miércoles, 7 de agosto de 2019

Dulcinea (1962)




Director: Vicente Escrivá
España/Italia/Alemania, 1962, 92 minutos

Dulcinea (1962) de Vicente Escrivá


A diferencia de las muchas adaptaciones que se han llevado a cabo de la obra de Cervantes, Dulcinea parte de un planteamiento cuando menos insólito: que sea la labriega Aldonza Lorenzo (Millie Perkins) quien, tras tener noticia de la existencia de don Quijote, a través de la misiva que Sancho le entrega en mano, decida transformarse, por voluntad propia, en emperatriz del Toboso. Lo cual supone un cambio trascendental respecto al argumento de la novela, puesto que la sin par, que hasta entonces apenas había sido una quimera forjada en la imaginación del hidalgo, de repente se convierte en un personaje de carne y hueso.

Con esto no sólo varía el punto de vista, sino que, con muy buen criterio, don Quijote pasa a ser un ente in absentia, del que escuchamos la voz y hasta veremos su cuerpo yacente, pero jamás su rostro. Y es que así se evita que el Caballero de la Triste Figura pudiese robarle protagonismo a quien realmente lo merece en esta singular versión de la obra teatral del francés Gaston Baty (1885–1952), que ya había sido llevada a la pantalla por Luis Arroyo en 1947 con Ana Mariscal como protagonista.

"¡No existe Dulcinea!"


Lo singular de la puesta en escena ideada por Vicente Escrivá es que toma como referencia dos filmes, a cuál más prestigioso, a priori bastante alejados de lo que venía siendo la estética predominante en el cine español de los sesenta: El séptimo sello (1957) de Bergman y La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer (también serviría, en este último caso, la Santa Juana (1957) de Otto Preminger). 

De la primera toma el grupo de cómicos de la legua con los que se cruza Aldonza/Dulcinea al dejar atrás su pueblo o el aspecto austero del cura que administra la extremaunción a Alonso Quijano y que recuerda, en todo, a la Muerte tal y como la imaginara el cineasta sueco en la ya mencionada película. De Juana de Arco, una vez condenada al suplicio, procede el detalle de que le rapen la cabellera, así como el juicio sumarísimo al que la someten los inquisidores. Motivos, todos ellos, que acaban confiriendo al conjunto, pese a sus muchos méritos, un sorprendente enfoque de exaltación cristiana ajeno al espíritu cervantino y más propio del nacionalcatolicismo franquista.

La picaresca también hace acto de presencia:
Antonio Ferrandis (centro) caracterizado como mendigo

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