sábado, 31 de agosto de 2019

Cuatro en la frontera (1958)




Director: Antonio Santillán
España/Francia, 1958, 90 minutos

Cuatro en la frontera (1958) de Antonio Santillán

La acción de Cuatro en la frontera arranca con una noticia de la crónica de sucesos proyectada en pantalla mientras desfilan los créditos iniciales y que, acto seguido, la Sûreté de París envía por cable a la Dirección General de Seguridad de Madrid: "El mes pasado fue asaltado y robado el oro que conducía un furgón del Tesoro Nacional Francés. Según confidencias, parece ser que parte de este oro es introducido clandestinamente en España. Rogamos a la Jefatura de Policía de Barcelona que ponga en juego todos los medios para descubrir el contrabando de oro francés realizado, posiblemente, a través de los Pirineos".

El encargado de infiltrarse será el agente Roca (Armando Moreno), quien, haciéndose pasar por un simple jornalero llamado José Sancho, se desplazará hasta Puigcerdà con el objetivo de que lo contraten en la hacienda sospechosa de servir de tapadera. Sólo que, una vez allí, descubrirá que un tipo encantador llamado Javier (Frank Latimore) le ha tomado la delantera...

Isabel (Claudine Dupuis) y Javier (Frank Latimore)

El madrileño Antonio Santillán, habitual asalariado de los Estudios IFI (propiedad del prolífico productor Iquino), volvía a la carga con otro de los muchos e interesantes policíacos que dirigió a lo largo de su carrera. Y que, por tratarse de una coproducción con Francia, incluía en el reparto a las actrices Claudine Dupuis (Isabel) y Danielle Godet (Aurora), si bien eran también extranjeros el ya mencionado Latimore, Adriano Rimoldi (don Rafael) y Gérard Tichy (Julio). De los secundarios españoles destacan Miguel Ligero, interpretando a un abuelo medio pícaro muy en su línea cómica; Juan de Landa (Félix), que ponía el punto y final a su carrera como actor con esta película, donde se mete en la piel de un capataz algo salvaje y Julio Riscal (Perico), que es el típico ganapán burlón, siempre dispuesto a entonar alguna coplilla chocarrera.

Puede que el contrabando de lingotes de oro no sea el mejor tema del mundo para darle brío a una cinta que aspiraba a conseguir una cierta dosis de espectacularidad, subrayada por el uso del sistema panorámico Ifiscope, o que la señorita Dupuis, en su afán de remarcar cuán pérfido es su personaje, mire excesivamente a cámara. Pero, aun así, las escenas de tiroteos (con el sacrificio de un par de caballos incluido, algo que hoy horrorizaría a las asociaciones protectoras de animales) están medianamente conseguidas. Se da la curiosa circunstancia, además, de que, hacia el minuto 49, Roca visita un cine y, entre los carteles que adornan la entrada, hay uno de una película de Iquino (El golfo que vio una estrella, 1955) y, en lo que supone un simpático guiño (a la par que descarado autohomenaje), otro de El ojo de cristal (1956), dirigida por Santillán y protagonizada por el propio Armando Moreno.

Obsérvense los dos carteles a derecha e izquierda

Ararat (2002)




Título original: Արարատ
Director: Atom Egoyan
Canadá/Francia, 2002, 115 minutos

Ararat (2002) de Atom Egoyan


Para un cineasta de origen armenio parece casi obligado el tener que abordar el tema del genocidio en algún momento u otro de su carrera. El marsellés Robert Guédiguian ya lo ha hecho en diversas ocasiones y eso es lo que se propuso el canadiense Atom Egoyan (El Cairo, 1960) con esta película, cuya acción salta continuamente del pasado al presente y de la ficción a la realidad.

Partiendo de la figura del pintor Arshile Gorky (1904–1948), Ararat plantea las complejas relaciones entre una experta en arte (Arsinée Khanjian), su hijo Raffi (David Alpay) y la hermanastra/amante de éste (Marie-Josée Croze). El muchacho, con el pretexto de filmar unas imágenes en las ruinas de Van, viajará a Turquía para profundizar en el conocimiento de sus propias raíces, mientras que Celia no para de culpar a la madre por la muerte de su padre en extrañas circunstancias.



Aunque quizá lo más interesante de la puesta en escena de Ararat es el recurso de mostrar el rodaje de una película histórica que recrea las atrocidades cometidas por los turcos en 1915, de modo que las escenas de dicho filme, que también se titula Ararat (como el monte sagrado armenio), cumplen la función de ponernos en antecedentes. Su director (al que da vida Charles Aznavour) se llama, por cierto, Edward Saroyan, que es precisamente el mismo nombre que tenía el personaje interpretado por el cantante francés en Tirez sur le pianiste (1960) de Truffaut.

En líneas generales, podría decirse que el guion (escrito por el propio Egoyan) resulta un tanto forzado, rozando, incluso, lo inverosímil. Como, por ejemplo, el largo interrogatorio al que es sometido Raffi por un funcionario de aduanas a punto de jubilarse (Christopher Plummer) y que no es más que un pretexto para que el espectador reciba algunas nociones básicas de historia. En otras ocasiones, son algunas subtramas las que quedan un poco sin desarrollar. Sería el caso del cuadro que pinta Gorky (Simon Abkarian) en Nueva York, la tensa relación entre el funcionario de aduanas y su hijo vigilante del museo o el inexplicable romance entre hermanastros mientras de fondo suena la música de System of a Down (banda de heavy metal que es también de origen armenio).


viernes, 30 de agosto de 2019

Un americano en París (1951)




Título original: An American in Paris
Director: Vincente Minnelli
EE.UU., 1951, 114 minutos

Un americano en París (1951)
de Vincente Minnelli


Un título de las características de An American in Paris (1951), ganador de siete premios Óscar, está tan rotundamente considerado como uno de los grandes clásicos de la historia del cine que no necesita presentación. Basta recordar la magnificencia de su colorido, la magia de la música de Gershwin y, sobre todo, las maravillosas coreografías de Gene Kelly para resumir, en pocas palabras, los elementos principales de su encanto.

Pero, al margen de los archiconocidos números que lo integran (especialmente el abrumador ballet final de veinte minutos), hay otros detalles, que habitualmente suelen pasar por alto, sobre los que valdría la pena llamar la atención. Es el caso, por ejemplo, de la escena inicial, un portento en el sutil arte de cómo sacarle partido a apenas un metro cuadrado de espacio: sin que sean necesarias ni música ni palabras, Gene Kelly hace gala de sus habilidades motrices con tan sólo mover, abrir o cambiar de sitio los enseres de su minúsculo estudio.



Por lo imaginativo (y, a veces, onírico) de su estilizada puesta en escena, An American in Paris se sitúa, por derecho propio, entre lo más granado del cine musical de todos los tiempos, elevando a la máxima expresión una fórmula que combina magistralmente lo coreográfico con lo pictórico. Lo cual es fruto, sin duda, de la elegancia de Minnelli, pero también de la feliz convergencia de diversos talentos, entre los que cabe destacar al guionista Alan Jay Lerner o a la debutante Leslie Caron, cuyo candor aportaba la réplica perfecta al desparpajo de Kelly.

Cuarenta y cuatro decorados que recrean la capital francesa en estudio (más alguna que otra toma filmada en el París real) fueron suficientes para forjar un mito. Debidamente adornado, eso sí, con las canciones de los hermanos Gershwin, que alcanzan su momento álgido en números, hoy convertidos en célebres estándares del jazz, como "Our Love Is Here to Stay" o "I Got Rhythm", si bien tiene cabida, igualmente, su vertiente más sinfónica gracias a la brillante interpretación, por parte del propio Oscar Levant, del tercer movimiento del Concierto para piano y orquesta en fa mayor.


Krzysztof Kieślowski: I'm So-So... (1995)




Título en español: Krzysztof Kieślowski: me encuentro regular...
Director: Krzysztof Wierzbicki
Polonia/Dinamarca, 1995, 56 minutos

Krzysztof Kieślowski: I'm So-So... (1995)
de Krzysztof Wierzbicki


Ya hace días que terminó el ciclo dedicado a Kieślowski en la Filmoteca de Catalunya, pero aún nos quedaba pendiente visitar la exposición que acompaña dicha retrospectiva. Además de carteles de sus películas y una selección de fotografías en blanco y negro realizadas por el propio cineasta durante el curso 1965-1966, cuando era alumno de la Escuela Nacional de Cine de Łódź, la muestra se completa con la proyección del interesante documental Krzysztof Kieślowski: I'm So-So... (1995), dirigido por Krzysztof Wierzbicki, el que fuera su ayudante de dirección en no pocos filmes.

Teniendo en cuenta que Kieślowski moriría al año siguiente y que por las fechas en que tiene lugar esta entrevista él ya estaba retirado, sus palabras adquieren una mayor relevancia, hasta el punto de convertirse en una especie de testamento en el que repasa su filmografía, así como los hechos más relevantes de toda una vida. Aunque, en los primeros minutos, son un doctor, un sacerdote, un grafólogo y hasta un vidente quienes intentan precisar los rasgos esenciales de su carácter.



En líneas generales, el director aporta algunas claves que permiten entender mejor su trabajo. Por ejemplo, cuando aclara que le gusta ser ambiguo a la hora de plantear una historia. De ahí que sus películas susciten varias interpretaciones, de las que el espectador deberá elegir la que le plazca. Él, en particular, está de acuerdo con todas...

Mención aparte merece el tema político, tan presente en su obra a causa de las circunstancias históricas bajo las que fue concebido. Dice Kieślowski que muchos censores le confesaban a media voz: "Yo le comprendo; yo estoy de acuerdo con usted: ¡son mis superiores los que no me dejarán pasar una película como ésta!" Razones, todas ellas, que quizá expliquen por qué el polaco, en un momento dado de la charla, se defina a sí mismo en los siguientes términos: "Soy pesimista, así que siempre imagino lo peor, siempre. Para mí, el futuro es un agujero negro. Hemos hablado antes sobre el miedo. Pues bien: si hay algo que temo es el futuro. Me da verdadero pánico."


jueves, 29 de agosto de 2019

Todas las canciones hablan de mí (2010)




Director: Jonás Trueba
España, 2010, 108 minutos

Todas las canciones hablan de mí (2010)
de Jonás Trueba


Fiel a los elementos que componen el universo fílmico de los Trueba —habitualmente delimitado por libros, música de jazz y referencias cinéfilas—, Jonás hacía su debut en la dirección con lo que en apariencia tiene pinta de ser una simple comedia romántica, pero que, a decir verdad, no fue sino la primera entrega de una particular forma de entender y explicar la realidad. Como en las películas de John Cassavetes, los apartamentos, los cafés, las librerías donde transcurre la acción no son decorados, sino lugares auténticos en los que la vida fluye parsimoniosamente. Quizá por eso mismo Ramiro (Oriol Vila) tiene la sensación de que todas las canciones hablan de él...

