domingo, 31 de julio de 2022

Llueve sobre nuestro amor (1946)




Título original: Det regnar på vår kärlek
Director: Ingmar Bergman
Suecia, 1946, 96 minutos

Llueve sobre nuestro amor (1946) de Bergman


Tras el fracaso comercial de Crisis (Kris, 1946), Bergman afrontaba su segundo largometraje adaptando una pieza teatral del noruego Oskar Braaten (1881-1939). Por varias razones, Det regnar på vår kärlek (1946) prefigura la ulterior producción fílmica de un autor excepcional. Que aquí, todo hay que decirlo, aún se encuentra lejos de alcanzar su plenitud artística. Sin embargo, hay algo sumamente entrañable en la historia de esta pareja humilde que lucha contra viento y marea por sacar adelante su amor.

Se trata, de hecho, de un planteamiento típico del cine de posguerra, cuando el mundo, como ocurre en la película con Maggi (Barbro Kollberg) y David (Birger Malmsten), se esforzaba denodadamente ante el reto diario de reconstruir una Europa en ruinas. Aunque la pugna de nuestros protagonistas se libra en un escenario aparentemente sereno cuyo enemigo principal no es tanto la miseria (que también), sino un prójimo dispuesto a aprovecharse de la buena fe de dos enamorados con un pasado un tanto turbio.



Y es que se da la circunstancia, nada baladí, de que David ha pasado un año en la cárcel, mientras que Maggi está esperando un hijo de otro hombre. A lo cual hay que añadir la necesidad urgente de obtener una vivienda. Ante este panorama, la pareja se verá forzada a codearse con personajes tan repulsivos como Håkansson (Ludde Gentzel), quien les alquila una cabaña que ellos creían abandonada, o el sórdido matrimonio Andersson, propietarios de la floristería en la que David obtendrá un modesto empleo. Otros, en cambio, como los estrambóticos vendedores ambulantes o el misterioso y providencial señor del paraguas, parecen más amistosos.

De todo lo cual se desprende la hipocresía imperante en una sociedad cuyas autoridades no dudan en sentar en el banquillo de los acusados al futuro y desvalido padre de familia en lugar de condenar al funcionario (Gunnar Björnstrand, en su primera colaboración con Bergman) que amenaza con desahuciarlos amparándose en la especulación inmobiliaria. De modo que el tono imperante a lo largo del relato se aproxima a lo que pudiera denominarse comedia patética, ya que el carácter amable de la trama, por más que el desenlace deje la puerta abierta a la esperanza, permite entrever un trasfondo social en absoluto halagüeño.



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