Director: Rafael Gil
España, 1958, 98 minutos
Una obra de Joaquín Calvo Sotelo adaptada por Miguel Mihura dio pie a esta entrañable comedia del prolífico Rafael Gil. Y es curioso, pero, como sucede en tantísimas películas de la época, fue Fernando Rey el encargado de poner su voz como narrador. No es el único dato digno de resaltar: la banda sonora corrió a cargo del compositor vasco Jesús Guridi y la fotografía, de Alfredo Fraile, se realizó en un magnífico Eastmancolor.
El planteamiento de ¡Viva lo imposible! responde a una premisa tan simple como universal: nadie está del todo contento con la vida que le ha tocado en suerte. El funcionario envidia la existencia nómada y bohemia del artista de circo, mientras que el domador de leones anhela formar una familia y tener casa propia y sueldo fijo.
Así que haciendo alarde de un planteamiento genuinamente mihurino (si se nos permite el palabro), don Sabino López (Manolo Morán) decidirá liarse un día la manta a la cabeza y cambiar la gris oficina del ministerio por la siempre más atractiva carpa de un circo, donde él y sus dos hijos pasarán a ser el trío ilusionista Nagasaki. Adriani (Miguel Gila) no tardará en conectar con ellos, aunque Eusebio (Julio Núñez) preferirá abandonar a su padre y hermana para retomar las oposiciones, lo mismo que Palmira (Paquita Rico) cuando la reclame su antiguo y estricto novio Vicente (José María Rodero). Pero el padre, firme en sus convicciones, decide seguir adelante hasta alcanzar el éxito a escala internacional.
La concepción del mundo que subyace bajo tan singular historia es, en esencia, calcada a la expuesta por Mihura en Tres sombreros de copa (estrenada en 1952, aunque escrita en 1932). En ambos casos, el protagonista siente un pavor similar ante la perspectiva de dejarse atrapar por la monotonía de una realidad en apariencia segura, pero exenta de todo aliciente. Eterno dilema del hombre moderno, a menudo atrapado en las convenciones de una sociedad que pone freno a la imaginación y que coarta nuestra libertad individual.
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