Título original: Efter repetitionen
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Alemania, 1984, 70 minutos
Tras el ensayo (1984) de Bergman |
Tal y como suele suceder en los proyectos televisivos de Bergman, Tras el ensayo evidencia su predilección por un cierto teatro de cámara en la línea del modelo fijado por August Strindberg (1849-1912). Precisamente, el título alude al montaje que una compañía está preparando del drama El sueño (Ett drömspel, 1901), motivo por el cual la puesta en escena destila un innegable componente onírico.
Es el propio responsable de la misma, llamado Henrik Vogler (Erland Josephson) quien, encogido sobre la mesa de trabajo y jugando con el interruptor de la lámpara, nos previene de dicho aspecto al comienzo del filme: "Tras el ensayo me gusta quedarme en el escenario para pensar sobre el trabajo en soledad, en las horas que separan la tarde de la noche, cuando el gran teatro está en silencio y vacío. Debo de haberme quedado dormido, no lo sé. Cuando miro a mi alrededor, no me reconozco. Algo ha cambiado misteriosamente, de forma esquiva".
Lo que vendrá después serán setenta minutos de intenso diálogo entre Vogler, trasunto de Bergman, y dos actrices: la joven Anna Egerman (interpretada por Lena Olin) y su madre Rakel (una neurótica prima donna venida a menos y enfermizamente enamorada de Vogler a la que da vida Ingrid Thulin). Si están de verdad allí o si son meras proyecciones de la mente del viejo director poco importa. Lo principal es el juego de reproches y confesiones que se va a establecer entre ellos, con el acostumbrado desnudamiento al que el sueco suele someter a sus personajes.
"El camino de muchos directores está lleno de actores aplastados. ¿Alguna vez has contado tus víctimas?", le espeta la arrogante y un tanto bisoña Anna. A lo que Vogler (aunque todos sabemos que es Bergman quien habla por su boca) aprovecha para formular lo que tiene toda la pinta de ser un descargo de (mala) conciencia: "En la vida, o digamos, en la vida real, muchos han quedado heridos por mi trato, como otros me han herido a mí. [...] Te diré una cosa que es la pura verdad: adoro a los actores. Los quiero como un fenómeno. Me encanta su profesión. Admiro su valor, su desprecio a la muerte, o como quieras llamarlo. Entiendo su deseo de escapar, pero también su sinceridad despiadada. Me gusta cuando intentan manipularme. Envidio su credulidad y su astucia. Los quiero y por eso no puedo herirlos..."
Bellas palabras, sin duda. Que sean o no sinceras ya es otro cantar... Para Hitchcock los actores eran ganado: para Bergman, en vista de la intensidad que les exigía en sus actuaciones cabe pensar que también debió de ser un poco así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario