sábado, 23 de diciembre de 2017

La muralla feliz (1948)




Director: Enrique Herreros
España, 1948, 73 minutos

La muralla feliz (1948)


Cuatro años antes del estreno de Tres sombreros de copa, veía la luz una película que, por diferentes motivos, conecta (y mucho) con el particular sentido del humor de Miguel Mihura. No en vano, su director (Enrique Herreros) también trabajaría, como el dramaturgo, en la revista satírica La Codorniz. Filmada en los barceloneses estudios Diagonal (anteriormente conocidos por el nombre de Lepanto), La muralla feliz plantea un juego dramático similar al que ideara Unamuno en su nivola Niebla (1914), sólo que las intromisiones del realizador para cuestionar el modus operandi de sus personajes, lejos de poseer la trascendencia filosófica unamuniana, entroncan directamente con las ocurrencias absurdas y un tanto subversivas de los Hermanos Marx. Aunque, bien mirado, ese continuo trasiego a uno y otro lado de la cámara tiene bastante que ver con otro filme mítico del cine español, rodado apenas unos meses después: Vida en sombras (1949) de Llorenç Llobet Gràcia. De hecho, ambos títulos no sólo comparten algunas de las estrellas principales de su reparto (Fernando Fernán Gómez, Isabel de Pomés, Fernando Sancho...), sino que tanto el uno como el otro serían víctimas de una similar incomprensión por parte del público y posterior olvido.

En cualquier caso, hay que admitir la originalidad de un guion, obra de Luis Delgado Benavente, que sería premiado por el Sindicato Nacional del Espectáculo en la categoría de tema humorístico y en el que se hace referencia a la censura como si tal cosa. Claro que don Filiberto Aguirre (Alberto Romea) y su tronada familia hablan todo el rato de pesos, dando a entender quizá, mediante una aguda triquiñuela, que la acción se sitúa en el extranjero. Poco importa: al final lo que triunfa es el cinismo y la holgazanería de un clan que no duda en brindar "¡por la despreocupación total!" y cuyo patriarca se permite el lujo de vivir sin trabajar a la espera de una ansiada herencia (o de la cartera de algún cándido agente de seguros) que le resuelva la existencia.

Don Filiberto (Alberto Romea) "mejorando" la obra de su hijo


También cabe la posibilidad de interpretar alegóricamente una película en apariencia disparatada, pero con mucha más enjundia de lo que cabría esperar. La clave nos la da don Fulgencio Ríos, ese larguirucho de barba menguante magistralmente interpretado por Fernán Gómez:

"Francamente, cuando les conocí el efecto fue desastroso. Recuerdo mi entrada aquí con el paraguas y el sombrero. Hablaban de mí como si mi presencia no fuese tomada en consideración. Luego, recapacitando, me di cuenta de que algo nuevo tenía realidad en estas paredes. Que esto era como una muralla feliz. Fuera todo era caduco. Despreciable. Entendí que entre ustedes me salvarían. Tanto es así que mi amor por Lena aumentó a medida que me enamoraba de ustedes".

Palabras que encierran una declaración de amor hacia el cine tan peculiar como la propia película, habida cuenta de que la "muralla feliz" que le da título no es más que la pantalla en la que se proyecta la historia de los Aguirre. Si la verdadera realidad habita en el celuloide y la otra, como dice don Fulgencio, no es más que un fastidioso engorro "caduco" y "despreciable", no es de extrañar que prefiera quedarse a vivir con ellos, aun a riesgo de que el director le corrija de vez en cuando. Curiosa forma de que un personaje se deje fagocitar por la promesa de felicidad que le ofrece la cámara (la misma, por cierto, que, demostrando tener vida propia, se atreve a hablar, en un momento dado, con Enrique Herreros) sólo comparable, varios decenios después, a la que acontecería en Arrebato de Iván Zulueta.


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