Licenciado en Filología, Ramiro es el prototipo de joven un tanto cenizo y que, un poco a la manera de los personajes de Truffaut, se dedica a ir de flor en flor porque es incapaz de olvidar a la que de verdad es el amor de su vida. Tal y como nos recuerda la voz en off del propio Jonás Trueba, él y Andrea (Bárbara Lennie) se separaron hace algún tiempo tras seis años de relación. Aunque donde hubo fuego siempre quedan rescoldos y sus pasos parecen predestinados a reencontrarse.



Es ésta una película de primeros planos mirando a cámara. O en la que unos "irrumpen" en la privacidad de los otros, tal vez porque se imaginan cómo será la existencia que lleva cada cual ahora que ya no están juntos. Hay amigos peculiares como Lucas (Bruno Bergonzini), que parecen salidos de una obra de Valle-Inclán. O que, como Luismi (Ramon Fontserè), le echarán un cable a Ramiro para publicar su primer libro, aunque sea con una errata en la portada.

Tiene, por lo demás, una estructura muy literaria, dividida en seis partes con títulos tan ocurrentes como "Las inquietudes de Ramiro Lastra" (de clara raigambre barojiana) o "La paradoja matemática de la nostalgia". De hecho, son muchas las citas que, explícitamente o a través de los diálogos, irán desfilando, desde versos de la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) hasta aforismos de Pessoa. Como aquel que afirma que: "Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fueran ridículas. Cuando hay amor, las cartas de amor tienen que ser ridículas. Y es que, en fin, sólo las criaturas que no han escrito jamás cartas de amor son las que son ridículas."


miércoles, 28 de agosto de 2019

La Nova Cançó (1976)




Título en español: La Nueva Canción
Director: Francesc Bellmunt
España, 1976, 88 minutos

La Nova Cançó (1976) de Francesc Bellmunt


Se ha hablado mucho durante estos últimos días del mítico (y bastante mitificado) Festival de Woodstock con motivo del cincuenta aniversario de su celebración. Magno acontecimiento no sólo desde el punto de vista musical, sino, sobre todo, por lo icónico del significado que acabó adquiriendo en el contexto de la Guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Sin embargo, nuestro propio entorno fue también escenario de certámenes de similar trascendencia política y de los que, pese a no ser tan multitudinarios, quedó igualmente un testimonio fílmico.

A mediados de la década de los setenta, más o menos por las mismas fechas de la muerte de Franco, el cineasta Francesc Bellmunt realizó un par de documentales que dejaban constancia del momento particularmente efervescente que estaba viviendo la sociedad catalana en la antesala de lo que posteriormente daría en denominarse la Transición. En ese sentido, tanto La Nova Cançó (1976), primero, como Canet Rock (1976)inmediatamente después, no sólo preservaron para la posteridad las actuaciones de aquellos legendarios artistas, sino que el paso del tiempo les ha conferido el rango de verdaderos documentos históricos.

Pau Riba y Jaume Sisa

De las declaraciones recogidas por Àngel Casas a pie de calle se desprende que algunos de los anhelos que entonces se reivindicaban, con la esperanza puesta en el advenimiento de un régimen democrático, por desgracia están aún por cumplir. Pero son las entrevistas a personalidades destacadas de las artes o de las fuerzas vivas del país las que tienen más enjundia. Sorprende, por ejemplo, ver a Jordi Pujol en calidad de directivo de una entidad bancaria. Y, más aún, que el señor Casas, tuteándole, le suelte: "¿Tú crees que Banca Catalana nos daría un crédito para nuestra película?" A lo que el futuro Molt Honorable responde, ¡cómo no!, con evasivas, marcando ya una tendencia que caracterizaría su posterior trayectoria política.

Son, no obstante, las canciones de intérpretes como Lluís Llach o Raimon las que ocupan la mayor parte del metraje. Algunas, caso de "La cultura" de Pi de la Serra, dejando ir proclamas incendiarias: "Cultura és una paraula delicada / tan perillosa com la dinamita / generalment en manca més que en sobra / generalment tothom en necessita"; otras, según afirma el estrafalario Jaume Sisa al presentar "Qualsevol nit pot sortir el sol", venidas del Poble Sec, de las profundidades subterráneas de la Font del Gat. Hasta La Trinca se anima sobre el césped del Camp Nou con "Butifarra de pagès". Y aunando ambas vertientes, lo subversivo con lo festivo, "La fera ferotge" de Ovidi Montllor. Invento de la burguesía catalanista para unos, vehículo al servicio de los intereses del pueblo en opinión de otros, lo cierto es que la Nova Cançó quedó indisolublemente ligada a las aspiraciones y protestas de aquel período. Pau Riba, siempre tan iconoclasta, lo define a la perfección cuando Àngel Casas le pregunta: "¿Crees que ayudas a la cultura catalana?" Y el otro va y responde: "¡Sí, destruyéndola!"


Memorias del ángel caído (1997)




Directores: David Alonso y Fernando Cámara
España, 1997, 90 minutos

Memorias del ángel caído (1997)
de David Alonso y Fernando Cámara


Viendo la envergadura de los nombres que integran el reparto de Memorias del ángel caído (Héctor Alterio, José Luis López Vázquez, Emilio Gutiérrez Caba...) se podría llegar a creer que estamos ante una gran película de terror. Sin embargo, el paso del tiempo no ha tratado excesivamente bien a la que fuera ópera prima del tándem Alonso-Cámara y revisarla, transcurridos más de veinte años después de su estreno, es una experiencia que podría calificarse, como mínimo, de frustrante.

