente fascinante gracias a la banda sonora que posteriormente compondría Kurt Kuenne.

Pierre Magnier caracterizado como Cyrano

Encanto que ha pervivido hasta nuestros días, toda vez que incluso Jean-Paul Rappeneau, director de la laureada versión que protagonizara Depardieu en los noventa, admite haberse inspirado en la puesta en escena de Genina. Lo cual no tiene nada de asombroso, habida cuenta de lo frustrante que podría haber sido un Cyrano, epítome de la elocuencia, mudo y desprovisto de su arma más letal. Escollo que el italiano eludió con nota valiéndose de los más variados ardides, desde sobreimprimir algunos versos en pantalla durante la célebre escena de los ejercicios de estilo a propósito de cómo describir una descomunal nariz hasta mostrar en imágenes los prolegómenos de la función teatral de Montfleury o el supuesto viaje a la luna del gascón con la ayuda de un imán gigante.

Un mito, el del narigudo locuaz, que, en definitiva, sigue y seguirá vivo mientras haya actores que, como Pierre Magnier entonces o Lluís Homar estos días en la cartelera barcelonesa, decidan meterse en la piel de un hombre que antepuso el penacho de su chambergo a cualquier otra gloria y el amor de Roxane a su propia vida.

« Mon panache... ! »

sábado, 30 de diciembre de 2017

Gertrud (1964)




Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1964, 116 minutos

Gertrud (1964) de Carl Theodor Dreyer


El año que está a punto de llegar se conmemorará, entre otras muchas efemérides, el medio siglo de la desaparición de uno de los realizadores más relevantes de todos los tiempos: el danés Carl Theodor Dreyer (1889–1968), quien, ligado, inevitablemente, a sus trabajos de la etapa muda, tras la llegada del sonoro aún tuvo ocasión de dirigir obras maestras como Dies Irae (1943) u Ordet (1955).

Sin embargo, para 1964, fecha de su canto del cisne, se puede decir que la época de esplendor de un cineasta de las características de Dreyer ya había finalizado. Efectivamente, ello se percibe muy a las claras en Gertrud, adaptación de la obra teatral homónima del dramaturgo de origen sueco Hjalmar Söderberg (1869–1941). Pese a ser premiada en Venecia, la película adolece de un planteamiento que denota el origen escénico del texto en el que se basa, con una contención por parte de los intérpretes rayana en el estilo zen de autores orientales como Ozu. Lo cual, en principio, no es nada malo, por supuesto, aunque sí que remite a un modo de hacer cine opuesto a las innovaciones que en ese mismo momento llegaban, sobre todo, desde Francia.



De todos modos, hay que conceder que ese ambiente caduco y algo decadente le iba de perlas a la historia de una mujer fuerte, dispuesta a separarse de su marido y, más tarde, de su amante a principios del siglo XX. Una parábola sobre la incomunicación, de largos silencios, miradas perdidas en lontananza y personajes que no llegan a mirarse a la cara, a veces ni a tocarse, marcando distancias hasta cuando comparten asiento en el sofá.

Es Gertrud también, por último, una compleja reflexión sobre la soledad, filmada con elegancia extrema y un tempo musical con cadencias de Schumann. Sus personajes tienen algo etéreo, pues más que moverse parece que floten, como salidos de un sueño enigmático, un poco al estilo, salvando las distancias, de lo que planteaba Hitchcock en Vértigo (1958). Huyendo de una puesta en escena naturalista, Dreyer estiliza los movimientos de cámara e ilumina los planos con un valor claramente expresivo, llegando a saturar de luz las secuencias que nos remiten a algún flashback. Todo lo cual contribuye a generar, conforme avance la acción, una cierta atmósfera de desasosiego, premonitoria del fin de sus propios días y con la que el director cerraba un capítulo excelso de la historia del cine. ¿Lo cerraba? ¿O tomaría el relevo Antonioni...?

Nina Pens Rode (Gertrud) y Baard Owe (Erland),
fallecido el pasado mes de noviembre

viernes, 29 de diciembre de 2017

Trumbo: La lista negra de Hollywood (2015)




Título original: Trumbo
Director: Jay Roach
EE.UU., 2015, 124 minutos

Trumbo (2015) de Jay Roach


No hay nobleza alguna en la muerte. Ni siquiera cuando mueres por defender el honor. Ni aun cuando seas el gran héroe de la humanidad. Ni aun cuando seas tan grande que tu nombre nunca sea olvidado y ¿quién es tan grande? Lo más importante es la vida, muchachos. Muertos no servís nada más que para los discursos. No os dejéis engañar más. No os deis por aludidos cuando os den palmadas en el hombro y os digan "vamos, tenemos que luchar por la libertad" o cualquier otra palabra.

Dalton Trumbo
Johnny cogió su fusil
Traducción de María Susana Eguía

Si hay un nombre que sobresale por encima del resto en la nómina de los Diez de Hollywood, ése es, sin lugar a dudas, el del guionista Dalton Trumbo. Paladín del pacifismo y miembro confeso del Partido Comunista, Trumbo (1905-1976) sería incluido a finales de la década de los cuarenta en la lista negra auspiciada por el Comité de Actividades Antiamericanas del senador MacCarthy. Lo cual, en términos prácticos, se tradujo en su destierro de las grandes producciones, a las que sólo regresaría eventualmente y bajo pseudónimo.

