sábado, 21 de abril de 2018

Al azar de Baltasar (1966)
















Título original: Au hasard Balthazar
Director: Robert Bresson
Francia/Suecia, 1966, 95 minutos

Al azar de Baltasar (1966)

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. [...] Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo...

Juan Ramón Jiménez
Platero y yo (1914)

Con el habitual laconismo de sus escasos diálogos y una sobria fotografía en blanco y negro, Bresson llevaba a cabo en Au hasard Balthazar un ejercicio cinematográfico de una precisión estilística lacerante. Quizá porque en esta ocasión se asoció con una productora sueca, pero hay en sus imágenes un no sé qué de ascetismo nórdico, subrayado por la reiterativa música de Schubert, que nos hace pensar de inmediato en el Dreyer de Ordet (1955). No en vano, el personaje de Arnold (interpretado por Jean-Claude Guilbert, actor que al año siguiente volvería a trabajar a las órdenes de Bresson en Mouchette y con Godard en Week End) tiene algo del loco Johannes.

En cualquier caso, la tendencia del director a expresar lo esencial eliminando lo superfluo le lleva a servirse de bruscas elipsis en varias ocasiones: un crimen cuya víctima y motivaciones apenas se aclaran, un vagabundo alcohólico sobre quien los aldeanos descargan su ira sin que sepamos muy bien por qué, un circo en el que el asno actúa mostrando sus habilidades matemáticas...



Se hace difícil asistir a un semejante despliegue de lirismo y no caer rendido ante la maestría desbordante de un cineasta que supo retratar la condición humana a través de la desdichada existencia de un borrico. Como el Juan Ramón de Platero y yo, Bresson convierte al animal en un símbolo cuyo correlato dentro de la historia es la infortunada Marie (Anne Wiazemsky). De modo que la suerte de ambos discurrirá por senderos paralelos, la muchacha padeciendo los atropellos del grupo de gamberros del pueblo liderados por el maligno Gérard (François Lafarge) y la acémila pagando con su vida las injusticias de una vida al servicio de los hombres.

Por lo tanto, Balthazar no es, únicamente, un burro que pasa por las manos de distintos propietarios, según el modelo clásico que fijara Apuleyo en El asno de oro. Es, por encima de todo, una metáfora de la santidad: el ejemplo palpable de cómo los seres más puros reciben martirio, en este caso en forma de estacazos, en pago a su abnegado servicio hacia los demás. Lo cual conecta esta película con la temática de buena parte de la filmografía de su autor.


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