Director: David Trueba
España, 2018, 83 minutos
«Me dan pena los mapas...»
Casi 40 (2018) de David Trueba |
En un país en el que, por desgracia, el cine que se produce ha tendido con excesiva frecuencia a recrearse en un insufrible tufo a cuchitril roñoso, sorprende la figura de alguien que, como David Trueba, sea capaz no sólo de tratar temas elevados, sino, sobre todo, de conseguir que sus personajes verbalicen aquello que la mayor parte de nosotros hemos pensado alguna vez. Elogio que podría hacerse extensivo a todo el clan Trueba (de hecho, hay quien sugiere que su última película, Casi 40, parece más una peli de Jonás que no de David).
En cualquier caso, lo cierto es que ese tono sentencioso al que antes aludíamos está presente en la práctica totalidad de los diálogos que mantienen Ella (Lucía Jiménez) y Él (Fernando Ramallo) a lo largo de los muchos kilómetros que recorren juntos. Se trata de conversaciones a priori cotidianas, pero que en su sencillez encierran reflexiones tan demoledoras como la propia edad de los protagonistas: "¡Los hijos son súper castradores!", dirá Ella para ilustrar que su hija le aconseja cómo tiene que vestirse o que le prohíbe usar la palabra guay.
Aunque en ese aspecto es Él el pequeño filósofo que va a ir soltando, una tras otra, la mayoría de perlas que ponen de manifiesto hasta qué punto supone una tragedia envejecer, ser consciente de que el mundo, tal y como lo conociste durante tu juventud, se ha ido para no volver, ya se trate de mapas, casetes, cabinas telefónicas, Michael Jackson o el Un, dos, tres. Quizá por todo ello, en un claro homenaje a aquel falangista de La prima Angélica (1974) que su adorado Rafael Azcona imaginó con el brazo escayolado en alto, Trueba ha hecho que el personaje de Fernando Ramallo lleve un vendaje en el lado izquierdo, finalizado con una aparatosa férula que le inmoviliza el dedo corazón como si de una peineta o higa se tratase.
Dos trayectorias unidas por el desencanto: la cantante venida a menos, casada con un futbolista, ahora de gira por Burgos, actuando en librerías con aforo para quince personas; el cerebrito que apuntaba maneras y que, después de haber trabajado unos años en Burdeos, termina ejerciendo de comercial de productos de cosmética ecológica. En realidad, huelga decirlo, David Trueba ha querido reunir de nuevo a los actores que protagonizaron su primera película, La buena vida (1996), metáfora de cómo las ilusiones de aquellos debutantes se han ido poco a poco esfumando hasta quedar reducidas a la sombra de lo que fueron.
Como esas capitales de provincia de porte monumental en las que transcurre la acción, localidades patéticamente dignas en su decrepitud cuando Francisco Regueiro o Mario Camus rodaban en ellas sus primeras películas hace más de medio siglo y demasiado pulcras, demasiado remodeladas, demasiado asépticas hoy en día, con su aire triste de fiesta mayor subvencionada por el Ayuntamiento y la Excelentísima Diputación.
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