Director: César Fernández Ardavín
España/Italia, 1959, 104 minutos
El Lazarillo de Tormes (1959) de César Fernández Ardavín |
Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.
Tratado primero
"Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue"
Ni era la primera vez ni fue la última que La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades se llevaba al cine. Antes ya lo había hecho Florián Rey en 1925 y, en 2001, volvería a hacer lo propio Fernando Fernán Gómez. Con todo, no se trata, ni mucho menos, de una novela que resulte fácil adaptar a la gran pantalla, pero el hecho de ser uno de los clásicos imprescindibles de la literatura castellana (y, por ende, lectura obligatoria en las aulas) la convierten en plato suculento para los productores de todas las épocas.
La versión dirigida por César Fernández Ardavín en 1959, pese a tergiversar el espíritu del texto original, se hizo con el Oso de oro en la Berlinale, algo que hoy en día se nos puede antojar excesivo. De todos modos, contiene algunos hallazgos notables. Por ejemplo, y dado que la historia deja de estar contada en una carta por el Lázaro adulto, algunos episodios (como el del hermanito mulato que llama coco a su propio padre) se los explica el niño al ciego (Carlos Casaravilla). Otro acierto es la inclusión de un sueño: el que tiene el niño poco antes de entrar a servir al escudero (Juanjo Menéndez) y que le hace creer que, a partir de ese momento, nadará en la abundancia y el lujo.
Pero, en términos generales, el filme carece de la mala leche que el autor anónimo supo imprimir a su obra. Tanto es así que el elemento anticlerical, tan importante en la novela, ha prácticamente desaparecido de la película: ni rastro del Arcipreste de San Salvador, que se entiende con la mujer de Lázaro (cornudo consentido) en el Tratado séptimo, ni del capellán del sexto, ni del fraile mercedario del cuarto. El clérigo del Tratado segundo se convierte ahora en un simple sacristán desdentado y el buldero pasa a ser un cómico de una compañía de la legua, cuyo carromato se trae, por cierto, un cierto aire con el Bergman de El manantial de la doncella (que se estrenaría apenas tres meses después).
No soplaban tiempos idóneos para atacar a la jerarquía eclesiástica y la censura de un Estado oficialmente confesional tampoco habría permitido ir mucho más lejos por muy clásico de las letras hispánicas que sea el Lazarillo. Sí que estaban de moda, en cambio, las películas con niño tipo Marcelino pan y vino o los musicales de Joselito, por lo que no es de extrañar que se eligiera al rollizo y sonriente Marco Paoletti como protagonista, precisamente la antítesis del pícaro famélico.
anónimo ;)
ResponderEliminarBueno, no tanto: hay quien sostiene que el autor de la novela fue el humanista Alfonso de Valdés. ¡Gracias por comentar!
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