Tal vez porque la elección de Santiago Ramos para el papel del atormentado padre Francisco, tratándose de un actor al que de inmediato se suele asociar con personajes cómicos, no parece la más acertada. O incluso a causa de la insufrible banda sonora de Javier Cámara (no confundir con el intérprete del mismo nombre), tan propia de una época de infausto recuerdo —la tremebunda década de los noventa— en la que se consideraba que, para abaratar costes, podía prescindirse de una orquesta, como si tal cosa, y meter en su lugar un teclado Casio...



Sea como fuere, lo único cierto es que un filme que se supone que debería dar mucho miedo no provoca sino aburrimiento (cuando no risa) en el espectador de hoy en día. Lo cual es, sin duda, una lástima, considerando que se recrea muy fidedignamente el día a día de una parroquia o la vida cotidiana en el seno de una comunidad religiosa.

Memorias del ángel caído, salta enseguida a la vista, formó parte de la estela de producciones que, amparándose en el éxito obtenido dos años antes por Álex de la Iglesia con El día de la bestia (1995), pretendieron revitalizar un género, el de las sectas luciferinas, para el que probablemente se requieren mayores dosis de osadía que las demostradas por Alonso y Cámara en esta su primera cinta.


martes, 27 de agosto de 2019

Indiscreta (1958)




Título original: Indiscreet
Director: Stanley Donen
Reino Unido/EE.UU., 1958, 100 minutos

Indiscreta (1958) de Stanley Donen


Elegante es el adjetivo que mejor encaja con la hechura de las dos películas que dio como resultado la asociación entre el actor Cary Grant y el director Stanley Donen en la compañía Grandon Productions. Efectivamente, tanto Indiscreta (Indiscreet, 1958) como Página en blanco (The Grass Is Greener, 1960) comparten una similar delicadeza que transmiten ya desde los títulos de crédito: en el caso que nos ocupa, tarjetas de visita con los nombres de los intérpretes y demás miembros del equipo que aparecen y desaparecen sobre un fondo de rosas rojas y amarillas en rutilante Technicolor.

Por supuesto que semejante grado de distinción no estaba al alcance de cualquiera, pero si algo tenían Grant y Donen para dar y vender era, precisamente, mucha clase. Que, unida al talento innato de Ingrid Bergman, resultaba el elemento ideal para llevar a la pantalla Kind Sir, una sofisticada comedia de Norman Krasna (1909–1984) que acababa de triunfar en Broadway. Cierto que la obra original transcurría en Nueva York, aunque, teniendo en cuenta que Indiscreet iba a ser básicamente una película británica, la acción se trasladó a Londres, lo cual le concedía aún más caché, si cabe, al producto final.



Con todo, hay algo que las nuevas generaciones de espectadores difícilmente captarán al ver por vez primera un filme de tales características. Se trata de la sutileza con la que se abordan temas entonces absolutamente tabú (cuando no delito en según qué partes del mundo) como el adulterio, y que Donen resuelve con la maestría propia de un genio. En ese sentido, resulta antológica la escena en la que Philip (Cary Grant) y Anna (Ingrid Bergman) aparecen acostados juntos... pero con el encuadre dividido en dos. Porque, en realidad, están hablando por teléfono desde ciudades distintas (lo cual no impide que él haga el amago de dar una palmadita en las caderas de su amante). Curiosa e inteligente manera de evitar posibles objeciones de la censura y que hoy sorprendería a más de uno por su candorosa inocencia.

Y es que, pese a estar ambientada en un mundo de refinados diplomáticos, Indiscreet no deja de ser una comedia de enredo construida en torno a una mentira, por lo que su refinamiento exquisito no impedirá, sin embargo, que se acabe trasluciendo la desesperación de una mujer por cazar a un marido cueste lo que cueste.


Nadie oyó gritar (1973)




Director: Eloy de la Iglesia
España, 1973, 89 minutos

Nadie oyó gritar (1973) de Eloy de la Iglesia


Arranca la acción en Londres, con una Carmen Sevilla que ya sobrepasa los cuarenta, pero que mantiene intacto su atractivo. Tras despedirse en inglés del chófer, se adentra por la maraña de tiendas de Piccadilly Circus como una turista más. Sin embargo, la bella Elisa no ha viajado hasta allí por placer, sino porque tiene un amante/cliente, mucho mayor que ella, que le financia su alto tren de vida... Y, lo que son las cosas: en España, es la mujer la que mantiene a un muchacho veinte años más joven que se hace pasar por su sobrino. Curioso e impúdico modus vivendi que, no obstante, se verá alterado de forma drástica cuando Elisa sea testigo accidental de un crimen en el rellano de su apartamento de Madrid.

Nadie oyó gritar es otro de esos artefactos perversamente delineados por el siempre transgresor Eloy de la Iglesia junto con otros títulos de su filmografía como El techo de cristal (1971) o La semana del asesino (1972). De hecho, la pareja protagonista de este thriller vagamente hitchcockiano —la ya mencionada Carmen Sevilla y Vicente Parra— habían encabezado el reparto de aquellas otras dos películas, respectivamente.

