sábado, 11 de marzo de 2017

Fedra (1956)




Director: Manuel Mur Oti
España, 1956, 97 minutos

Fedra (1956) de Manuel Mur Oti


Esta tragedia es tan vieja como el mar latino: hija del mito, rueda por el mundo desde que Eolo movió el primer grano de arena o azuzó los caballos de una nube sin hermana en el cielo. Todas las caracolas la cantan incansables en su rumor sin pausa. Para aquéllos que no entienden la palabra eterna del mar, nos asomaremos a una playa cualquiera del Levante español. Los hombres y las cosas han cambiado, pero el amor, el deseo, el pecado y la muerte siguen teniendo el prestigio dramático y bello de los siglos de Ulises, como el mar y el viento, como el de sol y el cielo, como lo eterno...



Son muchos los méritos que hacen que la Fedra de Manuel Mur Oti deba ser contada entre las producciones más memorables de la historia del cine español: el espléndido reparto (encabezado por una pletórica Emma Penella, Enrique Diosdado y un inverosímil Vicente Parra teñido de rubio), la luminosa fotografía en blanco y negro de Manuel Berenguer o los impecables decorados de Gil Parrondo son sólo algunos de sus muchos alicientes.

Ya desde el inicio, con esos títulos de crédito que semejan letras griegas, se pone de manifiesto una fuerza especial: es éste un filme de felices hallazgos visuales, con un hijo apegado a la tierra que galopa a lomos de su recua de caballos y un padre marinero que, en paralelo, cabalga sobre los olas del mar. Y la bella Estrella en medio... En la imaginaria villa de Aldor, pues, el guion de Mur Oti y de Antonio Vich sitúa unos hechos que enlazan a la perfección la trama ideada por Séneca con el paisaje genuinamente mediterráneo.



A menudo se ha tildado a esta película de drama exacerbado, más como demérito que como virtud. Pero ¿acaso no hallamos la misma vehemencia en Almodóvar, si bien en clave de comedia? ¿O en Buñuel, bajo el prisma surrealista? Hasta en Hitchcock es relativamente fácil encontrar ejemplos de una semejante explosión de sensualidad. El que las pasiones afloren y se desborden no debiera contarse jamás entre los defectos de un filme, máxime cuando se trata de una sabia puesta al día de un clásico de la literatura universal.

Tanto es así que el triángulo formado por Juan, Estrella y Fernando mantiene intacta la pulsión original que cautivaba a la madrastra con un ímpetu inversamente proporcional al empeño del joven por zafarse de ella y del ambiente opresivo que representa la pequeña aldea de pescadores. Porque, al igual que le sucedía al muchacho del poema "Adolescencia" de Juan Ramón Jiménez, Fernando siente la necesidad imperiosa de huir muy lejos, "adonde el cielo / esté más alto, y no brillen / sobre mí tantos luceros". Los tres, en fin, seguirán eternamente apremiándose o esquivándose, cada uno en pos de sus quimeras y obsesiones, porque suyo es el único Olimpo verdadero: el del celuloide.


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