Es muy probable que el personaje real, fumador empedernido y adicto al trabajo, no fuese exactamente el entrañable padre de familia que por momentos se nos muestra en el biopic dirigido por Jay Roach. Pero ya se sabe lo que ocurre con este tipo de películas: en aras de ganarse las simpatías del espectador hay que obviar el lado oscuro del personaje para así darle mayor relieve a su heroísmo. En ese aspecto, Bryan Cranston borda el papel de represaliado que jamás llega a desdecirse de sus ideas ni, mucho menos aún, delatar a sus antiguos camaradas.



Dos son, a nuestro juicio, los momentos estelares en los que el intérprete pone de manifiesto su talento. Uno es el diálogo que mantiene con su hija en una de las escenas iniciales, cuando, preguntado por ésta sobre si ella es también comunista, le responde el padre con un test o más bien parábola a propósito de un sándwich de jamón y queso y sobre si la niña estaría dispuesta a compartirlo o no con alguien hambriento. El otro, ya al final, es el emotivo discurso que Trumbo dirige a la concurrencia con motivo de la concesión del premio Laurel: toda una muestra de cómo reivindicar sin acritud la memoria de aquéllos que todo lo perdieron por atreverse a pensar diferente.

¿La pega? Pues que representar en pantalla a estrellas tan icónicas como John Wayne o Edward G. Robinson mediante actores de hoy en día le resta credibilidad al producto, cosa que en el caso de Kirk Douglas se resuelve bastante mejor gracias al enorme parecido físico de Dean O'Gorman con el mítico intérprete de Espartaco.


El perro del hortelano (1996)




Directora: Pilar Miró
España/Portugal, 1996, 105 minutos

El perro del hortelano (1996) de Pilar Miró


ANARDA: ¡Válame Dios!
¿Tú quieres?
DIANA: ¿No soy mujer?
ANARDA: Sí, pero imagen de yelo
donde el mismo sol del cielo
podrá tocar y no arder.
DIANA: Pues esos yelos, Anarda,
dieron todos a los pies
de un hombre humilde...

Lope de Vega
El perro del hortelano
Jornada II, vv. 428-436

Cuando los planetas se alinean y todas las circunstancias son favorables, a veces (y, aun en esos casos, sólo en muy contadas ocasiones) se produce el milagro. Porque levantar un proyecto tan caro, basado en una obra clásica y, además, en verso no era empresa nada fácil. Pero ahí está El perro del hortelano, cada año que pasa un poco más hermosa, la película cumbre de una directora irrepetible, conjunción impecable de vestuario, localizaciones, fotografía y varias generaciones de actores, que van desde Blanca Portillo, en un papel muy secundario, hasta Rafael Alonso en el penúltimo trabajo de su carrera.

Es esta misma obra de Lope la que ayer tarde tuvimos ocasión de ver en el TNC (el montaje, a cargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, estará en cartel hasta el próximo 7 de enero): a juzgar por los muchos aplausos, vítores y demás ovaciones con que fueron despedidos los actores al término de la misma se diría que el resultado es más que notable, aunque (todo hay que decirlo) es de temer que la actual situación política y social que se está viviendo en Cataluña también tuviese algo que ver en la entusiasta respuesta por parte del público. En cualquier caso, y dejando a un lado cuestiones tan peliagudas, no deja de ser bastante gratuito el hecho de que Álvaro Tato, autor de la versión, haya trasladado la trama al siglo XVIII. En fin... Cosas peores se han visto... Por cierto: montaje y peli comparten un miembro del reparto. Se trata de Fernando Conde, el histriónico actor que diera sus primeros pasos en el seno de Martes y 13: en el celuloide fue el donaire Tristán y ahora (haciendo honor a su apellido) encarna al anciano conde Ludovico.



En lo que se refiere al filme de Pilar Miró, la química que se respira entre Emma Suárez (Diana) y Carmelo Gómez (Teodoro) es sencillamente memorable. Lo cual, unido a una puesta en escena que sabe sacarle un partido extraordinario a los palacios portugueses en los que se rodó la película, hace que los enredos del Siglo de Oro cobren de nuevo vida, más allá de la presunta frialdad retórica de las palabras del texto. Buena culpa de ello la tuvo Javier Aguirresarobe, sin cuya dirección de fotografía ni el colorido de los trajes de época ni los azulejos de Setúbal habrían lucido lo mismo.

¿Y todo este embrollo, por cierto, porque un criado no puede casarse con una condesa? Mucho ha cambiado el mundo desde aquellas rígidas convenciones sociales que condenaron al Fénix de los Ingenios a la servidumbre de secretario al servicio del Duque de Sessa. Baste decir que mucho de lo expuesto en El perro del hortelano debió basarse en las experiencias personales del propio Lope de Vega.


jueves, 28 de diciembre de 2017

Un marido a precio fijo (1942)




Director: Gonzalo Delgrás
España, 1942, 96 minutos

Un marido a precio fijo (1942)


Como era casi de rigor en el cine español de los años cuarenta, sobre todo tratándose de producciones Cifesa, todo lo que vemos en Un marido a precio fijo (1942) responde, punto por punto, a los dictados de unos estándares que venían marcados desde Hollywood. Así, por ejemplo, si analizamos a la pareja protagonista, veremos que él (Rafael Durán) podría ser Cary Grant y ella (Lina Yegros), Katharine Hepburn. Y lo mismo ocurre con el planteamiento, que no difiere gran cosa del de algunas comedias de George Cukor como La gran aventura de Silvia (1935). Es decir: una fierecilla de la alta sociedad, díscola y caprichosa heredera, que deberá ser domeñada por el galán cómico de turno.