La llama de la pasión se interpone entre Miguel y Elisa


Por lo sangriento y escabroso de su trama, el filme ha sido a menudo comparado con los gialli italianos, si bien aquí la ficción detectivesca se limita a un torpe reconocimiento policial con motivo de un accidente de tráfico y a la posterior visita del juez de guardia, lo cual genera una morbosidad considerable en el espectador, que sabe que Miguel (Vicente Parra) y Elisa llevan un cadáver en el maletero. Es, precisamente, esa ausencia de "castigo" lo que confiere a Nadie oyó gritar la amoralidad tan característica, por otra parte, del cine de Eloy de la Iglesia.

También, aunque en mucha menor medida, se apunta tímidamente el elemento político (otra de las constantes en la carrera del cineasta) cuando Miguel le confiesa a Elisa que es escritor y que antes "quería ciertas ideas por las que luchaba, por las que me arriesgaba. Pero en las librerías jamás se vendió un libro mío y aquellos compañeros y aquellas ideas siguen en silencio..." La censura no hubiera permitido una alusión más explícita a la antigua militancia comunista del personaje, por lo que queda un poco en el aire cuáles son las verdaderas motivaciones de la insatisfacción que lo atenaza. Una ambigüedad que está igualmente presente en el caso de Elisa y de esa especie de síndrome de Estocolmo que acabará desarrollando respecto a su "raptor".

Un espectacular giro de guion le deja a Elisa esta cara de sorpresa

lunes, 26 de agosto de 2019

La virgen de agosto (2019)




Director: Jonás Trueba
España, 2019, 125 minutos

La virgen de agosto (2019) de Jonás Trueba


Siempre es una alegría comentar las películas de Jonás Trueba, ese tipo simpático que rueda como quien respira, sin importarle gran cosa ni el qué ni el cómo, sino, lo que es mucho más importante en cine: los estados de ánimo. Fiel a esta premisa, que bien podrían avalar grandes directores de ayer y de hoy, desde el Rohmer de Cuento de verano (1996) hasta el Hong Sang-soo de La cámara de Claire (2017), La virgen de agosto se nos presenta repleta de giros y de guiños que se inscriben en la tradición del mejor cine de autor.

De momento (la película se estrenó el pasado 15 de agosto, coincidiendo con la festividad que le da título), la mayoría de críticas y reseñas están obviando un detalle que, quizá por evidente, podría pasar por alto. Y es la simbología de los nombres y de las fechas en una historia que a lo mejor es menos cotidiana de lo que parece. Así, por ejemplo, la protagonista se llama Eva (Itsaso Arana), está a punto de cumplir la edad de Cristo y, por lo que se deduce del desenlace, es ella, y no la que está en los altares, la verdadera "virgen de agosto".



También hay algunos enclaves de su periplo estival particularmente significativos, como la visita al Museo Arqueológico Nacional donde se encuentran la Dama de Elche y la Dama oferente del Cerro de los Santos, sacerdotisas o diosas ambas y, por ahí, equivalente de lo que la Virgen representa en la cultura cristiana. Por si fuera poco, Eva se someterá a un rito chamánico de estar por casa y el que tal vez llegue a convertirse en su pareja (y al que confunde con un suicida) responde al peculiar nombre de Agos (Vito Sanz), hipocorístico de Agostino.

Y todo esto para llevar a cabo lo que a Jonás Trueba mejor se le da, que es el retrato generacional de unos jóvenes que aspiran a "hacerse una persona de verdad" o que simplemente se conformarían con que, en el caso de las mujeres, la maternidad o la menstruación dejasen de suponer una traba que lastra su existencia. Homenaje a la geografía urbana y, sobre todo, humana, de un Madrid languideciente y a ratos fantasmal en el que, sin embargo, la vida continúa a pesar del parón veraniego.


Una íntima convicción (2018)




Título original: Une intime conviction
Director: Antoine Raimbault
Francia/Bélgica, 2018, 110 minutos

Una íntima convicción (2018) de Antoine Raimbault


Una película de juicios a la antigua usanza, pero con el aliciente de que muestra las interioridades del aparato judicial francés a partir de un caso verídico, algo no muy frecuente en comparación con la acostumbrada presencia en el cine de Hollywood de la maquinaria procesal norteamericana. En todo caso, de un tiempo a esta parte no son pocos los títulos de la cinematografía gala en los que el poder persuasivo de la palabra posee un papel preponderante: Una razón brillante (Le brio, 2017), A viva voz (À voix haute, 2016), etc., etc.

De ser cierto lo que indican los créditos finales, Nora (Marina Foïs) es el único personaje ficticio de cuantos intervienen en Une intime conviction. Todos los demás, incluido el letrado Eric Dupond-Moretti (Olivier Gourmet), aparecen con los mismos nombres que en la vida real, lo cual da una idea del grado de implicación del debutante Antoine Raimbault a la hora de documentarse para el que ha sido su primer largometraje.



Éste es un filme en el que se emplea muy a menudo el vocablo verdad, esa criatura escurridiza tras la que media humanidad anda a vueltas y que es tan cambiante como el parecer de cada cual. En ese sentido, Nora está convencida de la inocencia de Viguier (Laurent Lucas) y removerá Roma con Santiago hasta conseguir que se repita el juicio. Queda claro, pues, que para esta cocinera con vocación de abogada defensora no hay más certeza que el hecho de que el acusado no mató a su mujer, por lo que no se arredrará ni ante la incomprensión de su entorno familiar y laboral ni ante cualquier otro impedimento con tal de que se haga justicia.

