Título original: Angels with Dirty Faces
Director: Michael Curtiz
EE.UU., 1938, 97 minutos
Ángeles con caras sucias (1938) |
Si no fuera porque los Cagney, Bogart y compañía tienen un gancho irresistible, Ángeles con caras sucias no pasaría de ser un sermón insoportablemente moralista. No hay más que ver la apología que se hace en ella de la pena de muerte o el papel redentor que se le reserva a la religión como senda ejemplar que aparte a los hombres de las garras del hampa. Corría 1938 y las calles de los suburbios, como se aprecia en la panorámica con la que se abre la película, eran un hervidero en el que las bandas criminales campaban a sus anchas, por lo que no es de extrañar que desde Hollywood se ensayara algún tipo de píldora con mensaje capaz de encauzar la situación.
Los Dead End Kids, de hecho, que habían debutado apenas unos meses antes con Crime School, participarían en un total de cinco títulos, todos ellos unidos por el denominador común de abordar la delincuencia juvenil en el marco de la crisis económica que azotaba al país. En ese sentido, el modelo encarnado por James Cagney está condenado a fracasar desde el minuto uno, habida cuenta de que la lección que encierra la historia de Rocky y Jerry, expresada en palabras, vendría a ser algo así como: "Esto es lo que les ocurre a los chicos malos..." Donde Jerry Connolly (Pat O'Brien) es el muchacho que corre más rápido y Rocky Sullivan (Cagney) el malote que copará las portadas de la prensa sensacionalista. Al primero lo salvará su fe; al segundo lo condenará su ambición...
Nominada a tres premios Óscar (Mejor actor, director y guion), Angels with Dirty Faces supuso también el trabajo que acabaría de consagrar la incipiente carrera de Humphrey Bogart, definitivamente encasillado en el rol de hombre duro y un tanto cínico: aquí interpreta a un abogado corrupto, supuestamente amigo del protagonista, pero tan poco de fiar como el resto de gánsters del reparto.
Lejos aún del modelo noir instaurado a partir de El halcón maltés (1941) de Huston, ni el papel femenino interpretado por Ann Sheridan (apenas una amiga de infancia) adquiere las proporciones de una femme fatale ni en la película en su conjunto se aprecia el más mínimo atisbo de denuncia social a lo Scarface (1932): bien al contrario, el objetivo perseguido por el húngaro Michael Curtiz no parece ser otro sino preservar el orden establecido, lavando la cara de esos ángeles callejeros a los que alude el título aunque sea mediante el expeditivo método de la silla eléctrica.
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