domingo, 15 de diciembre de 2019

Primavera precoz (1956)




Título original: Sôshun
Director: Yasujiro Ozu
Japón, 1956, 145 minutos

Primavera precoz (1956) de Yasujiro Ozu


Con esta película que retrata la vida de los oficinistas volví, después de mucho tiempo, a rodar películas de ese género. La alegría de graduarse y entrar en el mundo adulto, las esperanzas del momento en el que a uno le contratan para un trabajo, las decepciones progresivas, la sensación de que después de treinta años de trabajo uno no ha llegado a casi nada. […] Sin embargo, he evitado en la medida de lo posible las escenas dramáticas, y he preferido acumular escenas cotidianas para que, después de haberlas visto, los espectadores pudieran percibir la tristeza de una vida así.

Yasujiro Ozu
La poética de lo cotidiano
Traducción de Amelia Pérez de Villar

De entre todas las facetas abordadas en el cine de Ozu, aquella por la que menos se le conoce tal vez sea la crítica social, probablemente porque ni la sociedad japonesa se ha caracterizado nunca por ser especialmente reivindicativa (todo lo contrario: los trabajadores del país asiático tienen fama de una proverbial fidelidad respecto a sus empresas que en occidente cuesta de entender) ni al realizador, más atento a cuestiones como la familia, la mujer o la infancia, parecía preocuparle demasiado.

Sin embargo, hubo ocasiones en las que, sin llegar a perder el carácter apacible de su particular punto de vista de las cosas, Ozu sí que dejó traslucir alguna que otra inquietud a propósito de ciertas circunstancias derivadas del progreso y la modernización acelerada del Japón de la posguerra. El ejemplo más célebre sea quizá el de la pareja de ancianos de Cuentos de Tokio (1953), condenados a una soledad no deseada como consecuencia del estresante ritmo de vida que llevan sus hijos.



Menos conocida, Sôshun muestra en sus primeras secuencias las legiones de oficinistas que, como cada mañana, salen de casa rumbo al trabajo. 340.000 empleados, dirá uno de los personajes, aparentemente contentos y radiantes, pero con una uniformidad en su forma de desfilar que se asemeja vagamente a la de los obreros esclavizados de Metrópolis (1927). Se trata, en muchos casos, de antiguos combatientes, quienes, en las reuniones periódicas con otros veteranos, dan rienda suelta a su malestar mientras beben cerveza y cantan a coro para mejor sobrellevar las penas.

El protagonista es uno de esos hombres anónimos, incómodo con la existencia gris que le ha tocado vivir y atrapado en un matrimonio infeliz del que intentará evadirse manteniendo una aventura fugaz con la desinhibida Chiyo, alias “Pez Dorado”. Ni siquiera las atenciones que dispensa a su amigo Miura, postrado en cama a consecuencia de una grave enfermedad y al que Shôji visita con cierta frecuencia, parecen colmar lo suficiente las ansias de felicidad de un individuo cuyos vínculos afectivos (y en eso la película se anticipa en varios lustros a una de las grandes lacras de nuestro tiempo) se establecen antes con personas del entorno laboral que no con su propia esposa.


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