También tiene su punto hitchcockiano el hecho de que la acción arranque y finalice en un tren, si bien aquí el escaso suspense queda eclipsado por los equívocos y giros de guion. Todo pasado, por supuesto, por el tamiz del cutrerío resultante de nuestra posguerra. Porque Estrella, la "Princesita del betún sintético" (Yegros), deja plantado a su prometido para darse a la fuga con el primero que encuentra. Sólo que el muchacho, una vez cobrados los sesenta mil francos del ala tras la ceremonia civil (se subraya, debidamente, que aún les falta la bendición eclesiástica), le paga con la misma moneda dejándola con un palmo de narices cuando su tren ya está en marcha.

Como se aprecia en este cartel, la película
puso de moda un nuevo baile: el Tipolino"

"Compuesta y sin marido", Estrella topa entonces con Miguel, un ladronzuelo buscavidas (Durán) que aceptará hacerse pasar por su esposo para que la "Princesita" pueda dar el pego ante su familia (y de ahí el título). Claro que el tal Miguel, a pesar de su barba y aspecto desaliñado, resultará tener un pasado...

Estrella (Lina Yegros) y Miguel (Rafael Durán)

Puestos a analizar su trasfondo, es muy llamativo que aunque se trate de una comedia de evasión de alto copete, de teléfonos blancos, de humor blanco y de frac negro, Un marido a precio fijo se atreva a apuntar temas tan delicados como la miseria en la que han terminado algunos excombatientes de la guerra. De Miguel, por ejemplo, se nos dice que fue teniente de aviación en el bando nacional y que luchó en los Pirineos: todo un vencedor robando carteras en los vagones de primera. Pero "los ladrones somos gente honrada", tal y como él mismo le dirá a Estrella parafraseando a Jardiel: con una habilidad notable, Margarita Robles (a la sazón guionista y esposa del director, Gonzalo Delgrás) se las ingenia para, mediante una pirueta un tanto forzada, eludir tan peliaguda cuestión: en realidad, Miguel es un reportero que se había hecho pasar por carterista para tener acceso a la rica heredera y así lograr una suculenta exclusiva. Y todos tan contentos. Cualquier cosa menos admitir que un héroe de la Cruzada malvivía en la España de Franco. Sin duda, una verdad incómoda inasumible en el 42. En ese sentido, aún habría de pasar más de una década para que Pedro Lazaga abordara parcialmente el tema en La patrulla (1954).


miércoles, 27 de diciembre de 2017

La vida en un bloc (1956)




Director: Luis Lucia
España, 1956, 88 minutos

La vida en un bloc (1956) de Luis Lucia


La monótona existencia de un señor muy tiquismiquis y ordenado puede dar mucho de sí puestos a escribir una comedia (no hay más que recordar el caso célebre de aquel maniático tan puntilloso que interpretaba Jack Nicholson en As Good as It Gets, 1997). Eso mismo debió de pensar el dramaturgo Carlos Llopis (1913-1970) cuando concibió la idea de contar la vida del doctor Nicomedes Gutiérrez, médico rural en la imaginaria aldea zamorana de Villavieja la Nueva.

Años después, Luis Lucia decidiría llevar esta "humorada" (así se la llama en los títulos de crédito iniciales) a la gran pantalla, para lo que contó con la participación de Alberto Closas en el papel principal y Elisa Montés encarnando a la mojigata Gerarda, maestra de escuela y empalagosa esposa del interfecto. Tanto por el tono empleado como por la voluntad manifiesta de ridiculizar determinados comportamientos masculinos, La vida en un bloc se adelantaba en un año a otra película de factura similar: El batallón de las sombras de Manuel Mur Oti.

El doctor don Nicomedes Gutiérrez (Alberto Closas) y su bloc


Hacer, además, que la historia la narre un bloc de notas en primera persona (mediante la voz, nada más y nada menos, que de Fernando Rey) es un recurso original, aunque un tanto pueril al mismo tiempo, casi de redacción de colegial. Pero es que en esta película todo es intencionadamente candoroso, en consonancia con la estricta moral imperante de la que, en cierto modo, pretende ser la crítica amable. Porque hacer que este don Perfecto llegue a la conclusión de que su falta de experiencia en materia de mujeres pueda redundar en perjuicio de la futura felicidad matrimonial no deja se ser una ironía en toda regla. Y ello amparándose en un par de refranes a cuál más retrógrado: "Quien de joven no trotea, de viejo... galopea. O lo que es lo mismo: quien no la corre de soltero, la corre de casado..." 

