Director: Florián Rey
España, 1947, 87 minutos
Por la ruta de las Indias,
sale al mar la Capitana.
Se oyen cantos de Galicia
y viejas canciones vascas,
jotas bravas de Aragón,
sentidas asturianadas,
y con la gracia andaluza,
la seriedad castellana.
Por la ruta de las Indias,
sale al mar la Capitana.
Hincha el viento del nordeste
las velas, encampanadas
como senos de sirena,
vientres de tritón, la jarcia
tensa corta el aire y vibra
como el cordaje de un arpa.
Y en lo alto de la antena,
palpita el pendón de España.
Sobre blanco y carmesí,
leones y castillos campan.
Por la ruta de las Indias,
corta el mar la Capitana.
Bajo un disfraz de jarcias y trinquetes, el nacionalcatolicismo acechaba dispuesto a colar su mensaje intolerante y fanático. Parece mentira que la emisión de un determinado tipo de cine bélico siga levantando ampollas entre los airados televidentes cuando, en realidad, son estas producciones supuestamente históricas las que de verdad contienen valores de un conservadurismo político a ultranza.
En lo que a La nao Capitana se refiere, el tema es fácilmente resumible: adaptación de la novela homónima de Ricardo Baroja, fue dirigida por Florián rey en 1947. Manuel Tamayo se encargó del guion. En su elenco, los rostros habituales de la filmografía nacional en aquel entonces: Manuel Luna, Fernando Fernández de Córdoba, José Nieto... Es el personaje que interpreta este último el que nos da la clave sobre la intención última de una película a priori destinada a recrear la singladura ultramarina de una embarcación en tiempos de nuestro Siglo de Oro:
FRAY JOSÉ: Pero cuando se está lejos de España, es cuando se siente a la patria con más fuerza.
CAPITÁN DIEGO RUIZ: Y cuando mayor es el orgullo de llamarse español. Yo en mi nao Capitana me encuentro tan cerca de ella como en la tierra firme. Es para mí algo así como una madre, como mi pueblo. Un trozo desprendido de España que, empujado por las olas, los vientos, las corrientes, pasa el mar y llega a otras orillas. Verán sus mercedes en mi barco toda la variedad de los reinos españoles. Se han enrolado vascos, castellanos, gallegos, aragoneses, andaluces, levantinos... Salgo del puerto con la nave convertida en torre de Babel. Como el viaje es largo, todos van perdiendo un poco su habla nativa, y al llegar a las Indias, prevalece el romance castellano.
FRAY NICOLÁS: Verificándose con ello el milagro contrario al que Dios, nuestro Señor, hizo en las orillas del Éufrates. ¿No es eso?
CAPITÁN DIEGO RUIZ: Así es. Se unen las lenguas y los sentimientos y no hay más que españoles.
FRAY NICOLÁS: Con un mismo idioma y un mismo sentir, se harán grandes cosas en las Indias.
CAPITÁN DIEGO RUIZ: Grandes cosas se harán y grandes pueblos, que han de ser, cuando corran los años, como viejos galeones anclados tierra adentro, cuyos habitantes y nietos de los tripulantes de hoy sentirán a España, hablarán en español y rezarán con el idioma de la madre patria.
¡Toma ya! ¿Para qué seguir, si en este diálogo se condensa la finalidad primordial con que fue rodada la película? A partir de aquí, todo lo demás no será sino dorar la píldora y entretener al personal. Un ejercicio de relleno, consistente en la historia del morisco fugitivo, números musicales de raigambre folclórica y los inevitables temporales y abordajes a cañonazo limpio de cualquier producción marítima de aventuras que se precie. Nada: chorradas. Lo esencial se resume en una desaforada apología de la unidad de España, de la conquista de América y de la religión católica. Y hasta de la pena de muerte, si se tiene en cuenta el triste final que aguarda al polizonte interpretado por Manuel Luna.
A juzgar por el trato que recibe, el fugitivo parece más un republicano represaliado que no un morisco |
La nao pretende ser, pues, metáfora de España, pero no de la real, sino de la que concibió el franquismo. Porque en el siglo XVI cada uno de los reinos de la corona mantenía sus leyes, sus instituciones y su habla y jamás nadie habría hecho un alegato como el del Capitán en favor del "romance castellano" y en detrimento de las demás lenguas peninsulares. He ahí donde radica lo verdaderamente perverso del discurso: en ese afán continuo por reescribir la historia según los intereses del bando vencedor.
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