jueves, 20 de julio de 2017

La casa en la que vivo (1957)




Título original: Дом, в котором я живу / Dom, v kotorom ya zhivu
Directores: Lev Kulidzhanov y Yakov Segel
Unión Soviética, 1957, 95 minutos

La casa en la que vivo (1957)


Los autores de La casa en la que vivo (1957) sabían muy bien lo que se hacían. Si el objetivo era captar la esencia del alma rusa para llegar al corazón de millones de espectadores en todo el mundo, sin duda que lo consiguieron con creces. Porque los postulados ideológicos, si bien son importantísimos, quedan relegados al trasfondo de la historia. Lo que se nos muestra en primer término es la vida cotidiana de tres familias soviéticas (los Davidov, los Kashirin y los Volynsky) a lo largo de quince años, de 1935 a 1950. El nexo en común entre ellas, como indica el título, es el edificio en el que conviven, testigo mudo de sus alegrías y de sus penas, escenario en el que veremos crecer a sus hijos y del que partirán los barones en el fatídico 1941 para incorporarse al frente.

El planteamiento es muy similar, si se piensa, al que ya había utilizado antes Antonio Buero Vallejo en su aclamada pieza teatral Historia de una escalera, estrenada en 1949. Con la salvedad de que el guion de Iosif Olshansky y Nina Rudneva carecía del componente crítico que contiene la obra de Buero. Todo lo contrario: aquí se subraya la heroicidad de unos hombres capaces de sacrificarse por su patria y la ternura de unas mujeres siempre dispuestas a velar por los suyos. Por eso el personaje de Lida (Ninel Myshkova) es visto con recelo por los demás: en su debilidad, es incapaz de sustraerse al adulterio, que comete con el hijo mayor de los Davidov por no saber valorar lo suficiente la relevancia de la tarea que, como geólogo, lleva a cabo su marido.



En realidad, las tres familias son muy distintas entre sí, aunque se complementan a la perfección. Los Davidov son la típica familia numerosa obrera: moralmente rectos y sabiamente administrados por la amantísima mamá Davidova (Valentina Telegina). Los Volynsky, en cambio, son padres de una sola hija (Galya, de la que se enamorará Seryozha, el pequeño de los Davidov), en cuya educación ponen mucho esmero: desde muy temprana edad, recibirá clases de música e interpretación. Los Kashirin, por último, son un matrimonio sin hijos, lo cual acabará siendo un problema entre ellos, dadas las ansias de maternidad de Lida, que Dimitri (Mikhail Ulyanov) no puede satisfacer por estar siempre pendiente de ir de aquí para allá en busca del hierro o del petróleo que hagan más grande la industria nacional.

Todo en La casa en la que vivo responde a un evidente valor simbólico: el edificio sería la Unión Soviética; las tres familias, las distintas clases sociales (obreros, intelectuales, científicos); la madre, la patria que vela por todos y a la que todos aman... En relación con esto último, es interesante el plano en el que las sombras de los soldados del Ejército Rojo desfilan ante un cartel en el que se hace un llamamiento a alistarse y que contiene el dibujo de una cuasi matrioshka representando a la nación cuyo rostro recuerda vagamente al de la madre Davidova. Igualmente impactante (véase arriba) es el paseo de una pareja que se dirige hacia la fecha funesta en llamas de la invasión nazi. Otras imágenes, en cambio, son mucho más amables y responden al estándar romántico del cine soviético de la época, como los enamorados paseando a orillas de un río (estampa que aparece idéntica en Cuando pasan las cigüeñas y en Destinos diferentes) o, ya al final, el niño que salpica a su vecina al cruzar junto a un charco: déjà vu que viene a recordarnos que la vida continúa y que la historia se repite (a veces para bien).


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