Directores: Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm
EE.UU./Dinamarca, 2016, 88 minutos
Confortablemente instalado en la quietud de su semiretiro, el artista David Lynch (lo de cineasta se le queda pequeño a estas alturas) deja que las cámaras capten las evoluciones del pintor mientras trabaja en su taller. Viéndolo así, constante y apacible, con el arrullo de sus palabras en off, el conjunto de su obra no parece tan inquietante, sino que se nos descubre como la consecuencia lógica de una trayectoria vital que arrancó hace ya más de setenta años en una pequeña localidad de Montana. Su mundo, en aquel entonces, estaba delimitado por apenas dos manzanas de casas, pero dentro tenía cabida todo lo necesario para colmar la curiosidad de una imaginación desbordante.
Fumando empedernidamente, recreándose con su hija pequeña, el tiempo parece haberse detenido. Y la música envolvente de Jonatan Bengta (y de hasta seis compositores adicionales, según los créditos) lo invade todo, en un intento por recrear la atmósfera de las películas de Lynch. Es el mismo desasosiego que transmiten sus cuadros, muchos acompañados de mensajes crípticos, que irán desfilando por la pantalla a lo largo de los casi noventa minutos de metraje.
Rodada tras un largo proceso de micromecenazgo, The Art Life muestra la génesis de cómo se gestó el universo creativo de David Lynch desde su infancia hasta el estreno de Eraserhead en 1977. Y lo que relata en primera persona no son, en general, vivencias traumáticas. Todo lo contrario: tiene palabras de agradecimiento para sus padres, a los que describe como seres bondadosos que en todo momento alentaron su creatividad. Puede que se sintieran decepcionados con él durante su adolescencia o que, en un primer instante, no acabasen de entender su vocación, pero el hombre experimentado que habla desde la madurez se muestra comprensivo con ellos. Sólo al detenerse en su llegada a la ciudad de Filadelfia asoma el fantasma de las grandes e inhóspitas áreas industriales (que tanta presencia tendrán, por otra parte, en su cine): "Philadelphia was kind of a poor man's New York City, so it was a weird town. It was kind of a mean town".
En cualquier caso, y pese a no desvelar nada que no supiesen ya los iniciados en su obra, The Art Life es un complemento interesante para conocer el lado más humano de un creador que cinematográficamente no se prodiga en exceso, fuera de algún que otro videoclip o de la cansina Twin Peaks, de la que acaban de estrenarse dieciocho capítulos más. Puede que se agoten las ideas o puede que pretenda seguir sacando réditos de los éxitos del pasado (ambas posibilidades son comprensibles), pero lo que está claro es que, como decían de Orson Welles (otro gigante inconmensurable), la mejor creación de David Lynch sea tal vez él mismo.
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