Lo preocupante vendrá cuando la obsesión por el tema adquiera tintes enfermizos, llegando a poner en peligro no sólo su estabilidad personal (es madre soltera de un menor y mantiene una relación con un compañero de trabajo), sino incluso su integridad física. Y es que tantas horas escuchando, en busca de alguna pista, las cintas con los centenares de conversaciones telefónicas de los encausados son capaces de desquiciar a cualquiera. Con todo, y tras arduos esfuerzos, servirán para que el discurso final del letrado, en la más pura tradición de los clásicos del género, sea un soberbio ejercicio de elocuencia de los que hacen historia.


domingo, 25 de agosto de 2019

El pequeño príncipe (1974)




Título original: The Little Prince
Director: Stanley Donen
Reino Unido/EE.UU., 1974, 88 minutos

El pequeño príncipe (1974) de Stanley Donen


Las personas mayores me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesara un poco más en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. Así fue como, a la edad de seis años, abandoné una magnífica carrera de pintor. […] Las personas mayores nunca comprenden nada por sí solas y es cansador para los niños tener que darles siempre y siempre explicaciones. Debí, pues, elegir otro oficio y aprendí a pilotar aviones. Volé un poco por todo el mundo. […] Tuve así, en el transcurso de mi vida, muchísimas vinculaciones con muchísima gente seria. Viví mucho con personas mayores. Las he visto muy de cerca, aunque no ha mejorado excesivamente mi opinión sobre ellas...

Antoine de Saint-Exupéry
El Principito
Traducción de Bonifacio del Carril

En unas declaraciones incluidas en los extras del DVD de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) el productor Mervyn LeRoy hacía especial hincapié en que si había invertido tanto entusiasmo (y tantos dólares) en hacer realidad aquel proyecto era porque creía firmemente en la necesidad de rodar una película que después pudiese ver con sus hijos. Y es ese mismo empeño el que debió de mover a un director consagrado de la talla de Stanley Donen a sacar adelante la nada fácil adaptación de Le petit prince.

Es curioso, porque la obra cumbre del francés Antoine de Saint-Exupéry (1900–1944) tiene muchos puntos en común con la de L. Frank Baum, aunque sólo sea por las enormes dosis de imaginación en ambas contenidas. Pero también por sus muchos valores, siendo la pureza de la infancia, única y verdadera patria de todo hombre de bien que se precie, el más destacable.



Y algo parecido puede decirse del libro y de la singular lectura, en clave de musical, llevada a cabo por el tándem Lerner-Loewe. Como todo el mundo sabe, la en apariencia sencillez del texto encierra, sin embargo, una profundidad de lo más trascendente. Y eso mismo es lo que consigue Donen con su puesta en escena al traducirlo en imágenes: recrear un universo de planetas minúsculos y seres insólitos mediante recursos que rehúyan el más mínimo atisbo de aparatosidad.

Buena prueba de ello es el uso de lentes esféricas para crear la sensación de que el encuadre se corresponde con las reducidas dimensiones de cualquiera de los mundos visitados por el protagonista. O, en el plano coreográfico, ver a Bob Fosse encarnando a una boa (bajo el tórrido sol de Túnez) sin que ello vaya en detrimento de la credibilidad de su personaje. Todo lo contrario: tanto el bailarín como Gene Wilder en el papel de zorro logran aprehender a la perfección el carácter de los animales que interpretan. Quizá porque, como revela este último, "sólo vemos con el corazón, ya que lo esencial es invisible para los ojos..."

Según dicen, Michael Jackson se inspiró en Bob Fosse...

Gran bola de fuego (1989)




Título original: Great Balls of Fire!
Director: Jim McBride
EE.UU., 1989, 108 minutos

Gran bola de fuego (1989) de Jim McBride


A falta de algo mejor que destacar, si algún mérito tiene Great Balls of Fire! es el haber rehabilitado la imagen pública de un artista al que los escándalos de su vida personal relegaron, durante décadas, a un segundo plano. De los devaneos y desgracias que abrumaron a Jerry Lee Lewis en el pasado más vale no dar cuenta aquí: baste señalar que su biopic —simple, superficial y pésimamente interpretado— no pasó de ser una amable recreación de los inicios de la carrera del cantante y pianista apodado The Killer.

Decir que Dennis Quaid hiperactúa en su papel de ídolo de quinceañeras se queda probablemente corto. Tal vez sería más apropiado calificarlo de caricatura, habida cuenta de la desesperante falta de credibilidad de una interpretación tan plana como desprovista de matices. Algo que podría hacerse extensible al resto del reparto, desde la candorosa Winona Ryder encarnando a la esposa impúber hasta los cientos de extras que bailan como posesos al ritmo frenético del aspirante a Rey del Rock.



De todos modos, y como suele ser habitual en este tipo de productos hollywoodenses, que tardan años en gestarse, después de haber dado mil vueltas y pasado por incontables manos, la película estuvo a punto de ser dirigida por Terrence Malick, aunque su guion, centrado en los aspectos más sórdidos del personaje, sería rechazado al considerarse excesivamente oscuro. ¿Y qué habría hecho Martin Scorsese con Robert De Niro? ¿O Michael Cimino dirigiendo a Mickey Rourke? Preguntas que quedarán para siempre sin respuesta, pero que demuestran lo voluble que llega a ser una industria en la que el talento a menudo se supedita a otros intereses mucho más venales.

