domingo, 25 de febrero de 2018

La leona de Castilla (1951)




Director: Juan de Orduña
España, 1951, 101 minutos

La leona de Castilla (1951)


¡Antes que el rey era Castilla! 
¡Antes que el águila imperial 
de los comuneros España será! 
¡Con Padilla al frente, 
que es buen capitán, 
que es buen capitán...!

Cánticos, trifulcas y cartón piedra: elementos típicos de cualquier superproducción histórica de Cifesa que se precie. Aunque para cuando se estrenó La leona de Castilla, a principios de la década de los cincuenta, el género comenzaba a dar síntomas de decaimiento. Lo cual no fue óbice, sin embargo, para el éxito popular de una cinta cuyo protagonismo exclusivo recaía sobre Amparo Rivelles, la actriz encargada de meterse en la piel de la rebelde María López de Mendoza y Pacheco (Granada, 1497-Oporto, 1531), elevada a mito por la historiografía romántica bajo el más sobrio nombre de María Pacheco.



A decir verdad, su figura ya había sido abordada por el modernista Francisco Villaespesa en un drama en verso y en tres actos, estrenado en Murcia en 1915. Obra teatral que serviría de base a Vicente Escrivá para el guion de la película de Juan de Orduña que nos ocupa. ¿Y qué pinta la viuda de uno de los líderes de la sublevación de los comuneros en una cinta rodada en pleno franquismo? De entrada, habría que dejar claro que La leona de Castilla venía precedida de la notoriedad adquirida, un año antes, por Agustina de Aragón y, sobre todo, por Locura de amor (1948). De lo que se deduce que tanto el director como los estudios quisiesen repetir una fórmula destinada a obtener el beneplácito del público en taquilla.

La cosa iba, por tanto, de heroínas femeninas, probablemente porque en la vida real ni había lugar para la rebelión ni las mujeres contaban excesivamente en aquella España de Franco. De modo que el cine, espacio por excelencia para la evasión, garantizaba, en cierta manera, la recreación morbosa de estas figuras a través de la pantalla.



En cambio, el mensaje que alberga La leona de Castilla no puede ser más reaccionario: tanto, como el contexto que aquí se estaba viviendo. Recuérdese: en 1950, las autoridades del régimen, deseosas de desmarcarse de su pasado fascista y lograr un acercamiento ideológico con los EE.UU., que se materializaría en los Pactos de Madrid del 53, habían auspiciado el reestreno de Raza, titulada ahora Espíritu de una raza, con un nuevo montaje que subrayaba el carácter anticomunista del Levantamiento nacional. Lo recordaba la voz en off del NO-DO con motivo del Congreso Eucarístico de Barcelona en el 52: "Hoy en el mundo la única alternativa posible es comunión o comunismo". Y claro: comunero recuerda fonéticamente a comunista... De ahí que otra voz en off, ahora la del prólogo de la película, se encargue de enfatizar que: "Frente a esa ambición del César hispano se alzó el criterio estrecho de los comuneros, para los cuales el mundo acababa en los trigales castellanos, en sus fueros y privilegios." No contento con lo cual, acto seguido nos previene, apelando, sin duda, al recuerdo de la Guerra civil: "Es una historia triste, como todas las que forjó la rebeldía..."



Aun así, si algo extraordinario tiene esta película son esos majestuosos decorados de Sigfrido Burmann que recrean, casi a escala real, la catedral de Toledo. Una dirección de arte claramente inspirada en pintores como El Greco (los fondos pintados simulando las nubes sobre el cielo toledano imitan la pincelada sinuosa del griego) o en el célebre cuadro de Antonio Gisbert (1860) que en la actualidad puede admirarse en el Palacio de las Cortes.



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