Título original: Ordet
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1955, 121 minutos
Ordet (La palabra) (1955) de Dreyer |
La palabra. La PELÍCULA... Es tanta la contundencia de lo logrado por Dreyer en Ordet, que su visionado, más que un mero pasatiempo, constituye una experiencia de todo punto trascendente. Título paradójico, el suyo, donde los haya, puesto que son sus imágenes, más allá de todo encomio, las que hablan por sí solas. La luz, los silencios, las miradas perdidas en el vacío: no hay detalle en ella que no contribuya a hacer todavía más grande, si cabe, la relevancia de una obra maestra incontestable.
Hay un antes y un después en la vida de cualquier espectador que se enfrente por vez primera al misterio que encierra Ordet. Su argumento, sencillo como la brisa matutina que agita los juncos o la ropa tendida al sol, sitúa la acción en agosto de 1925. Concretamente en Borgensgaard, la heredad del viejo Morten (Henrik Malberg), viudo de mirada esquiva que vive en compañía de sus tres hijos, su nuera Inger (Birgitte Federspiel) y sus dos nietas.
Pero malos presagios se ciernen sobre la granja y Johannes (Preben Lerdorff Rye), el mediano de los hermanos y antiguo estudiante de teología, enloquece a causa de un agudo delirio mesiánico que le lleva a creerse el hijo de Dios. A Mikkel, el mayor (Emil Hass Christensen), le ocurre todo lo contrario y a su escepticismo en materia religiosa se une el que su mujer no ha sido capaz, hasta la fecha, de darle hijos varones, aunque la hacendosa Inger se halla de nuevo en estado de buena esperanza. Por último, Anders (Cay Kristiansen), el menor de la estirpe, suspira por la hija del sastre, pese a que éste, adepto de otra doctrina cristiana, no parece dispuesto a entregársela en matrimonio.
Cómo semejante entramado se desarrollará hasta converger en la extraordinaria escena final es pura cuestión de fe, capaz de mover montañas o hasta de la resurrección de la carne, nos dice Dreyer, cuando ésta es sincera. No fue, sin embargo, la primera vez que la obra teatral homónima del también danés Kaj Munk (1898–1944), similar en ciertos aspectos a La dama del alba de Casona, se llevaba a la gran pantalla. En 1943, el sueco (aunque nacido en Helsinki) Gustaf Molander —descubridor, en su día, de Greta Garbo y de Ingrid Bergman— había dirigido una versión previa, protagonizada nada más y nada menos que por Victor Sjöström (La carreta fantasma, Fresas salvajes...), pero mucho menos sutil que la de Dreyer en lo que a espiritualidad se refiere (de hecho, acababa con toda la familia de rodillas rezando un padrenuestro...).
Dreyer, en cambio, opta por soluciones de mayor calado alegórico, como Anders deteniendo el péndulo del reloj de pared tras la muerte de su cuñada y cuyo perpetuo tictac enlaza, como ya vimos, con el plano final de Páginas del libro de Satán (1920) y, sobre todo, El amo de la casa (1925).
En cualquier caso, la estampa de Johannes predicando al vacío en las dunas o la de Inger en el interior de su féretro resplandeciente quedarán para la posteridad como la máxima expresión de un cine desprovisto de artificios innecesarios —estéticamente austero y, por ende, de una enorme profundidad ascética— en el que lo cotidiano y lo sobrenatural van de la mano como si tal cosa.
Una obra maestra incontestable.
ResponderEliminarSaludos.
La habré visto, sin exagerarte, cuatro o cinco veces y siempre me provoca la misma emoción que el primer día. El mexicano Carlos Reygadas, por cierto, llevó a cabo un curioso homenaje en 2007 titulado "Luz silenciosa".
EliminarSaludos.