Analizar en profundidad la doctrina que se esconde detrás de semejante planteamiento nos llevaría a deliberar largo y tendido sobre la pervivencia en la sociedad española de aquel entonces de usos y costumbres más propios del medievo que no de una moderna nación europea. Dejémoslo en que a dicha modernidad aún le quedaba un rato para irrumpir por estos parajes y que los historiadores de hoy en día disponen, gracias a La vida en un bloc, de un interesante documento para el estudio de los respectivos roles y obsesiones de hombres y mujeres en aquel mundo tan patriarcal, como, por ejemplo, la fijación del marido por echar una canita al aire antes de casarse.

El Mago Roberto (José Luis López Vázquez) amonesta al doctor

Drácula Barcelona (2017)




Director: Carles Prats
España, 2017, 88 minutos

Drácula Barcelona (2017) de Carles Prats


Fiel a su estilo fresco y dinámico, el último documental de Carles Prats aborda el rodaje de dos películas míticas que se gestaron en paralelo: El Conde Drácula de Jesús Franco y Vampir Cuadecuc de Pere Portabella. Ambas filmadas a principios de los setenta, las dos en Barcelona, pero separadas  una y otra por el abismo que dista entre el cine de género y la más pura vanguardia. Lo cual no es óbice, sin embargo, para que se puedan establecer diferentes vínculos entre ellas, máxime cuando la segunda "vampirizó" a la primera. De hecho, el propio Christopher Lee volvería a trabajar con Portabella muy poco después en Umbracle (1970).

Como suele ser habitual en este tipo de formato, el filme cuenta con el testimonio en primera persona de quienes protagonizaron ambos proyectos, reforzado con los comentarios de los críticos Carlos Aguilar, Jordi Costa, Álex Mendíbil y Esteve Riambau. Este último, acompañado del cineasta, ha presentado el documental en la Sala Laya de la Filmoteca, haciendo hincapié (tras la proyección) en el detalle de que la única versión de Drácula, de las interpretadas por Lee, en la que el personaje lucía bigote fue precisamente la rodada por Jess Franco en el barrio gótico, dada su pretendida fidelidad al texto original de Bram Stoker.

Jesús Franco


¿Y qué vio el director madrileño en la Barcelona del 69 para rodar en ella hasta cuatro películas? Probablemente una ciudad que le recordaba al París desinhibido y moderno que había conocido en su juventud, siendo él (como era) un joven díscolo procedente de una familia de intelectuales. Riambau, por ejemplo, ahonda en la cuestión subrayando cómo los autores de la Escuela de Barcelona supieron desmarcarse de la influencia del neorrealismo italiano, cuando los directores mesetarios aún no habían captado que, para esas fechas, las tendencias verdaderamente innovadoras estaban llegando de Francia.

Sea como fuere, Drácula Barcelona nos brinda la oportunidad de adentrarnos en los entresijos de un cine y de una época irrepetibles, aportando, además, no pocas anécdotas sobre la materia, desde el aciago accidente que le costó la vida a la malograda Soledad Miranda hasta la ocasión en la que Christopher Lee, de rodaje en Rumanía en el 75, topó con un grupo de oficiales del ejército comunista que, nada más verlo, comenzaron de inmediato a santiguarse.

Pere Portabella

martes, 26 de diciembre de 2017

Crónica negra (1972)

















Título original: Un flic
Director: Jean-Pierre Melville
Francia/Italia, 1972, 98 minutos

Crónica negra (1972)

Bastan apenas unos segundos para darse cuenta de que estamos de nuevo ante una película de Melville: un grupo de hombres, ataviados con gabardina y sombrero de ala ancha, esperan dentro de un lujoso automóvil negro frente a una solitaria sucursal bancaria. Bajo un intenso aguacero, uno a uno irán saliendo del coche para adentrarse en el banco. Su objetivo es atracarlo...

Ni una sola palabra, apenas el rugir de las olas. Y allá donde la mayoría de cineastas habrían optado por una elipsis, Melville se detiene a contar meticulosamente los preparativos. Como en El samurái (1967), como en Círculo rojo (1970). Crónica negra es más de lo mismo: la historia de una banda organizada llevando a cabo un minucioso golpe. Sus detractores dirán que filmaba siempre la misma película; sus seguidores, que era verdaderamente un autor con un estilo bastante definido.



Y otra vez Alain Delon como protagonista. Sólo que esta vez hace de comisario: uno de aquéllos de pocas palabras, al que no hay caso ni caco que se le resistan. Aunque poco convincente a la hora de soltar tortas, la verdad: que Delon siempre ha ejercido de guaperas profesional y no le pega nada lo de pegarle al prójimo (valga la paronomasia). Suerte que ahí está Catherine Deneuve para darle la réplica femenina, encarnando a una femme fatale de cara angelical.

Bueno: ¿y qué decir de esas transparencias tan indisimuladas o de los fondos pintados? ¿Y de la maqueta del tren y del helicóptero de juguete? En manos de otro director suscitarían la risa a primeras de cambio y aquí, sin embargo, nos mantiene en vilo durante los veinte minutos que dura la secuencia, otra vez prescindiendo de los diálogos. Ésta era la marca de fábrica Melville: la de un hombre estrafalario y un tanto huraño, pero que le tenía cogida la medida a eso de hacer películas policíacas.


