Director: José Luis Cuerda
España, 1991, 98 minutos
LUISA: ¿Me estás interrogando?
JAVIER: Puede que yo te interrogue.... Los demás te acusan.
Dadas las semejanzas entre Amantes de Vicente Aranda y la película que ahora nos ocupa, se podría llegar a pensar que La viuda del capitán Estrada hubiese sido concebida con la intención de emular el éxito obtenido por la primera. Ambas se estrenaron con pocos meses de diferencia (Amantes en abril y La viuda... en septiembre) y las dos planteaban una historia de amour fou con trágicas consecuencias en la España de la posguerra.
Sin embargo, el filme de José Luis Cuerda dista bastante de haber conseguido retratar una pasión tan sumamente arrebatadora como la de los personajes de Aranda. En ese sentido, se le puede perdonar su acartonamiento (de hecho, la mayor parte del cine español de los noventa lo es). Incluso que la actuación de Sergi Mateu (Javier Zaldívar) y la italiana Anna Galiena (Luisa) quede por debajo de las expectativas. No es ése el problema, no. El motivo por el que La viuda del capitán Estrada no acaba de funcionar como película tendría que ver, por ejemplo, con el hecho de que hay demasiados cabos sueltos en el guion: ¿quién fue realmente el difunto Estrada? ¿Por qué se casó Luisa con él? ¿Qué tipo de amistad le unía con Zaldívar? ¿Murió a consecuencia de su paraplejia? Y más aún: ¿por qué la viuda se siente atraída por hombres tan distintos como el prófugo Juan (Chema Mazo), el maduro y empobrecido Marcos Mondéjar (Germán Cobos), el apocado Tomás (Gabino Diego) o el propio Javier, un militar de éxito?
Y no es que no se dé respuesta a dichas preguntas, sino que más bien no se profundiza lo suficiente en ellas. Da la sensación de que Cuerda y Eduardo Ducay, al adaptar la novela Una historia madrileña de Pedro García Montalvo, se vieron obligados a prescindir de muchos de esos detalles, que podrían ser clave para la comprensión de cada personaje (como los orígenes humildes de Luisa). Algo que no debería ser forzosamente un problema, siempre y cuando se acierte a elegir lo que de verdad enriquece la trama desde el punto de vista cinematográfico. Con todo, hay que reconocer que algunos diálogos nos ayudan a reconstruir ese tipo de lagunas:
DON IGNACIO: Hija mía, desde que acabó la Cruzada, esos barrios de Madrid son un nido de resentidos, de vagos, de viciosos, que ponen en peligro tu cuerpo y tu alma.
LUISA: Usted no ha pisado en su vida uno de esos barrios.
DON IGNACIO: Ni tú debías hacerlo. Gracias a Dios, ya no perteneces a esa clase.
LUISA: Llevo sólo siete años en la otra. A lo mejor no me he acostumbrado...
DON IGNACIO: Mira, muchacha. Saca de tu cabeza esas ideas políticas y sociales espiritualmente desiertas, y deja la justicia para Dios y los tribunales. Detrás de cada rico hay un diablo, ya lo sé. Pero detrás de cada pobre hay dos.
LUISA: ¿Y detrás de cada cura?
DON IGNACIO: ¡Eres una insolente, Luisa! ¡Ahora mismo te vienes conmigo a confesar si no quieres que te pegue dos guantazos!
Pero, en confianza: lo que de verdad hace insufrible a La viuda del capitán Estrada es el hecho de que se seleccionase el Concertino de Bacarisse como tema central de la banda sonora. Una música hermosísima, cierto (y que muchos directores se emperran en utilizar, como Gerardo Vera en su versión de La Celestina), pero cuyo trillado, aunque emotivo, lirismo siempre se ajusta mejor a un publirreportaje de chorizos El Pozo que no a un relato de amor y de muerte.
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