A fin de cuentas, esa misma dicotomía aparece ligera e indirectamente reflejada en el filme a través de una supuesta rivalidad entre Elvis y Jerry Lee: ambos nacidos el mismo año (1935), ambos dotados de un excepcional don para la música, pero uno predestinado a convertirse en leyenda a partir de su muerte prematura y el otro, menos "afortunado", a ver cómo su estrella languidecía como consecuencia de una acusación de bigamia que genera un amplio rechazo social.


sábado, 24 de agosto de 2019

God Help the Girl (2014)




Título en español: Que Dios proteja a esta chica
Director: Stuart Murdoch
Reino Unido, 2014, 112 minutos

God Help the Girl (2014) de Stuart Murdoch


Tras veinte años al frente de los escoceses Belle & Sebastian, Stuart Murdoch decidió probar fortuna como cineasta con un musical juvenil que destila delicadeza por los cuatro costados. La misma sensibilidad indie de las letras de sus canciones, pero puesta ahora al servicio de una entrañable historia en la que tres tardoadolescentes se empeñan en hacer realidad el sueño de formar un grupo.

Es muy probable que ni Eve (la australiana Emily Browning) ni James (Olly Alexander) ni Cassie (Hannah Murray) tengan demasiado en común más allá del firme deseo de darle algún sentido a sus propias vidas. Tal y como afirma James, que es un poco el ideólogo de la banda y verdadero héroe del filme: "Yo no es que tenga nada en contra de la gente: lo único que ocurre es que no soporto la idiotez colectiva..."



En ese sentido, los protagonistas de God Help the Girl parece que se encuentren más allá del tiempo. Y, aunque se vea algún que otro móvil en dos o tres ocasiones, lo cierto es que los chicos se comportan como si viviesen en un mundo analógico de casetes y programas de radio. De hecho, casi se podría afirmar que la película, en su conjunto, es un sentido homenaje a la estética de los ochenta y aun de los setenta o los sesenta, como la escena en la que Eve pone un vinilo en su tocadiscos portátil a orillas del río.

También se abordan, sin embargo, otros temas más actuales, caso de la anorexia de Eve, contrapunto realista frente al verano de ensueño en el que se desarrolla la acción. En cualquier caso, la ópera prima de Stuart Murdoch no sólo recoge el testigo de producciones inmediatamente anteriores como la sueca We Are the Best! (¡Somos las mejores!, 2013) de Lukas Moodysson, sino que influiría decisivamente en otros títulos que vinieron después, inspirados por un similar espíritu revival, como Sing Street (2016) de John Carney.


viernes, 23 de agosto de 2019

Jeanne y el chico formidable (1998)




Título original: Jeanne et le garçon formidable
Directores: Olivier Ducastel y Jacques Martineau
Francia, 1998, 98 minutos

Jeanne y el chico formidable (1998)
de Olivier Ducastel y Jacques Martineau


A finales de los noventa y principios de este siglo, el cine francés conoció una suerte de "resurgimiento" del género musical gracias a títulos como On connaît la chanson (1997) de Alain Resnais o 8 femmes (2002) de François Ozon. En realidad, hablar de resurrección no deja de ser una inexactitud flagrante, puesto que la cinematografía gala, en mayor o menor medida, no ha dejado nunca de frecuentar dicho género desde que Jacques Demy fijara sus bases mediante los ya clásicos Les parapluies de Cherbourg (1964), Les demoiselles de Rochefort (1967) y otros filmes posteriores (véase, hace un par de días, en este mismo blog, Une chambre en ville).

Precisamente, el espíritu de Demy está más que presente en Jeanne et le garçon formidable (1998). Y no sólo por el formato, fresco y desinhibido como en los filmes arriba indicados, sino porque el protagonista masculino, interpretado por Mathieu Demy, es hijo del cineasta y de la también realizadora Agnès Varda.



Fieles a su línea combativa y militante, los directores Olivier Ducastel y Jacques Martineau se sirven de la, en apariencia, inofensiva Jeanne (Virginie Ledoyen), una joven de azarosa vida sentimental, para contar una historia de amor imposible entre la susodicha y un seropositivo, lo cual supone, de nuevo, otro homenaje al omnipresente Jacques Demy, quien —pese a que según la versión oficial, difundida por la familia en un primer momento, había muerto a causa de una leucemia— falleció, en realidad, víctima del sida a la edad de cincuenta y nueve años.

La diversidad de estilos de las canciones, en un abanico que abarca desde el tango hasta los ritmos étnicos (caso de la reivindicativa canción de los empleados de limpieza), da lugar a una amalgama que, pese a lo jovial de su presentación, esconde, sin embargo, una realidad social desgarradoramente despiadada.


jueves, 22 de agosto de 2019

Profundamente en mi corazón (1954)



















Título original: Deep in My Heart
Director: Stanley Donen
EE.UU., 1954, 132 minutos

Profundamente en mi corazón (1954) de Stanley Donen

Lejos de ser un proyecto personal de Stanley Donen, Deep in My Heart fue, básicamente, un encargo de la Metro en el que la biografía del compositor de origen húngaro (vienés, según el filme) Sigmund Romberg (1887–1951) servía como excusa para insertar, a veces con calzador, una serie de números de baile protagonizados por las estrellas más rutilantes de dichos estudios, desde Gene Kelly (por primera, y única, vez en compañía de su hermano Fred) hasta Cyd Charisse, pasando por Howard Keel o Ann Miller.