Cyrano de Bergerac (1950)




Director: Michael Gordon
EE.UU., 1950 113 minutos



No soy siervo de la moda,
mi voluntad es mi ley,
y, orgulloso como un rey,
hago cuanto me acomoda.
Desprecio las vanidades
y el valor que estriba en telas,
y hago sonar como espuelas
a mi paso las verdades...

Acto I, Escena IV
Traducción de Luis Vía, José O. Martí y Emilio Tintorer

Se representa estos días en el Teatre Borràs de Barcelona, con notable éxito de público y de crítica (y en previsión de permanecer hasta el 22 de febrero en cartel), Cyrano, adaptación de la obra cumbre del dramaturgo francés Edmond Rostand (1868-1918) y que tiene al actor Lluís Homar como protagonista destacado. El pasado 15 de diciembre tuvimos ocasión de asistir al estreno, de modo que se hacía casi forzoso revisar las versiones cinematográficas que se han llevado a cabo del texto (como mínimo las más conocidas).

La dirigida en 1950 por Michael Gordon pretendía aprovechar el tirón del renombre previamente adquirido por José Ferrer interpretando el mismo papel en los escenarios de Broadway. Y a buena fe que lo consiguió, pues al premio Tony que ya recibiera en 1947 se le sumó el Óscar a mejor actor. La única pega es que, en lo sucesivo, el intérprete puertorriqueño quedaría encasillado de por vida como figura indisociable a la del narigudo fanfarrón. No puede decirse lo mismo de Mala Powers, una insulsa Roxane muy por debajo, como el resto del reparto, de las cualidades actorales de Ferrer.



Desde el punto de vista escénico, este Cyrano, rodado en estudio y en riguroso blanco y negro, adolece de un planteamiento excesivamente teatral: tal vez condicionado por las exigencias comerciales de un Hollywood más preocupado por la acción de los duelos de espadachines que no por la cadencia del verso, el productor Stanley Kramer optó por fundir diversos personajes en uno solo con tal de ganar en agilidad. Como resultado, se invierten los valores, pasando a un primer plano lo que en la obra original no era más que una excusa: efectivamente, prosaico viene de prosa...

Ligado a ese pragmatismo, llama la atención el hecho de que en el último plano el protagonista caiga fulminado sobre una encrucijada de caminos (inequívoco símbolo cristiano) y frente a una capilla repleta de novicias: por lo visto, para el público americano el personaje no sólo era "los tres mosqueteros en uno" (tal y como rezaba un eslogan de la época), sino también una especie de Tenorio al que había que redimir en la hora de su muerte.


lunes, 25 de diciembre de 2017

Las que tienen que servir (1967)




Director: José María Forqué
España, 1967, 79 minutos

Las que tienen que servir (1967)


"Como es evidente estamos en España..." Es la voz de Alfredo Landa la que nos habla sobre un fondo jazzístico notable de Antón García Abril acompañando imágenes de un partido de béisbol. Sin embargo, no todo es tan obvio. Como que hoy hace justo cuarenta años que falleció Chaplin y no vamos a comentar ninguna película del genial artista. No, no: la cosa queda mucho más cerca, aunque se remonte a una década antes. 

Las que tienen que servir es uno de esos títulos recurrentes en espacios de la televisión pública como Cine de barrio; una españolada en toda regla, vaya. Y que hoy, entre los efluvios del cava y demás excesos gastronómicos propios de estas fechas, nos hemos tragado de pe a pa (porque siempre hay una primera vez para todo y esta noche le ha tocado a este clásico del denominado cine de consumo).

Francisca (Amparo Soler Leal) y Juana (Concha Velasco)

De entrada, hay que decir que antes de largometraje de la factoría Dibildos dirigido por Forqué con fotografía de Cecilio Paniagua (que no es moco de pavo) había sido exitosa comedia teatral escrita por Alfonso Paso. Por lo que no es de extrañar que la fórmula volviese a funcionar en taquilla cinco años más tarde: dos criadas al servicio de los americanos de Torrejón, con sendos novios autóctonos (a cuál más bruto y machista: Antonio el del motocarro y Lorenzo el huevero) y otros tantos pretendientes yanquis. Hay también un dentista catalán interpretado por Saza, casado con una teniente estadounidense y que prefigura, en cierto modo, el personaje que le haría célebre en La escopeta nacional (1978).

Pero lo que más llama la atención de la película, y que peor ha resistido el paso del tiempo, es esa cocina "ultramoderna" color gris metalizado, con aspecto de cabina de nave espacial, repleta de botones, pitidos, lucecitas y portezuelas que se abren y se cierran automáticamente para guisar los alimentos en el acto. En realidad, se trata de una visión paródica de los avances tecnológicos que puede encontrarse igualmente en el cine de Hollywood (piénsese, por ejemplo, en el similar aspecto que presenta la computadora que lleva de cabeza a Katharine Hepburn y Spencer Tracy en Su otra esposa, Desk Set, 1957).


Los dinamiteros (1964)




Director: Juan Atienza
España/Italia, 1964, 90 minutos

Los dinamiteros (1964) de Juan Atienza


Aunque sus localizaciones se circunscriben al área de Madrid, se nota que Los dinamiteros fue, en realidad, una coproducción con Italia porque la banda sonora de Piero Umiliani suena bastante a Nino Rota. Sin embargo, puestos a buscar similitudes entre el primer (y único) largometraje de ficción dirigido por Juan García Atienza y otros títulos del cine español de aquel entonces será fácil descubrir más de un parecido razonable, como a continuación pasamos a exponer.

De entrada, por lo chapucero de sus métodos y por la presencia de Pepe Isbert uno podría pensar en comedias como Sabían demasiado (1962) de Pedro Lazaga o, más evidente aún, Atraco a las tres (1962) de Forqué, por aquello de que narra las vicisitudes de unos asaltantes aficionados (en este caso tres ancianitos adorables). Pero precisamente por esto último, y pese a no resultar tan evidente, sería posible ver una cierta conexión con otra ópera prima estrenada apenas un año antes: Del rosa al amarillo (1963) de Summers, uno de cuyos episodios giraba en torno a una pareja de abuelos que se enamora en el asilo donde conviven.



Sí: ésta es una comedia con un punto amargo, porque tanto doña Pura (la mejicana Sara García) como don Augusto (el italiano Carlo Pisacane) como don Benito (Pepe Isbert) llevan una vida sin alicientes. Desplazados u olvidados por sus respectivas familias (y eso cuando la tienen), el trío verá una oportunidad de oro en el atraco a la Mutualidad La Paloma, de la que son pensionistas. En ese sentido, la escena inicial, con una cola larguísima formada, en su mayoría, por ancianos resignados que se disponen a retirar su mísera paga mensual en las ventanillas de dicha entidad, denuncia bien a las claras hasta qué punto el país en el que viven condena a sus mayores a terminar sus días prácticamente en la indigencia.

Hablar de temática social tal vez sea exagerado, pero sí que es cierto que en Los dinamiteros se ironiza sobre las carencias de un supuesto Estado del bienestar, toda vez que el espectador empatiza con los seniles salteadores de la caja fuerte, no así con el adusto director del montepío que les deniega un adelanto para socorrer a su amigo don Felipe González, quien, pese al nombre, no dispone de sillón en ninguna hidroeléctrica que le garantice un sepelio digno. He ahí otro de los temas presentes en la película: el de la solidaridad entre octogenarios que se saben vulnerables frente al sistema, pero que, justamente por ello, son capaces de sacar fuerzas de flaqueza con tal de reivindicarse como personas competentes, llevando a cabo una genial quijotada.


domingo, 24 de diciembre de 2017

La ironía del dinero (1957)




Directores: Edgar Neville y Guy Lefranc
España/Francia, 1957, 82 minutos

La ironía del dinero (1957)


Ya en la recta final de su carrera, dirigía Edgar Neville este filme de episodios, presentados por el actor Pedro Porcel y unidos por el nexo común de mostrar cómo algún pobre de solemnidad tiene la fortuna (o la desgracia, según se mire) de encontrarse por la calle la cartera repleta de billetes que otro había perdido previamente.

En el primero de ellos, cuya acción transcurre en Sevilla, el protagonista es un limpiabotas (Fernando Fernán Gómez) de nombre Frasquito y tremendamente holgazán. El segundo, ambientado en una estación de tren, es el único de los episodios dirigido por el francés Guy Lefranc y cuenta la historia de la quiosquera Margot (Jacqueline Plessis), quien, cortejada por varios clientes, acabará "sucumbiendo" a los encantos del candoroso Feliciano (Jean Carmet). El tercero se sitúa en Salamanca y lo protagoniza un tal Sebastián (Antonio Vico), hombre pusilánime y dominado por su esposa, una harpía llamada Estefaldina (Irene Caba Alba). Por cierto que esta última comparte escena con su propia hija, una joven Irene Gutiérrez Caba a la que, pese a no constar en los títulos de crédito, es fácil reconocer haciendo de criada sumisa. El cuarto episodio gira en torno a "El Hambrientito de Cuenca", humilde campesino aspirante a torero interpretado por Antonio Casal.

"El Hambrientito de Cuenca" (Antonio Casal)

En La ironía del dinero nos encontramos, de lejos, ante el mejor Neville: aquél que supo asimilar la influencia del neorrealismo italiano aplicándola al ámbito cultural hispánico. Aunque quizá lo que más llame la atención de esta película no sean tanto los temas tratados, sino la moraleja que se desprende de las cuatro historias que la conforman. Efectivamente, hay una mala leche en todas ellas que entronca, en lo esencial, con la mirada de un Buñuel o del propio Berlanga. En ese sentido, Neville no deja lugar a dudas sobre las consecuencias que puede acarrear el dinero que se obtiene casualmente y sin esfuerzo (sobre todo a quien no está acostumbrado a tenerlo) y, de un modo mucho más contundente, lo nocivo de dejarnos llevar por nuestra buena fe cuando se trata de cuestiones pecuniarias. De ahí que a quienes se afanan en devolverle la cartera a su legítimo dueño les salga el tiro por la culata.

En alguno de los capítulos resulta fácil encontrar semejanzas con el cine español de la época (y aun posterior). El último, por ejemplo, parece recoger el testigo de Mi tío Jacinto o hasta de Tarde de toros, dirigidas ambas por Ladislao Vajda justo un año antes, y, al cabo de dos décadas, se lo pasará a El monosabio (1978) de Ray Rivas. Y en todos ellos (quizá con la excepción del segundo, rodado en Francia) se respira el mismo desencanto, la misma miseria aferrada obstinadamente al destino de sus personajes que contiene otra peli española de episodios estrenada en 1957: la mítica Mañana... de José María Nunes.

