Título original: Au nom de la loi
Director: Maurice Tourneur
Francia, 1932, 95 minutos
En nombre de la ley (1932) de Maurice Tourneur |
Es absolutamente conmovedor pensar que las escenas de Au nom de la loi (1932) se rodaron hace ochenta y seis años y no esta mañana, tan nítida es su calidad de imagen tras la restauración a que fue sometido el filme. Incluido en la retrospectiva que la Filmoteca de Catalunya está dedicando estos días a redescubrir la obra de un cineasta bastante menos conocido que su hijo Jacques, a finales de junio del año pasado ya fue posible verlo. Pero en aquella ocasión contratiempos de última hora nos impidieron disfrutar de él en pantalla grande, así que hemos aprovechado el descanso dominical para recuperarlo.
No exagera Bertrand Tavernier cuando lo pone por las nubes: ya desde la presentación, con el haz de luz de una linterna iluminando fugazmente los títulos de crédito, es fácil darse cuenta de la originalidad de una puesta en escena en la que son parte esencial el rodaje en exteriores o algunas notas de humor. De lo primero dan buena cuenta un cuerpo que aparece flotando en el Sena o esas concurridas estaciones parisinas inundadas por el vapor de las locomotoras; de lo segundo, algunos gags deliciosos: uno de los personajes huye, en el transcurso de la típica persecución a través de callejones o saltando por la ventana, y, de repente, se queda petrificado al descubrir unos pies que asoman tras una cortina. Pero al levantarla comprobará con alivio unas botas vacías sobre las que juegan unos gatitos. O como aquel sospechoso, interrogado por la policía, al que preguntan mostrándole una fotografía: "¿Es ésta la mujer que vio usted?" "Sí", responde taxativamente. "¡Idiota!: ¡pero si es la reina de Bélgica!"
Todo comienza con un elegante guante blanco de mujer, manchado de sangre, que aparece en el asiento de atrás de un taxi abandonado. Acaba de morir un inspector de policía que investigaba un oscuro asunto vinculado con el tráfico de cocaína (en una época, ocioso es decirlo, en la que dicho estupefaciente era mucho más glamuroso que hoy en día). Las pesquisas conducirán a la gendarmería hasta la cautivadora Sandra (Marcelle Chantal), femme fatale avant la lettre que terminará, sin embargo, sucumbiendo a los encantos del infiltrado Marcel (Jean Marchat).
En más de una ocasión, nos vendrá a la mente tal o cual escena de alguna película del primer Hitchcock (no en vano, lo mismo Tourneur sénior como el Mago del suspense procedían del cine mudo): un hombre apuesto y una atractiva mujer que entablan conversación en el vagón de un tren, un fugitivo que se desliza por el canalón de una fachada haciendo equilibrios sobre el alféizar de la ventana... Otros, en cambio, forman parte del imaginario colectivo de los años treinta: fumaderos de opio en el barrio chino, condes de vida disipada, duros agentes sin escrúpulos y gánsters más rudos todavía. En definitiva, el retrato de una sociedad ya extinta, aunque sublimada a perpetuidad gracias al celuloide.
No exagera Bertrand Tavernier cuando lo pone por las nubes: ya desde la presentación, con el haz de luz de una linterna iluminando fugazmente los títulos de crédito, es fácil darse cuenta de la originalidad de una puesta en escena en la que son parte esencial el rodaje en exteriores o algunas notas de humor. De lo primero dan buena cuenta un cuerpo que aparece flotando en el Sena o esas concurridas estaciones parisinas inundadas por el vapor de las locomotoras; de lo segundo, algunos gags deliciosos: uno de los personajes huye, en el transcurso de la típica persecución a través de callejones o saltando por la ventana, y, de repente, se queda petrificado al descubrir unos pies que asoman tras una cortina. Pero al levantarla comprobará con alivio unas botas vacías sobre las que juegan unos gatitos. O como aquel sospechoso, interrogado por la policía, al que preguntan mostrándole una fotografía: "¿Es ésta la mujer que vio usted?" "Sí", responde taxativamente. "¡Idiota!: ¡pero si es la reina de Bélgica!"
Todo comienza con un elegante guante blanco de mujer, manchado de sangre, que aparece en el asiento de atrás de un taxi abandonado. Acaba de morir un inspector de policía que investigaba un oscuro asunto vinculado con el tráfico de cocaína (en una época, ocioso es decirlo, en la que dicho estupefaciente era mucho más glamuroso que hoy en día). Las pesquisas conducirán a la gendarmería hasta la cautivadora Sandra (Marcelle Chantal), femme fatale avant la lettre que terminará, sin embargo, sucumbiendo a los encantos del infiltrado Marcel (Jean Marchat).
En más de una ocasión, nos vendrá a la mente tal o cual escena de alguna película del primer Hitchcock (no en vano, lo mismo Tourneur sénior como el Mago del suspense procedían del cine mudo): un hombre apuesto y una atractiva mujer que entablan conversación en el vagón de un tren, un fugitivo que se desliza por el canalón de una fachada haciendo equilibrios sobre el alféizar de la ventana... Otros, en cambio, forman parte del imaginario colectivo de los años treinta: fumaderos de opio en el barrio chino, condes de vida disipada, duros agentes sin escrúpulos y gánsters más rudos todavía. En definitiva, el retrato de una sociedad ya extinta, aunque sublimada a perpetuidad gracias al celuloide.
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