sábado, 4 de febrero de 2017

Los últimos de Filipinas (1945)














Director: Antonio Román
España, 1945, 89 minutos



Año de 1898. Tierra de Valero, costa oriental de Luzón, donde un puñado de hombres lejos de la patria mantienen en pie sin petulancia su bandera. Aislamiento, sol, fatiga, lucha, soledad y nostalgia. Y el último correo campo adelante. Su meta: un pueblo perdido. Su misión: llegar. Por eso los personajes de esta historia son todos reales. Vivieron y murieron cuando esas dos sencillas actitudes se probaban como virtudes españolas en la tierra delicada y terrible de las islas Filipinas...

¿Cómo es posible que un acto de cazurrería fanática pueda ser tenido por heroicidad encomiable? Aunque, a decir verdad, en casos como éste se impone la necesidad de analizar lo acaecido sin ira y con la mayor objetividad de la que uno sea capaz. Que el franquismo e, incluso antes, el nacionalismo hispánico más rancio tuviesen sus mitos no debería ser obstáculo para revisar el cine de exaltación patriótica que se confeccionó con ellos.



Por de pronto, Los últimos de Filipinas se nos ofrece como una de aquellas películas en las que, al margen del episodio histórico en el que se basa, tienen cabida todo tipo de elementos. Manolo Morán, por ejemplo, ponía el toque humorístico con su papel del recluta Pedro Vila. Nani Fernández (Tala), la nota exótica. Que se convertía en romance al entrar en juego Fernando Rey (Juan Chamizo). Había tiempo también para diversos números musicales, incluido el flamenco. Con lo que se quedaría corto el juzgarla únicamente como drama bélico.

El director Antonio Román, socorrido por la pericia de Enrique Guerner (responsable de la fotografía), dio pruebas de su dominio de la puesta en escena al valerse de continuos movimientos de cámara para filmar el sitio de Baler y hacer olvidar al espectador que dicho asedio tiene lugar en las reducidas dimensiones de una pequeña iglesia de pueblo. Los 337 días que allí pasa atrincherado el destacamento son mostrados en pantalla como un gradual debilitamiento de las condiciones de vida material que contrasta, sin embargo, con la obcecación del Teniente Martín Cerezo (Armando Calvo) a la hora de aceptar que la guerra ha terminado.

¡Cuánta testarudez y cuánto sufrimiento en balde! Sólo en el contexto de una dictadura militar en un país empobrecido (económica y moralmente) podían concebirse semejantes desvaríos, como lo prueba el hecho de que cuatro años más tarde El santuario no se rinde volviese a insistir en el mismo planteamiento para explicar un episodio similar ambientado en la Guerra Civil. Puede que Salvador Calvo haya lanzado algo más de luz y de sentido común en la reciente 1898. Los últimos de Filipinas (2016), pero aun así convendría arrojar toneladas de tierra sobre unos hechos que poco o nada tienen de memorables.


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