La temible Estefaldina (Irene Caba Alba)

sábado, 23 de diciembre de 2017

La muralla feliz (1948)




Director: Enrique Herreros
España, 1948, 73 minutos

La muralla feliz (1948)


Cuatro años antes del estreno de Tres sombreros de copa, veía la luz una película que, por diferentes motivos, conecta (y mucho) con el particular sentido del humor de Miguel Mihura. No en vano, su director (Enrique Herreros) también trabajaría, como el dramaturgo, en la revista satírica La Codorniz. Filmada en los barceloneses estudios Diagonal (anteriormente conocidos por el nombre de Lepanto), La muralla feliz plantea un juego dramático similar al que ideara Unamuno en su nivola Niebla (1914), sólo que las intromisiones del realizador para cuestionar el modus operandi de sus personajes, lejos de poseer la trascendencia filosófica unamuniana, entroncan directamente con las ocurrencias absurdas y un tanto subversivas de los Hermanos Marx. Aunque, bien mirado, ese continuo trasiego a uno y otro lado de la cámara tiene bastante que ver con otro filme mítico del cine español, rodado apenas unos meses después: Vida en sombras (1949) de Llorenç Llobet Gràcia. De hecho, ambos títulos no sólo comparten algunas de las estrellas principales de su reparto (Fernando Fernán Gómez, Isabel de Pomés, Fernando Sancho...), sino que tanto el uno como el otro serían víctimas de una similar incomprensión por parte del público y posterior olvido.

En cualquier caso, hay que admitir la originalidad de un guion, obra de Luis Delgado Benavente, que sería premiado por el Sindicato Nacional del Espectáculo en la categoría de tema humorístico y en el que se hace referencia a la censura como si tal cosa. Claro que don Filiberto Aguirre (Alberto Romea) y su tronada familia hablan todo el rato de pesos, dando a entender quizá, mediante una aguda triquiñuela, que la acción se sitúa en el extranjero. Poco importa: al final lo que triunfa es el cinismo y la holgazanería de un clan que no duda en brindar "¡por la despreocupación total!" y cuyo patriarca se permite el lujo de vivir sin trabajar a la espera de una ansiada herencia (o de la cartera de algún cándido agente de seguros) que le resuelva la existencia.

Don Filiberto (Alberto Romea) "mejorando" la obra de su hijo


También cabe la posibilidad de interpretar alegóricamente una película en apariencia disparatada, pero con mucha más enjundia de lo que cabría esperar. La clave nos la da don Fulgencio Ríos, ese larguirucho de barba menguante magistralmente interpretado por Fernán Gómez:

"Francamente, cuando les conocí el efecto fue desastroso. Recuerdo mi entrada aquí con el paraguas y el sombrero. Hablaban de mí como si mi presencia no fuese tomada en consideración. Luego, recapacitando, me di cuenta de que algo nuevo tenía realidad en estas paredes. Que esto era como una muralla feliz. Fuera todo era caduco. Despreciable. Entendí que entre ustedes me salvarían. Tanto es así que mi amor por Lena aumentó a medida que me enamoraba de ustedes".

Palabras que encierran una declaración de amor hacia el cine tan peculiar como la propia película, habida cuenta de que la "muralla feliz" que le da título no es más que la pantalla en la que se proyecta la historia de los Aguirre. Si la verdadera realidad habita en el celuloide y la otra, como dice don Fulgencio, no es más que un fastidioso engorro "caduco" y "despreciable", no es de extrañar que prefiera quedarse a vivir con ellos, aun a riesgo de que el director le corrija de vez en cuando. Curiosa forma de que un personaje se deje fagocitar por la promesa de felicidad que le ofrece la cámara (la misma, por cierto, que, demostrando tener vida propia, se atreve a hablar, en un momento dado, con Enrique Herreros) sólo comparable, varios decenios después, a la que acontecería en Arrebato de Iván Zulueta.


viernes, 22 de diciembre de 2017

Cinema Novo (2016)




Director: Eryk Rocha
Brasil, 2016, 92 minutos



Se me perguntarem o que é a minha pátria, direi:
Não sei. De fato, não sei
Como, por que e quando a minha pátria.
Mas sei que a minha pátria é a luz, o sal e a água
Que elaboram e liquefazem a minha mágoa
Em longas lágrimas amargas.

Vinícius de Moraes
"Pátria minha"

En tanto que hijo y heredero de uno de los cineastas más brillantes que jamás haya dado Latinoamérica, Eryk Rocha (Brasilia, 1978) toma sobre sus hombros la responsabilidad de contar mediante un documental en qué consistió el movimiento artístico al que pertenecieron tanto su padre como el resto de compañeros de generación enmarcados en el denominado Cinema Novo brasileño. Son los Carlos Diegues, Ruy Guerra, Joaquim Pedro de Andrade o Paulo César Saraceni, entre muchos otros, quienes, con su testimonio a través de imágenes de archivo, dejan constancia de qué es lo que se proponían hacer tomando una cámara en sus manos.

