Título en español: El árbol de las palabras (Ermanno Olmi en Barcelona)
Director: Xavier Juncosa
España, 2008, 68 minutos
Ermanno Olmi (1931-2018) |
Bromeaba esta tarde Esteve Riambau, en el acto que la Filmoteca ha dedicado a la memoria del cineasta italiano Ermanno Olmi, recientemente fallecido, afirmando que Xavier Juncosa tiene documentales para todo (ciento nueve, precisaría más tarde el interfecto). Y, dado que en noviembre de 2007 Olmi visitó la antigua sede de la Filmoteca en la Avenida de Sarrià para presentar el que entonces era su último trabajo (Centochiodi, es decir, Cien clavos), allí estaba el prolífico documentalista para dejar constancia de ello con una magnífica interviú de algo más de una hora de duración.
Comenta Juncosa que la entrevista tuvo lugar en un despacho de la Facultad de Teología, adonde, después de haberse matriculado en no sé qué seminario, le hicieron esperar tras una interminable cola de periodistas que atosigaban al pobre Olmi, a sus 76 años cumplidos, con preguntas más bien intrascendentes. Hasta que le llegó su turno y entonces se produjo el milagro: pese a la fatiga acumulada, un viernes a última hora de la tarde, hubo una inmediata conexión entre ambos, tal vez porque Juncosa acertó a comenzar preguntándole por su padre, algo que, sin duda, emocionó al veterano director.
Ya metidos en materia, Olmi diserta apasionadamente sobre sus orígenes campesinos, de cómo su abuela materna, una mujer entusiasta que siempre cantaba, aun en la desgracia, fue para él una verdadera maestra. Lo cual le lleva a remarcar la importancia de los padres, auténtico modelo del que dependerá la posterior trayectoria del niño. Su padre, por ejemplo, nunca mostró la más mínima acrimonia hacia los demás. Y eso que, en plena época fascista, lo despidieron de su puesto de ferroviario por haber simpatizado con el socialismo utópico.
La entrevista marcha sobre ruedas si no fuera porque ¡ay! cada cierto tiempo una puerta se abre y se cierra con sospechosa insistencia (por no hablar del molesto aire acondicionado: incidencias, todas ellas, que quedan registradas en el vídeo). Dice Juncosa que el responsable de semejante "boicot" fue uno de los sacerdotes que habían auspiciado la visita de Olmi a Barcelona, deseoso, en vista de lo tarde que era, de que aquello acabase rápido. Y, aunque obvia mencionar su nombre, no hace falta pensar mucho para llegar a la conclusión de que probablemente se trata de una alusión velada a Mosén Peyo Sánchez (no hay tantos curas cinéfilos en Barcelona, vaya).
Sea como fuere, Olmi exigió que la entrevista continuase al día siguiente, sábado por la mañana. De lo que cabe inferir hasta qué punto se hallaba a gusto el hombre, a quien Juncosa no ha dudado en calificar de "trozo de pan", una de las mejores personas con las que ha tenido ocasión de charlar en sus muchos años de carrera.
En esta segunda parte, el italiano, defensor de un cristianismo primitivo nada ortodoxo, ahonda en su personal convicción de que, en cine, la pobreza conduce a la esencialidad: no es por otro motivo que el neorrealismo, como más tarde las cinematografías de Irán, África y otras regiones del denominado tercer mundo (expresión que, por cierto, le parece horrible), dio frutos de enorme belleza poética. Es la carestía de medios una virtud antes que un inconveniente y toda industria, lejos de fomentar el cine, lo que hace es matar lo que hay de mágico en él. De ahí que defienda el servirse de actores no profesionales como medio para captar una verdad que, de otro modo, se esfumaría irremisiblemente. Así lo hizo ya en Il posto (1961), filme autobiográfico y primero de una larga trayectoria, con el resultado magistral que todos conocemos.
Llegados a la cuestión del papel que debe jugar la intelectualidad, Olmi se muestra crítico con lo que él denomina los intelectuales "profesionales", esos que hablan de todo sin saber de nada, quizá los mismos que, como Moravia, le echaron en cara el carácter cristiano de L'albero degli zoccoli (1978), mientras que para un crítico inglés la película era inequívocamente comunista... De Pasolini tiene mucho mejor concepto, no sólo porque realizaron juntos un par de cortometrajes, sino porque los dos comparten el hecho de que, siendo de extracción rural, se instalarían en grandes ciudades (uno en Roma, el otro en Milán). Un medio agrícola donde prima lo colectivo por encima de lo individual y, por ende, detentador de una autenticidad decisiva a la hora de marcar el estilo cinematográfico de ambos, probablemente porque en las aldeas (y ello lo recalca varias veces Olmi durante la entrevista) se mantuvo un modus vivendi ancestral hasta bien entrado el siglo XX.
Se acerca el final y Olmi no puede evitar emocionarse cuando recuerda lo gravemente enfermo que estuvo. Hasta el punto de haberle confesado a un amigo cardenal que el dolor le impide creer en Jesús (a quien, por otra parte, considera que no habría que representar jamás en pantalla), puesto que es su esposa quien lo auxilia y, por consiguiente, la persona en la que deposita toda su fe porque así lo ha querido Dios. Como aquel niño, el último de la clase (siempre hay un crío que es negado para los estudios). Y nosotros, aun sabiendo de sus limitaciones, nos negamos a darle el aprobado. «Jesús, en cambio —dice el entrevistado, de nuevo con los ojos llenos de lágrimas— es el profesor que siempre nos perdona». Genio y figura. Descansa en paz, Ermanno Olmi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario