sábado, 3 de junio de 2017

Jeromín (1953)




Director: Luis Lucia
España, 1953, 91 minutos

Jeromín (1953) de Luis Lucia


1554: España domina el orbe. Sus invencibles banderas se despliegan agitadas por un viento de victoria. Son las banderas del emperador Carlos I. Con el fuego de nuestras bombardas y culebrinas y el filo resplandeciente de las picas de nuestros tercios, la historia de España llevó a sus páginas una interminable letanía de nombres gloriosos: Flandes, Nápoles, Túnez, Sajonia, Provenza, Argel. Las victorias se sucedían al son de los clarines y al redoble de los tambores. Y sus ecos atravesaban el mundo, estremecido bajo aquel trueno de gloria. Todo cedía ante el arrojo de los infantes, la bravura de sus capitanes y el ímpetu de la caballería española. Carlos I fue el brazo armado de la cristiandad. Sus hazañas convirtieron en imperio la unidad lograda por los Reyes Católicos. Y bien pudo decirse de él que podía cruzar Europa de confín a confín pisando tierras de su soberanía. Y para dominar aquel imperio, el más grande que conocieron los siglos, las mocedades de España habían salido a la gran aventura del mundo. Los hombres hacían la guerra. Los niños jugaban a la guerra.

¡Madre del amor hermoso! Dime de qué presumes y te diré de qué careces... Sólo en un país tan abismalmente depauperado y hundido en las penurias de la dictadura militar más ignominiosa se podía practicar semejante ejercicio de retórica enfática y huera. Las glorias que nunca fueron al servicio del espíritu nazi-anal...

Pero lo que más miedo da es pensar que dicho discurso iba especialmente dirigido al público juvenil, encarnado en la película por ese niño que responde al nombre de Jeromín y que habla como un adulto, destila el ardor guerrero de sus mayores y que representa el prototipo de paladín fervoroso fanáticamente identificado con la causa que tanto le interesaba difundir al régimen.



Del contenido del filme poco más se puede añadir: apenas una sucesión de estampas, a cuál más pintoresca, machaconamente punteadas por el sonsonete ampuloso y solemne de la mayor parte de personajes. Sí que convendría, quizá, llamar la atención sobre el hecho de que en al menos un par de ocasiones se deja escuchar un cierto eco quijotesco. Ya en la primera escena, la chiquillería comandada por el futuro Juan de Austria (Jaime Blanch) hace el amago de conquistar una ciudadela imaginaria (en realidad, un grupo de molinos manchegos). Más tarde, el protagonista, habiéndose encomendado ya a la buena fortuna de los caminos, irá a topar con el Retablo de la Farsa de Maese Rodrigo, compañía de cómicos de la legua que lo ordenarán caballero para, acto seguido, mantearlo como a un pelele. De modo que Goya, Sancho y el hidalgo de la triste figura acaban confluyendo en un Jeromín que, en ese momento preciso de la trama, tiene también algo de Lazarillo. Aunque para Quijote, nadie mejor que Diego Ruiz (Antonio Riquelme), escuálido soldado fanfarrón y mentor del hijo bastardo de Carlos V.



Y, sí: los decorados de Luis Pérez Espinosa y Gil Parrondo, así como la ambientación histórica de Manuel Comba y Eduardo Torre de la Fuente (en especial el vestuario, diseñado por Peris Hermanos) son dignos de mención.

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