viernes, 27 de julio de 2018

El rostro (1958)




Título original: Ansiktet
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1958, 101 minutos

El rostro (1958) de Ingmar Bergman


El plano inicial de El rostro remite a una estampa recurrente en los títulos rodados por Bergman entre mediados de los cincuenta y los primeros sesenta: un carruaje silueteado contra el horizonte mientras la comitiva avanza campo a través rumbo a la ciudad. Es, poco más o menos, la misma imagen que encontramos en El séptimo sello (1957), Noche de circo (1953) o El manantial de la doncella (1960). Probablemente una reminiscencia de La carreta fantasma (1921), aquella cinta mítica de su adorado Victor Sjöström que Bergman se hacía proyectar al menos una vez al año en el cine que poseía en su residencia particular.

Los ramajes yertos, la luz solar que se filtra por entre la fronda recuerdan vagamente los paisajes de Caspar David Friedrich, pintor romántico por antonomasia. Detalle que casa a la perfección con el ambiente decimonónico en el que transcurre la historia, una pantomima en la que la cabellera del hipnotizador Vogler (Max von Sydow) y su barba de pelo de mosca aportan la nota exacta para descifrar el sentido último de un filme que comienza como cuento de terror y acaba como una burda mascarada.



Y lo mismo valdría para Ingrid Thulin vestida de hombre o la vieja bruja y sus conjuros: todos los personajes de El rostro adolecen de un mismo componente cómico que contrasta vivamente con su condición de miembros de una compañía dedicada a las oscuras artes nigrománticas. Por no hablar de la corte de aduladores del cónsul en cuya morada se hospedan, a cuál más ridículo.

De eso trata precisamente la película: de las falsas apariencias y de cómo la habilidad de unos charlatanes puede llegar a poner en serios aprietos al más pintado de los prohombres del lugar. En ese sentido, Vogler y los suyos, valiéndose de la linterna mágica y otras invenciones semejantes, representan el alter ego del cineasta y su equipo de rodaje, puesto que en ambos casos unos pocos se sirven de la ilusión que son capaces de crear para burlarse de un auditorio de pobres crédulos dispuestos a creer en fantasmas y otros delirios por el estilo. ¿Acaso no es ésa, precisamente, la esencia del cinematógrafo...?


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