Título original completo: Le Château de Hasard : Aura été : Les jours où je n'existe pas
Título en castellano: El Castillo del Azar: Habrá sido: Los días que no existo
Director: Jean-Charles Fitoussi
Francia, 2002, 114 minutos
Como a los personajes de Italo Calvino, al protagonista de Les jours où je n'existe pas le sobreviene una particularidad que lo convierte en el símbolo central de una parábola sobre las carencias del hombre contemporáneo. Así, por ejemplo, si en El caballero inexistente el guerrero Agilulfo, dentro de cuya armadura no hay nada, representa la vacuidad del individuo moderno, el Antoine de la ópera prima de Fitoussi, que sólo existe uno de cada dos días, plantea toda una serie de implicaciones metafísicas alrededor de la propia existencia y del azar que marcarán el resto de la producción fílmica del cineasta, hasta el punto de darle a toda ella el título genérico de Le Château de Hasard.
También hay algo de Julio Cortázar en el hecho de que los personajes de la historia que el tío (Luís Miguel Cintra) le explica a su sobrino salten de la ficción para irrumpir en la realidad del relato, un poco en la línea de cuentos como Continuidad de los parques. Con todo, parece ser que la verdadera fuente de inspiración de Fitoussi no partió ni de la obra del argentino ni de la del italiano al que aludíamos en el primer párrafo, sino de una novela corta de Marcel Aymé (1902-1967).
En realidad, si Les jours où je n'existe pas recuerda a algo es a las películas de Eugène Green, con cuyo estilo comparte no pocas similitudes: esa cadencia sosegada, repleta de tiempos muertos y silencios cotidianos; el uso puntual de la música clásica; la rigidez de los actores (la mayoría de ellos, por cierto, no profesionales) a la hora de decir el texto, con la mirada perdida en el vacío y pasando bruscamente del plano al contraplano… En fin, esos rincones del París más monumental, con sus cementerios y sus abundantes referencias literarias (en el buen sentido de la palabra) hacen pensar indefectiblemente en el mundo del realizador francés de origen americano.
También es fácil acordarse de Paulo Branco o de Manoel de Oliveira viendo el ritmo acompasado con el que Fitoussi capta el día a día de los personajes (si bien esa sensación de tiempo detenido está asimismo presente en el cine del ya mencionado Green). Lo cual, por otra parte, no es de extrañar, ya que, de hecho, tanto Sintra como Antoine Chappey trabajaron a las órdenes del centenario realizador portugués. Por último, cuando el protagonista visita su propia tumba y decide enterrarse él mismo parece cumplirse uno de los sueños de Buñuel, quien en el último párrafo de Mi último suspiro llega a decir: “Una confesión: a pesar de mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, acercarme hasta un quiosco de periódicos y comprar unos cuantos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, pegándome a las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, al abrigo tranquilizador de la muerte”.
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