De modo que la estructura adolece de una falta de coherencia que, más que un defecto, constituía la tónica general en no pocos musicales de aquel período. Con todo, no es ése el principal inconveniente que se le puede recriminar a la película, sino que, en opinión de muchos, fue la elección como protagonista del actor José Ferrer lo que impidió que Deep in My Heart alcanzase la notoriedad de otras producciones por el estilo. Para qué nos vamos a engañar: el puertorriqueño era, sin duda, un intérprete excepcional, pero cantar y bailar no fueron nunca sus habilidades más destacables...



Asimismo, a según quién le podría rechinar —aunque esto, como tantas cosas, es opinable— el tono excesivamente patriotero de algunas canciones compuestas por Romberg, como es el caso, por ejemplo, de "Your Land and My Land" (al que pertenece la fotografía anterior), interpretada por Howard Keel y procedente del musical My Maryland (1927).

Sin embargo, y a pesar de todo lo hasta aquí expuesto, conviene resaltar la enorme belleza de algunas de las coreografías. Sobre todo de la protagonizada por Cyd Charisse, "The Desert Song": una estilizada filigrana de inspiración arábiga cuya principal virtud reside en el erotismo latente de los movimientos que unen a la susodicha con su partenaire, James Mitchell.


miércoles, 21 de agosto de 2019

Una habitación en la ciudad (1982)


















Título original: Une chambre en ville
Director: Jacques Demy
Francia, 1982, 90 minutos

Una habitación en la ciudad (1982) de Jacques Demy

Dos son los rasgos que, como mínimo, comparte esta película con Les parapluies de Cherbourg (1964). Por una parte, el hecho de estar enteramente cantada de principio a fin; por otra, el particular (y estridente) tratamiento del color. Al hilo de lo cual, se nos ocurre una tercera y hasta una cuarta concomitancia: ambas explican una historia de amor con un trasfondo político. Porque, si a mediados de los sesenta el referente más inmediato era la guerra de Argelia, en Une chambre en ville la acción se sitúa en el Nantes de 1955, durante la huelga de los metalúrgicos. Ciudad, conviene no olvidarlo, en la que Demy pasó su infancia.

Hay, sin embargo, una diferencia decisiva entre los dos filmes. Y es el ligero toque tragicómico que se deja sentir en este segundo musical, tal vez a causa de haber sido rodado en una época en la que difícilmente habría ya nadie que se tomase en serio el apasionado idilio entre un obrero y una burguesa. Buscada o no, dicha comicidad se hace patente cada vez que la película se proyecta en pantalla grande y, al llegar al final (que no desvelaremos), el público presente en la sala... ¡se parte de risa!



En cualquier caso, la partitura compuesta por Michel Colombier (1939–2004) iguala en calidad e intensidad a la que otro Michel —Legrand, (1932–2019)— compusiera para Les parapluies... Con la salvedad de que Richard Berry (Guilbaud) y Dominique Sanda (Édith) no son ni Catherine Deneuve ni Nino Castelnuovo.

Completaron el reparto una magnífica Danielle Darrieux en el papel de la señora Langlois, propietaria de la habitación alquilada y "suegra" del proletario Guilbaud, y Michel Piccoli interpretando al desesperado (e impotente) marido de la bella Édith.


martes, 20 de agosto de 2019

Una pareja... distinta (1974)




Director: José María Forqué
España, 1974, 101 minutos

Una pareja... distinta (1974)
de José María Forqué


Buceando en el más de medio centenar de títulos que conforman la filmografía de José María Forqué resulta relativamente fácil descubrir alguna que otra joya tan insólita como Una pareja... distinta (1974). Inusual, más que nada, por su temática, ya que aborda la relación entre una mujer barbuda (que además es madre soltera) y un travesti con ínfulas de vedette.

Tras abandonar el circo en el que trabajaba, Zoraida (Lina Morgan) se presenta de improviso en la humilde morada de su padrino, el artista de cabaré Charly Huesca (José Luis López Vázquez), quien, en un principio, rechaza la idea de que la joven se instale con él. Pero cuando éste constate que la faz pilosa de la ahijada, lejos de ser un inconveniente, tiene gancho entre su clientela de viejos verdes, sobre todo con don Arturo (Manuel Díaz González), aceptará gustoso que se quede a vivir allí, por lo que Charly pasa a ser, de la noche a la mañana, el proxeneta de Zoraida.



Luego vendrá una reportera (Rina Ottolina) a hacerles una interviú, lo cual propicia que, ante la supuesta celebridad que se avecina, reaparezca Manolo (Ismael Merlo), el tronado padre de Zoraida. Pero ni el uno ni la otra están dispuestos a soportar a semejante gorrón en casa. Porque, poco a poco, y a fuerza de convivir, ha nacido el amor entre ambos. Sin embargo, ironías del destino, es justo después de haberse casado, y cuando mayores son sus esfuerzos por llevar una vida "normal", que se darán de bruces con la realidad.

Un poco en la línea, salvando las distancias, de aquella mítica Freaks (La parada de los monstruos, 1932), José María Forqué y su guionista Hermógenes Sáinz coescriben una entrañable historia sobre dos seres inadaptados que, curiosamente, son más felices mientras viven sus peculiaridades sin excesivos tapujos que no cuando intentan amoldarse a las exigencias de una vida convencional. Cierto que hay algún momento de brocha gorda (como la cisterna de ese inodoro del piso de arriba cuyas infectas estridencias se dejan oír de fondo, invariablemente, cada vez que los protagonistas profieren sus ilusiones), aunque ello no es óbice para que sea valorada en su justa medida una película que se adelantó a su tiempo.