Director: Carl Theodor Dreyer
Alemania/Francia, 1932, 70 minutos
Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer |
La primera película sonora de Dreyer partía de un relato del escritor irlandés Sheridan Le Fanu (1814–1873), concretamente el titulado In a glass darkly (1872). La elección no era en absoluto inocente, toda vez que Le Fanu, pionero en cultivar la literatura vampírica, había influido decisivamente sobre Bram Stoker a la hora de concebir Drácula. De esta manera, Dreyer demostraba su voluntad de remontarse hasta los orígenes del mito, en un afán por abordar el tema desde una óptica mucho más psíquica que el Nosferatu (1922) de Murnau.
En ese sentido, Vampyr no se sirve de los habituales recursos efectistas para inspirar desasosiego, sino que el suyo es un terror que nace de la creación de una determinada atmósfera, a medio camino entre la realidad y la pesadilla más absoluta. De esta misma fuente beberán el Cocteau de Orfeo (1950) —la escena en la que el féretro de Allan Gray (Julian West) se desplaza a toda velocidad así lo corrobora—, el Bergman de Vargtimmen (1968) o el David Lynch de Eraserhead (1977).
De todo lo cual se desprende que nos hallamos frente a una obra canónica, que ha servido de inspiración a cineastas de todas las épocas y de toda condición. Hasta un director en apariencia tan alejado de Dreyer como es el Peter Weir de Único testigo (1985) no puede negar que la muerte de los villanos en el interior de un depósito de grano está inspirada en la del doctor (Jan Hieronimko), sepultado bajo el peso de toneladas de harina.
Aun así, un pequeño reproche que se le podría objetar a la puesta en escena ideada por el danés es el hecho de que recurre con demasiada insistencia a la letra impresa para reproducir en pantalla pasajes de un antiguo libro o simplemente con tal de ponernos en situación: lastre de la época muda mediante el que, en esta primera fase del cine sonoro, se pretendían solventar los titubeos inherentes a una nueva forma de narrar historias.
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