Como es lógico, el montaje juega un papel indispensable en un filme de tales características, en especial a la hora de seleccionar las escenas más significativas del corpus cinematográfico que nos legaron dichos autores: Barravento (1962), Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), Tierra en trance (1967), Antonio das Mortes (1969) del propio Glauber Rocha; el filme colectivo Cinco vezes Favela (1962); La fallecida (1965) de Leon Hirszman o Macunaíma (1969) del ya mencionado de Andrade son sólo algunos ejemplos de la inmensa galería de películas citadas a lo largo del documental.



Aunque la labor llevada a cabo en Cinema Novo no se limita únicamente a un mero recuento de títulos, sino que, sobre todo, se subraya el compromiso político y social de unos autores conscientes de que podían llegar a cambiar la realidad a través de las historias que filmaban, premisa que pasó, previamente, por la aceptación de la pertenencia de Brasil al tercer mundo. Por eso, todos y cada uno de aquellos jóvenes directores se reconocen en sus declaraciones activistas antes que artistas, dispuestos a denunciar, armados únicamente con el poderoso objetivo de su cámara, las injusticias de la sociedad en la que viven.

Porque crear un cine nuevo implica forzosamente la creación de un mundo mejor, algo que no sólo pone de manifiesto el carácter revolucionario de aquel movimiento, sino también la voluntad de los miembros que lo integraron de aportar su particular grano de arena para la transformación del país. Deseo que se refleja, simbólicamente, en todos esos personajes a los que vemos correr en distintas secuencias extraídas de los filmes analizados, avanzando desesperadamente frente a una cámara que los capta en travelín, ajenos al hecho de que su lucha, anclada en un presente miserable, quedaría eternamente registrada para la posteridad.

El realizador Eryk Rocha

jueves, 21 de diciembre de 2017

Antônio das Mortes (1969)




Título original: O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro
Director: Glauber Rocha
Brasil/Francia/Alemania, 1969, 95 minutos

Antônio das Mortes (1969)


Con una influencia del wéstern en el tramo final todavía más acusada que la de su predecesora, O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro es una secuela bastante sui géneris de Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964). Para empezar, porque se rodó en un estruendoso color que está en las antípodas del blanco y negro de la primera entrega. Y, en segundo lugar, porque ofrece una dimensión muchísimo más mítica de los personajes. De hecho, uno no sabe muy bien si lo que está viendo es una leyenda local filmada en clave de tragedia griega o, por contra, un documento etnográfico con trasfondo político sobre el folclore de la región.

En cualquier caso, Antônio das Mortes (ese cruce estremecedor entre Demis Roussos y Bud Spencer) vuelve a ser el protagonista absoluto, enfrentándose esta vez contra un anciano ciego que no para de chillar y que representa la mismísima encarnación de todos los males: firme partidario de la autocracia, su obsesión es exterminar cangaceiros, a quienes culpa de la ruina moral y material en la que se encuentra.



De nuevo la música vuelve a jugar un papel primordial, mediante un cancionero que hace las funciones de coro trágico al ir comentando las acciones de los personajes. Todos ellos son el fruto de una fusión sincrética en la que se (con)funden San Jorge y el dragón con divinidades africanas adoradas por los descendientes de los esclavos. 

El resultado es una barroca explosión de vida, compendio del Brasil profundo a la par que denuncia de las injusticias que impiden el progreso de aquella sociedad, motivo por el que se hace necesaria la figura de un héroe justiciero que venga a liberar a los oprimidos de sus cadenas.


Círculo rojo (1970)




Título original: Le cercle rouge
Director: Jean-Pierre Melville
Francia/Italia, 1970, 140 minutos

Círculo rojo (1970) de Jean-Pierre Melville


Muerte entre las flores, Reservoir Dogs, Uno de los nuestros, la saga de El Padrino... He ahí un buen puñado de películas americanas claramente deudoras del estilo creado por Jean-Pierre Melville. La influencia de Le cercle rouge, por ejemplo, puede rastrearse muy fácilmente en la obra de los hermanos Cohen (la escena del bosque), Tarantino (Gian Maria Volontè encerrado en el maletero del coche, el uso de transparencias...), Scorsese (el protagonismo de la música de jazz), Coppola (las traiciones y venganzas entre personajes), etc. 

Curioso viaje de ida y vuelta, ya que Melville había previamente asimilado unos determinados códigos del cine policíaco made in Hollywood: esas gabardinas y sombreros de ala ancha, los Mustang y otros automóviles igual de imponentes, el mutismo de unos forajidos con cara de pocos amigos y revólver en mano son herencia directa de Bogart y el cine negro.



Y como ya ocurriera en Le Samouraï (también protagonizada por Alain Delon, aunque tres años antes) su director opta por iniciar la acción con una cita apócrifa que dota al relato de un espíritu zen muy acorde con el ritmo lento de no pocas escenas: a tal efecto, el mejor ejemplo es, con toda seguridad, el minucioso atraco a la joyería de Place Vendôme, un portento de media hora de duración en el que prácticamente no hay diálogos.

Vista hoy en día, Le cercle rouge no ha perdido ni un ápice de su atractivo original, manteniendo intacto ese pulso narrativo que la hace tan especial y que sigue siendo motivo de inspiración para nuevas generaciones de cineastas que la han convertido en un título de culto.