sábado, 14 de enero de 2017

Los nuevos españoles (1974)




Director: Roberto Bodegas
España, 1974, 86 minutos

Los nuevos españoles (1974)


Película redonda de la Tercera vía auspiciada por el productor Dibildos, Los nuevos españoles ha ganado, sin duda, con los años, ahora que, cuatro décadas más tarde, es perfectamente posible verificar muchas de las cosas que allí se decían.

Comienza con la presentación de cada uno de los hombres que van a protagonizar esta historia, muy diferentes entre sí pero condenados todos ellos a la homogeneización a raíz de ser absorbida la modesta compañía de seguros para la que trabajan (llamada, irónicamente, La Confianza) por parte de la multinacional americana Bruster & Bruster.

José Ortiz (Pepe Sacristán) es ese pluriempleado ambicioso (y algo pelota), adicto a los cursos por correspondencia, que se casó de penalti hace cinco meses y que aún vive en una buhardilla con su mujer a punto de dar a luz a una niña que se llamará Isabelita.

Teodoro (Manolo Zarzo) responde al perfil de españolito rijoso y bien plantado, casado con una peluquera. A sus 39 años, y a pesar de las canas y tres hijos, aún mantiene el buen humor y el gusto por las mujeres. Pero no ve con buenos ojos la irrupción del American Way of Life en su vida y en su trabajo.

Don Luis (Antonio Ferrandis) es el jefe en la oficina. 53 años, tragaldabas y viudo, vive, sin embargo, con la abnegada Sagrario (Amparo Soler Leal), oficialmente su empleada doméstica, aunque todo el mundo sabe que son amantes.

Sinesio (Manuel Alexandre): la "alegría" de la huerta. Con su pesimismo enfermizo, no hace más que repetir "nos dan la boleta", convencido de que los nuevos propietarios de la empresa los van a despedir. Su mujer y él viven en una casa cuyo desplome es inmediato, curiosa metáfora de la ruina que amenaza sus vidas.

Faltaría añadir al ordenanza Antoñito (Rafael Hernández). Soltero y algo paleto, es el encargado de desempeñar cruciales funciones subalternas en la oficina: recoger la prensa, llevar el desayuno a los empleados (junto con chismes y rumores), etc.

Pero todo eso se va a acabar, porque los nuevos propietarios exigirán de ellos que sean modernos: fuera patillas, bigotes y calvas; fuera barrigas y gafas. A partir de ahora recibirán las consignas implacables de Harry Flanagan (el maestro de actores William Layton), encargado de pulirlos para hacer de ellos auténticos hombres Bruster, seguros de sí mismos y vendedores eficientes. Y pese a ser el grupo número 13, a fe que obtendrán el ansiado premio a la eficacia, un viaje a la sede central en Denver (Colorado), aunque les vaya la vida en ello.



A medio camino entre la secta y la disciplina militar, la Bruster & Bruster, a través de la atractiva ejecutiva Amanda (Claudia Gravy) apelará incluso a las esposas de sus comerciales para que, actuando como "el reposo del guerrero" [sic], contribuyan a que éstos sean más productivos. No deja de ser sarcástico que, a pesar de la merecida fama de machista que tenía la sociedad española, fuese una moderna multinacional estadounidense la encargada de perpetuar dicho modelo patriarcal.

Así imaginaron Bodegas, Dibildos y Garci la irrupción de la modernidad en un país acostumbrado a la siesta, el corrillo y los buenos alimentos: como una amenaza en toda regla que nos haría sacrificar nuestra calidad de vida en aras del progreso. Claro que había mucho humor negro en lo que decían. ¿O no tanto...?


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