Título original: Raging Bull
Director: Martin Scorsese
EE.UU., 1980, 129 minutos
Toro salvaje (1980) de Martin Scorsese |
Cuenta la leyenda (o, en su defecto, IMDb) que Scorsese se hallaba convaleciente de una sobredosis de cocaína cuando Robert De Niro lo convenció para que dirigiese Toro salvaje. Tanto si la anécdota es verdadera o espuria —que en esto, como en todo lo relacionado con el séptimo arte, suele haber más mito que fiabilidad histórica— lo cierto es que De Niro había leído con avidez la biografía de Jake LaMotta durante el rodaje de El padrino, por lo que no es de extrañar que hiciera lo imposible por meterse en la piel de un personaje que acabaría reportándole, al fin y a la postre, el que hasta la fecha sigue siendo su segundo Óscar. Y a fe que el galardón fue merecidísimo, habida cuenta de la espectacular transformación a que sometió su físico, incrementando en muchos kilos su ya de por sí imponente personalidad.
En cualquier caso, y en lo que respecta a la destreza del director, valerse de la obertura de Cavalleria rusticana como acompañamiento de las imágenes de un boxeador a cámara lenta en pleno combate es un recurso expresivo de los que marcan época. Para ganar en intensidad dramática —y así, de paso, diferenciarse de los clichés que habían establecido las dos primeras entregas de Rocky (estrenadas, respectivamente, en 1976 y 1979— el cineasta se decantó por el uso del blanco y negro. Ardid al que, por cierto, también había recurrido Hitchcock en Psicosis (1960) con la finalidad de que la enorme cantidad de sangre vertida no resultase tan escandalosa y que, en el caso de un ring, podía ser igualmente beneficioso.
Scorsese sitúa la cámara en el interior del cuadrilátero con la finalidad de hacer más cercano el ascenso y posterior caída de quien, en tiempos, fue campeón mundial en la categoría de los pesos medios para terminar regentando, ya en plena decadencia, garitos de mala muerte en los que lo mismo te explicaba un chiste malo que recitaba a Shakespeare, Tennessee Williams o los monólogos de La ley del silencio (1954).
Pero Raging Bull es mucho más que eso: se trata, ante todo, de un duelo interpretativo entre actores de raza como el ya mencionado De Niro o el no menos dúctil Joe Pesci, capaz de encarnar con tanta credibilidad al hermano del púgil que hasta salió de la filmación con alguna costilla rota, por no mencionar el hieratismo de Cathy Moriarty a la hora de soportar el difícil carácter de un esposo enfermizamente celoso. Tanto es así que cuando el verdadero Jake LaMotta vio la película llegó a darse cuenta, por primera vez en su vida, de lo terrible que había sido con los suyos. Y dicen que, en un arrebato de contrición, preguntó angustiado a la verdadera Vicki LaMotta: "¿Era yo realmente así?". Ella, con la parsimonia que la caracterizaba, se limitó a responder simplemente: "No. Eras mucho peor...".
Una obra maestra que gana con los años y que resume la temática predilecta de su director: la herencia italiana, los sentimientos de culpa, la redención.
ResponderEliminarUn abrazo.
De su director y de su guionista: un Paul Schrader que también ha abordado algunos de esos temas con bastante frecuencia.
EliminarGracias por comentar y hasta pronto.