Título original: Picnic at Hanging Rock
Director: Peter Weir
Australia, 1975, 110 minutos
Pícnic en Hanging Rock (1975) de Peter Weir |
What we see and what we seem are but a dream, a dream within a dream...
E. A. Poe
La rigidez victoriana ha servido de marco para no pocas ficciones cinematográficas, que han sabido captar, en lo estricto de sus usos y costumbres, el ambiente idóneo para situar historias de terror gótico como las de Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton o, más "recientemente", Los otros (2001) de Alejandro Amenábar.
La australiana Pícnic en Hanging Rock, dirigida en 1975 por el más célebre cineasta surgido de aquel país, Peter Weir, ahondaba en dichos elementos temáticos, sólo que sustituyendo los fantasmas por unas imparables fuerzas telúricas que parecen brotar del misterioso macizo que da nombre a la película, adaptación, por cierto, esta última de la novela homónima de Joan Lindsay (1896–1984).
Parece como si en el escenario que aquí se plantea entrasen en colisión dos mundos en principio opuestos: por una parte, el ambiente académico y europeizante del internado para recatadas señoritas que gobierna con mano de hierro la turbadora Mrs. Appleyard (Rachel Roberts); por otro, alguna especie de energía que brota de la tierra y cuyo poder subyugador no sólo provoca que se paren los relojes sin motivo aparente, sino que seduce fatalmente a tres alumnas y una profesora que se perderán en las profundidades de la montaña el día de San Valentín de 1900 para no regresar jamás.
Y aunque no aparezcan aborígenes en ningún momento, da la sensación de que Hanging Rock, con sus peñas que semejan extraños rostros de gigantes, debe de ejercer algún tipo de atracción liberadora similar al que provoca, desde su inexpugnable atalaya del Territorio del Norte, el imponente monolito del monte Uluru o, por poner un ejemplo más cercano, el espectral relieve de los riscos de Montserrat.
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