martes, 14 de agosto de 2018

Martes de carnaval (1991)




Directores: Fernando Bauluz y Pedro Carvajal
España, 1991, 92 minutos

Martes de carnaval (1991)

Pues no: aunque este Martes de carnaval también transcurre en Galicia, no tiene nada que ver con la homónima trilogía esperpéntica de Valle-Inclán. Sí que hay, aun así, un escritor de por medio, interpretado por Fernando Guillén, y los personajes que pululan en su imaginación febril luchan por alcanzar la categoría de entes autónomos. Pero todo es en vano: que siendo como son entelequias imprecisas en un remoto rincón de la memoria, su estado larvario dista mucho de concretarse en una realidad que vaya más allá de los recuerdos de juventud de un soñador.

Por el juego que se establece entre el autor y sus criaturas, recluidas en un vagón de tren, la película bien podría ser una nivola unamuniana. Con todo, la inquietante presencia de los cigarrones, coloridos seres míticos de estirpe pagana ataviados con ensordecedores cencerros, le aporta un toque medio folclórico medio ancestral, profundamente galaico, al que se une, en última instancia, la dicotomía entre un pasado que importuna al protagonista mediante pesadillas recurrentes, que tienen su origen en sus primeros escarceos sentimentales durante las celebraciones carnavalescas, y un presente, no menos fastidioso, en el que, inmerso en plena crisis creativa (y alcohólica), sus editores no paran de atosigarlo para que les suministre nuevos relatos.



En ese planteamiento a tres bandas entre ficción, presente y pasado, hay personajes que saltan de uno a otro plano, desdoblándose o simplemente cambiando de apariencia. Es el caso de los tres hermanos Molina (Ángela, Mónica y Miguel) o del ama (Elisa Montés), con cuya fisonomía adorna el autor a uno de los seres encerrados en el tren.

Las fronteras se desdibujan, por lo tanto, entre dichas dimensiones, dando lugar a un escenario en el que la Muerte campa a sus anchas con el único objetivo de embaucarnos. Una pajarita de papel arde sobre la mesa de trabajo en la quietud de un decadente pazo, mientras, en las antípodas de la realidad, a años luz de cualquier coordenada espacio-temporal, María del Campo 2ª (Ángela Molina) se rebela contra la autoridad del novelista que un día la imaginó bella y pura, pero exenta de voluntad, cabalgando a lomos de un caballo, blanco y amargo, llamado heroína.


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